Armando Palacio Valdes

La alegría del capitán Ribot


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mi alma y sonrió con maternal benevolencia.

      —¿Qué es eso, señá Ramona?—exclamé quedando inmóvil con el tenedor en el aire—, ¿Ha oído usted?

      —Sí, señor; un grito.

      —Han dicho ¡socorro!

      —En el muelle.

      —¡Otro grito!

      Solté el tenedor y me lancé a la puerta, seguido de la tabernera. Cuando abrí sonaron en mis oídos lamentos desgarradores.

      —¡Mi madre!... ¡Socorro!... ¡Por Dios!... ¡Se ahoga!

      Bajé en dos saltos la rampa que me separaba del muelle y percibí la figura de una mujer que, agitando los brazos convulsivamente, exhalaba aquellos gritos lastimeros.

      Comprendí lo que pasaba, y corriendo a ella pregunté:

      —¿Quién ha caído?

      —¡Mi madre!... ¡Sálvela usted!... ¡Sálvela usted!

      —¿Dónde?

      —Aquí.

      Y me enseñó el estrecho espacio que quedaba entre un patache y el muelle.

      Aunque estrecho, para saltar al barco era demasiado ancho. Tuve ánimo, no obstante, y me lancé, no a la cubierta, sino al aparejo, logrando quedar asido de un cable. Me dejé caer después a la cubierta, y tomando el primer cabo con que tropecé lo amarré apresuradamente a la obra muerta y me deslicé por él hasta el agua. Felizmente la mujer aún no se había sumergido, gracias a la ropa. Me acerqué a ella y le eché mano a lo primero que hallé, que fué la cabeza, y se la arranqué. Esto es, me quedé con una peluca en la mano. Volví a agarrarla, y esta vez lo hice por un brazo. Tiré de ella hasta acercarla al casco del barco. Sólo entonces se me ocurrió que era imposible salvarla sin auxilio de otra persona. ¿Cómo subir a pulso por un cable teniendo ocupada una mano? Por fortuna, a los gritos que la hija había dado y a los que yo di también despertó la tripulación del patache, compuesta de cuatro marineros, y nos izaron fácilmente. Tendieron luego unas tablas y pudimos transportarla al muelle, y de allí a la botica más próxima, donde, al fin, recobró el conocimiento.

      Mientras el farmacéutico la atendía, su hija, pálida y silenciosa, se inclinaba sobre ella con el rostro bañado en lágrimas. Era una joven de buena estatura, delgada, blanca, el cabello negro y ondeado; el conjunto de su persona, si no de suprema belleza, atractivo e interesante. Vestía con elegancia, y su madre lo mismo, por lo que vine a entender que se trataba de dos personas distinguidas de la población. Pero un curioso de los que habían acudido a la botica me dijo al oído que eran dos señoras forasteras, y que sólo hacía algunos días que se hallaban en Gijón.

      Cuando me hube cerciorado de que no estaba muerta ni herida de consideración, sintiendo que el frío del baño me penetraba y me hacía temblar, di las buenas noches para retirarme.

      La joven alzó la cabeza, se dirigió a mí vivamente y, apretándome las manos con fuerza y clavando en los míos sus ojos húmedos, balbució con emoción:

      —¡Gracias, gracias, caballero! ¡Nunca olvidaré!...

      Le di a entender que aquel servicio nada valía, que cualquiera hubiera hecho otro tanto, porque en realidad así lo pensaba. El único sacrificio real que había hecho era el del guisado de callos; pero esto no lo dije, como es natural.

      Cuando llegué al vapor y bajé a mi camarote me sentí tan mal que barrunté un catarro fuerte, si no una pulmonía. Pero me di prontamente una fricción enérgica con aguardiente de caña y me arropé tan bien en la cama, que al día siguiente desperté como si tal cosa, sano y ágil y de un humor excelente.

II

       Índice

      LUEGO que me vestí, y después de cumplir con los ordinarios quehaceres de mi cargo y vigilar el trabajo de los carpinteros que reparaban nuestras averías, me acordé de la señora que había estado a punto de ahogarse aquella noche. Valga la verdad; de quien me acordé fué de su hija. Aquellos ojos eran de los que no pueden ni deben olvidarse. Y con la vaga esperanza de tornar a verlos salté a tierra y encaminé mis pasos a la botica.

      El farmacéutico me informó de que alojaban en la fonda de la Iberia. Fuí a preguntar por su salud.

      —¿Es necesario que les pase recado?—me preguntó la camarera.

      Bien lo hubiera deseado, pero no me atreví. Le manifesté que no había necesidad, si podía informarme de cómo habían pasado la noche, a lo cual me respondió que D.ª Amparo (la vieja) había descansado regularmente, y que el médico, que acababa de salir, no la había encontrado tan mal como pensaba. D.ª Cristina (la joven) estaba perfectamente. Dejé mi tarjeta y bajé las escaleras un poco mustio. Pero cuando iba ya a pisar la calle la camarera me llamó y, haciéndome subir de nuevo, me hizo presente que las señoras deseaban verme.

      Doña Cristina salió al pasillo a mi encuentro. Vestía un elegante traje de mañana, color violeta, y sus negros cabellos estaban a medias aprisionados por un gorro blanco de batista, con cintas violeta también. Brillaron sus ojos con alegría y me tendió su mano de un modo cordial.

      —Buenos días, capitán. ¿Por qué evita usted que le demos las gracias? Justamente acababa de escribirle una carta en que le expresaba si no toda la gratitud que le debemos, al menos una parte. Ayer estaba tan aturdida que no acerté a hacerlo. Pero más vale que usted haya venido... y eso que la cartita no estaba del todo mal—añadió sonriendo—. Aunque ustedes no lo piensen, las mujeres solemos ser más elocuentes por escrito que de palabra.

      Me hizo pasar a una salita donde había una alcoba cuyas puertas vidrieras estaban cerradas.

      —Mamá—dijo en voz alta—, aquí tienes a tu salvador, el capitán del Urano.

      Oí un murmullo lamentable, algo como sollozos y suspiros reprimidos, y entre ellos algunas palabras que no pude comprender. Interrogué con la vista a su hija.

      —Dice que siente mucho haberle expuesto a perder la vida.

      Respondí en voz alta que no había corrido peligro alguno; pero aunque así fuera, no había hecho más que cumplir con mi deber.

      De nuevo salieron de la alcoba algunos ruidos confusos.

      —Me manda que le dé a usted una cucharada de azahar.

      —¡Cómo!... ¿Para qué?—exclamé sorprendido.

      —Es que supone que aún estará usted asustado—manifestó riendo D.ª Cristina—. Mamá lo usa mucho y nos lo hace usar a todos. Diga usted que lo va a tomar y quedará extraordinariamente satisfecha.

      Sin salir de mi sorpresa hice lo que doña Cristina me ordenó y pude oir inmediatamente un murmullo aprobador.

      Acabo de dársela, mamá—dijo aquélla, haciéndome un guiño malicioso—. Puedes estar tranquila.

      —Muchas gracias, señora. Creo que me probará bien, porque me sentía un poco nervioso—grité yo.

      Doña Cristina me apretó la mano pugnando por no reir y me dijo en voz baja:

      —¡Bravo! Me parece que va usted a salir maestro consumado.

      Vuelta a los ruidos extraños, ininteligibles.

      —Pregunta si ha telegrafiado usted a su señora, y le aconseja que no lo haga para evitarle un disgusto.

      —No tengo señora. Estoy soltero.

      —Entonces a su mamá—tuvo la bondad de interpretar D.ª Cristina.

      —Tampoco la tengo, ni padre,