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Armando Palacio Valdés
La alegría del capitán Ribot
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664175243
Índice
I
EN Málaga no los guisan mal; en Vigo, todavia mejor; en Bilbao los he comido en más de una ocasión primorosamente aliñados. Pero nada tienen que ver estos ni otros que me han servido en los diferentes puntos donde suelo hacer escala con los que guisa una señora Ramona en cierta tienda de vinos y comidas llamada El Cometa, situada en el muelle de Gijón. Por eso cuando esta inteligentísima mujer averigua que el Urano ha entrado en el puerto, ya está preparando sus cacerolas para recibirme. Suelo ir solo por la noche, como un ser egoísta y voluptuoso que soy; me ponen la mesa en un rincón de la trastienda, y allí, a mis anchas, gozo placeres inefables y he pillado más de una indigestión.
Arribé el 9 de febrero, a las once de la mañana, y, como siempre, comí poco, preparándome con saludable abstinencia para la solemnidad de la noche. Dios no lo quiso. Poco antes de sonar la hora, un bárbaro marinero, al trasladar un farol, lo rompió, cayó la mecha encendida sobre una pipa de petróleo, se prendió fuego, acudimos a atajarlo, y con no poco trabajo, arrojando al agua esa y otras pipas, lo conseguimos. Se quemó la caseta del piloto, mucha jarcia y una parte de la obra muerta. En fin, la avería nos tuvo afanosos y en pie casi toda la noche. Y este fué el motivo de que no fuese a comer el plato de callos de la señora Ramona, como tuve a bien comunicárselo por medio del grumete, advirtiéndole al mismo tiempo que me aguardara sin falta aquella misma noche.
Eran las diez, poco más o menos. Contento y sigiloso bajé la escala del Urano, salté en el bote, y en cuatro paladas el marinero me hizo atracar al muelle, que estaba solitario y obscuro. Apenas se distinguían los cascos de los barcos y en ellos reinaba absoluto silencio. Sólo la silueta de los carabineros de ronda o la de algún paseante melancólico se destacaba borrosamente de las tinieblas. Pero aquella obscuridad, que los escasos faroles no bastaba a disipar, se alegraba de pronto por la ola de luz que salía de las dos puertas de El Cometa. Con el ansia de una mariposa me dirigí a ellas. En la tienda sólo había tres o cuatro parroquianos; los demás habían ido saliendo, unos espontáneamente, otros por las intimaciones cada vez más perentorias de la señora Ramona, que cerraba indefectiblemente a las diez y media.
Mi aparición fué saludada con una carcajada de esta mujer. Ignoro qué raro y misterioso cosquilleo producía en sus nervios mi presencia; pero puedo jurar que jamás me vió después de una ausencia más o menos larga sin que su abdomen dejase de experimentar violentas sacudidas de risa, que originaban ineludiblemente algunos golpes de tos, inflamaban sus mejillas y las transportaban del rojo grana al violeta. De todos modos, yo agradecía profundamente aquella carcajada y también los accesos de tos, considerándolos como prenda de inalterable amistad y de que podía contar en vida y en muerte con sus conocimientos culinarios. Era mi deber en tales ocasiones doblar el espinazo, sacudir la cabeza y reir estrepitosamente, hasta que la señá Ramona se sosegase. Y lo cumplí religiosamente.
—¡Ay, qué bien me salieron ayer, D. Julián!
—Y hoy ¿por qué no?
—Porque ayer era ayer y hoy es hoy.
Ante esa razón invencible me puse serio y dejé escapar un suspiro. La señá Ramona cayó de nuevo en un espasmo de risa, seguido del correspondiente ataque de tos asmática. Una vez que logró salir de él, terminó de lavar el vaso que tenía entre las manos y dijo a los tres o cuatro marineros que charlaban en un rincón:
—¡Ea! despejar, que voy a echar la llave.
Uno de ellos se atrevió a responder:
—Aguárdese un momento, señá Ramona. Saldremos cuando ese señor.
La tabernera frunció el entrecejo y profirió con acento solemne:
—Este señor viene a comer un guisado de callos y ya tiene la mesa preparada.
Entonces los parroquianos, sintiendo el peso de esta indicación y comprendiendo la gravedad de las circunstancias, no vacilaron en ponerse en pie, me contemplaron un instante con mezcla de respeto y admiración y se retiraron dando las buenas noches.
—Pues sí, don Julián, sí—exclamó la señá Ramona, cuyo rostro se dilató nuevamente—; los de ayer levantaban la lengua en vilo.
Mi fisonomía debió de expresar la más profunda desesperación.
—Y los de hoy, ¿no levantarán nada?—pregunté con acento afligido.
—Hoy... hoy... Usted lo verá.
Y alzó su mano carnosa de cierto modo propio para dejarme sumido en un piélago de dudas.
Mientras daba los últimos toques a su obra, preparé adecuadamente el estómago con ajenjo, meditando al mismo tiempo acerca de las últimas graves palabras que acababa de oir.
¿Estarían o no tan sazonados, picantes y aromáticos como mi imaginación me los representaba?
Pero cuando me senté a la mesa, cuando los vi delante y sentí en la nariz su tibio aroma penetrante, un rayo de luz inundó