Armando Palacio Valdes

La alegría del capitán Ribot


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No supe qué decir, y queriendo escapar a la vergüenza me volví hacia la otra portezuela y quedé en contemplación extática del paisaje. D.ª Amparo, que en nada había reparado, dijo contestando a la última observación de su hija:

      —Emilio es un hombre muy bueno, muy trabajador, aunque algo fantástico.

      —¿Por qué fantástico?—exclamó Cristina volviéndose como si la hubieran pinchado—. ¿Porque apetece lo mejor, lo más hermoso y aspira con su esfuerzo a conseguirlo? Eso le acredita más bien de tener gusto y voluntad. Pues si en el mundo no existiesen hombres que ansían la perfección, que ven siempre un «más allá» y que ponen los medios para acercarse a él, ni estas hermosas casas de recreo ni otras mejores ni ninguna de las comodidades que hoy disfrutamos existirían tampoco. Los holgazanes, los gandules o los pobres de espíritu se burlan de sus pensamientos mientras no los ven realizados; pero cuando llega la hora de verlos y tocarlos, se cierran en su casa y no vienen a felicitarle porque no quieren confesar su necedad. Además, tú sabes bien que Emilio, aunque fantástico, jamás ha tenido la fantasía de pensar en sí mismo; que todos su esfuerzos se dirigen a proporcionar alegría y bienestar a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, y que toda su vida hasta ahora ha sido un constante sacrificio por los demás.

      Doña Amparo, ante aquel discurso vehemente, se sintió sobrecogida de un modo extraño. Quedé estupefacto viéndola tartamudear, hacer pucheros, ponerse encendida y dejarse caer hacia atrás como acometida de un síncope.

      —¡Yo!... ¿Puedes creer?... ¡Mi hijo!

      Pronunciadas estas incoherentes palabras, perdió la noción del mundo externo. Para infundírsela nuevamente fué necesario que su hija le frotase las sienes con agua de Colonia y le aplicase a la nariz el frasco de las sales volátiles. Cuando al cabo abrió los ojos brotó de ellos un raudal de lágrimas, que se derramaron por sus mejillas y cayeron como copiosa lluvia sobre su regazo, y algo también tocó a mi gabán. Doña Cristina, en presencia de este síntoma, abrió de nuevo el saquito de piel que llevaba a prevención y donde pude ver alojados bastantes frascos; sacó uno de ellos, luego un terrón de azúcar, vertió sobre él algunas gotas del líquido y se lo metió en la boca a su mamá, quien fué recuperando poco a poco la sensibilidad y supo al fin dónde se hallaba y entre qué gente.

      Por mi parte, causa indirecta de aquella desdicha, comprendí que nada era más adecuado que arrojarme por la ventanilla, aunque me estrellase la cabeza; pero imaginando esto demasiado triste, hallé un modo decoroso de evitarlo chupando el puño del bastón y poniendo los ojos en blanco. Doña Cristina no quiso reparar en estas señales trágicas; pero de tal modo penetraron en el corazón de su mamá, que me apretó las manos convulsivamente, murmurando con extravío:

      —¡Ribot!... ¡Ribot!... ¡Ribot!

      Temí que entrase de nuevo en el mundo de lo inconsciente y me apresuré a tomar el frasco de sales y metérselo por la nariz.

      El resto del camino se pasó, a Dios gracias sin nuevo quebranto, y yo hice esfuerzos desesperados por que se olvidara mi tontería y se perdonase, hablando con formalidad de asuntos diversos, principalmente de aquellos que eran más del agrado de D.ª Cristina. Al cabo logré ver su frente desarrugada y sus ojos expresando la franca alegría de siempre. Y todavía, arrastrada de su humor, llegó a embromar con gracia a su mamá.

      —¿Sabe usted, Ribot? Mamá no se desmaya sino cuando está en familia o entre personas de confianza. La mejor prueba de la simpatía que usted le inspira ha sido lo que acaba de hacer.

      —¡Cristina! ¡Cristina!—exclamó D.ª Amparo entre risueña y enfadada.

      —Has de ser franca, mamá... Si Ribot no te inspirase confianza, ¿te hubieras atrevido a desmayarte en su presencia?

      Doña Amparo concluyó por reirse, pellizcando a su hija. Cuando nos despedimos a la puerta del hotel me invitaron para almorzar al día siguiente con ellas, habiendo determinado partir al otro para Madrid.

