Armando Palacio Valdes

La alegría del capitán Ribot


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cabo de un rato me dijo con naturalidad, que agradecí mucho:

      —Tengo mucho apetito, capitán, y voy a almorzar. ¿Quiere usted acompañarme?

      Le di las gracias y me excusé; pero como no pude afirmarle que había almorzado, dió por resuelto en un instante que almorzaría con ella, y salió a dar las órdenes oportunas. Yo me sentí alegrísimo, y si digo entusiasmado no diré mentira. Mientras la camarera nos ponía la mesa en el mismo gabinete, no dejamos de charlar, creciendo más y más nuestra confianza. Durante el almuerzo usó conmigo una franqueza tan atenta y servicial que concluyó de seducirme. Por sus propias manos me partía el pan y la carne y me escanciaba el vino y el agua. Cuando me hacía falta cubierto o plato, sin aguardar a la doméstica, ella misma se levantaba con llaneza provinciana y lo tomaba de la mesita donde se hallaban.

      Yo le contaba burlando la grave ocupación en que me había sorprendido con sus gritos la noche del percance. Reía ella de todo corazón, y me prometía resarcirme cuando fuese a Valencia, guisándome una paella con todas las reglas del arte.

      —No es que tenga la loca presunción de hacerle olvidar los callos de la señora Ramona. Me satisfago con que usted se coma un par de platos.

      —¿Cómo un par? Veo con tristeza que me tiene usted por un ser material y grosero. Espero demostrarle con el tiempo que, fuera de esas horas de callos y caracoles, soy hombre espiritual, poético y hasta un si es no es lánguido.

      Se burlaba ella, colmándome el plato de un modo escandaloso e invitándome a que no disimulase mi verdadera condición y comiese lo mismo que si ella no estuviera presente.

      —No piense usted en que soy una dama. Figúrese que está almorzando con un compañero..., con el piloto, por ejemplo.

      —No tengo bastante imaginación para eso. El piloto es bizco y le faltan dos dientes.

      Aquella charla íntima y alegre me embriagaba más que el burdeos que sin cesar me escanciaba. Y sus ojos me embriagaban más que el vino y la charla. Aunque hablábamos en falsete y reíamos a la sordina, alguna vez se me escapaba una nota discrepante. Doña Cristina se llevaba el dedo a los labios.

      —Silencio, capitán, o le pongo de patitas en el corredor y se queda usted a medio almorzar.

      Me invitó a darle algunos pormenores de mi vida. Satisfice su curiosidad, narrándole mi historia, bien sencilla. Discurrimos acerca de los placeres del marino, que ella encontraba superiores a los de los demás hombres.

      —Yo adoro el mar...; pero el mar de mi país sobre todo. Este me da miedo y tristeza. ¡Si viera usted cuántos ratos paso a la ventana de nuestra alquería del Cabañal contemplándole!

      —Pues yo, en Valencia, prefiero al mar las mujeres—manifesté, demasiado alegre ya.

      —Lo creo—respondió ella riendo—. ¡Oh! las hay muy hermosas. Tengo una primita llamada Isabel que es un verdadero dechado. ¡Qué ojos los de aquella niña!

      —¿Serán más hermosos que los suyos?—pregunté osadamente.

      —¡Oh! los míos no valen nada—contestó ruborizándose.

      —¿Que no valen nada?—exclamé con arrebato—. ¡Pues si no los hay tan preciosos en toda la costa de Levante, con haberlos allí tan lindos!... ¡Si parecen dos luceros del cielo!... ¡Si son un sueño feliz del cual jamás quisiera uno despertar!

      Se puso repentinamente seria. Guardó silencio unos instantes sin levantar la vista del mantel. Al cabo, dijo afectando indiferencia, no exenta de severidad:

      —Habrá usted comido medianamente, ¿verdad? A bordo se suele comer mejor que en los hoteles.

      Guardé a mi vez silencio, y sin responder a su pregunta dije después de un momento:

      —Perdóneme usted. Los marinos nos expresamos con demasiada franqueza. No conocemos las etiquetas, pero debe salvarnos la intención. La mía no ha sido decir algo impertinente...

      Se dulcificó en seguida, y proseguimos nuestra plática con la misma cordialidad mientras dábamos fin al almuerzo.

III

       Índice

      ME fuí al barco en peor estado que el día anterior. Aquella señora me estaba preocupando más de lo necesario para mi reposo y buen humor. Volví por la tarde y volví al día siguiente. Su figura interesante, sus ojos tan negros, tan inocentes y picarescos a un tiempo mismo, iban penetrando a paso de carga en mi alma. Y como sucede siempre en casos tales, empezaron agradándome sus ojos, y no tardó en encantarme su voz; luego sus manos finas de alabastro; poco después el vello suave que adornaba sus sienes; inmediatamente tres pequeños lunares que tenía en la mejilla izquierda. Hasta que, por fin, de una en otra llegó a hacerme feliz cierta manera defectuosa que tenía de pronunciar las erres.

      Estos y otros descubrimientos de análoga importancia no podían llevarse a efecto, claro está, sin la atención debida, lo cual, en vez de lisonjear, molestaba visiblemente a la dama. Me recibía siempre con alegría, pero no con igual franqueza. Pude observar, no sin dolor, que, a pesar de la jovialidad y animación de su charla, se descubría en el fondo un dejo de inquietud o recelo, cual si temiera siempre que yo le dirigiera algún piropo como el de marras. Comprendiéndolo así, no tenía, sin embargo, fuerza de voluntad bastante para dejar de mirarla más de lo justo.

      Vino al fin la peluca en secreto al hotel; la probó D.ª Amparo con el mayor sigilo; hallóla imperfecta; volvió a manos del artífice; se le dieron algunos toques sin que el público ni las autoridades se enterasen; y después de varios ensayos igualmente reservados surgió la buena señora, fresca y juvenil, como si jamás mis manos pecadoras hubiesen atentado a sus gracias. Porque a pesar de todo, esto es, a pesar de la peluca, de los años y la obesidad, D.ª Amparo no las había perdido por completo.

      Me invitaron a dar un paseo con ellas en coche por los alrededores de la villa. Cualquiera puede imaginarse el gusto con que acepté. Cuando ya estuvimos en el campo nos apeamos y gozamos una hora de aquella risueña y espléndida naturaleza. Yo me encontraba alegre y esta alegría me empujaba a mostrarme con D.ª Cristina sobrado obsequioso y almibarado. Sentía comezón de decirle todo lo hermosa y lo interesante que me iba pareciendo. Pero ella, como si adivinase estas disposiciones aviesas de mi lengua, las refrenaba con tacto y firmeza, atajándome con cualquier pregunta indiferente cuando me advertía cercano a soltarle un piropo, o dejándome con su mamá para echar a correr delante, o esforzándose en hacer hablar a ésta. No me desanimé por ello. Fuí tan tonto o tan indiscreto que, a pesar de estas claras señales, todavía persistí en buscar rodeos habilidosos para dirigirle algunos golpes de incensario. Declaro, no obstante, que no pensaba que la estaba galanteando. Creía de buena fe que aquellos obsequios y lisonjas eran legítimos; porque los españoles desde la más remota antigüedad nos hemos arrogado el derecho de decir a todas las mujeres guapas que lo son, sin otras consecuencias. Mas ella debía de abrigar sus dudas acerca de esto. Que estas dudas no se hallaban desprovistas de fundamento lo veo ahora bien claro; ahora que el velo de mis sentimientos se ha descorrido por completo y leo en mi alma como en un libro abierto.

      Sucedió que aquella misma tarde, de regreso ya para la villa y mirando las muchas y hermosas casas de campo que por allí se parecen, acertó a decir D.ª Cristina:

      —Nuestra alquería del Cabañal es muy linda, pero nada suntuosa. Mi marido no está contento; tiene ganas de algo mejor.

      Impremeditadamente repuse:

      —¿Tiene ganas de algo mejor? Pues yo, si fuera su marido, ya no tendría ganas de nada.

      Quedó suspensa la señora, volvió su rostro hacia la ventanilla del coche para mirar el camino y murmuró en tonillo irónico:

      —Pues señor,