      No podía dudarlo ya: si no estaba enamorado, marchaba hacia allá empopado y a todo paño. ¿Por qué había logrado impresionarme tan profundamente aquella mujer en tan corto tiempo? No pienso que fuera por su figura solamente, aunque coincidiese con el tipo ideal de belleza que había adorado siempre. Si me enamorase de todas las mujeres blancas y delgadas, con grandes ojos negros, que tropecé en mi vida, no hubiera tenido tiempo a hacer otra cosa. Pero había en ésta un atractivo especial, al menos para mí, que consistía en una mezcla singular de alegría y gravedad, de dulzura y rudeza, de osadía y timidez que alternativamente se reflejaban en su semblante expresivo.

      A la hora señalada me presenté al día siguiente en el hotel. D.ª Cristina estaba de humor alegrísimo y me hizo saber que almorzaríamos solos, porque su mamá no había dormido bien aquella noche y estaba descansando. Esto me llenó de egoísta satisfacción, y más observando el genio expansivo y jovial que mostraba. Antes del almuerzo me sirvió un aperitivo, burlándose graciosamente de mí.

      —Como le veo siempre tan desganado, tan desmayadito, he mandado subir un amargo, a ver si logramos entonar un poco ese estómago.

      Yo seguía la broma.

      —Estoy desesperado. Es ridículo tener tan abierto el apetito, lo comprendo; pero soy hombre de honor y lo confieso. Una vez que quise ocultarlo me salió mal el cálculo. Iba conmigo a bordo cierta dama muy linda y espiritual, a la cual pretendí hacer un poco la corte. No hallé medio mejor de inspirarle algún interés que mostrar falta absoluta de apetito, acompañada, como es consiguiente, de languidez y de poética melancolía. A la mesa rechazaba la mayor parte de los manjares. Mi alimentación consistía en tapioca, crema a la vainilla, alguna fruta y mucho café. Entre hora me quejaba de grandes debilidades y me hacía servir copitas de jerez con bizcochos. Claro está que me quedaba con un hambre terrible; pero la mataba a solas lindamente. La dama estaba entusiasmada; me profesaba ya una estimación profunda y sincera y despreciaba por groseros a todos los que en la mesa se servían alimentos más nutritivos. Pero ¡ay! llegó un momento en que, bajando al comedor de improviso, me sorprendió engullendo una lonja de tocino frío... Y todo concluyó entre nosotros. No volvió a dirigirme la palabra.

      —Ha hecho bien—manifestó D.ª Cristina riendo—. Es más vergonzosa la hipocresía que el apetito.

      Nos pusimos a almorzar y le hice presente que ya que aborrecía tanto la hipocresía me proponía usar de toda franqueza.

      —¡Eso es! ¡Completamente franco!...—y me sirvió una ración inmensa de tortilla.

      Seguimos charlando y riendo lo más bajito que podíamos; pero D.ª Cristina no se descuidaba en punto a servirme cantidades fabulosas de alimento, superiores en verdad a mis jugos gástricos. Quería rechazarlas, pero no lo permitía.

      —¡Sea usted franco, capitán! Me ha prometido usted ser completamente franco.

      —Señora, esto pasa ya de franqueza. Cualquiera puede llamarlo grosería.

      —Yo no lo llamo. ¡Adelante! ¡Adelante!

      Mas de pronto, echándose un poco hacia atrás en la silla y adoptando un tono solemne, manifestó:

      —Capitán, ahora voy a proceder con usted, no como si hubiera salvado la vida a mi madre solamente, sino como si me la hubiera salvado a mí también. Quiero pagarle de una vez su vida y la mía.

      Abrí los ojos desmesuradamente sin comprender lo que tales palabras significaban. Doña Cristina se levantó de la silla, y dirigiéndose a la puerta la abrió de par en par. Y apareció la camarera con una fuente de callos entre las manos.

      —¡Callos!—exclamé.

      —Guisados por la señora Ramona—profirió D.ª Cristina gravemente.

      La broma me puso de mejor humor aún. ¡Cuán poco duró, sin embargo, aquel estado de embriagadora alegría! Al llegar los postres me dijo con naturalidad:

      —¿Sabe usted una cosa?... Que ya no nos vamos mañana. Mi marido debe de llegar pasado a buscarnos.

      —¿Sí?—exclamé