Armando Palacio Valdes

La alegría del capitán Ribot


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seguida, dice que como mamá todavía no se habrá repuesto por completo del susto no quiere que viajemos solas.

      Al decir esto sacó la carta del bolsillo y se puso a repasarla.

      —Me encarga también que le dé un millón de gracias y celebra tener ocasión de dárselas en persona.

      Yo veía la carta del revés, pero así y todo pude leer al final un «adiós, alma mía» que aumentó mi tristeza.

      Manifesté, no obstante, mi satisfacción de conocer en breve plazo al Sr. Martí, pero necesité algún esfuerzo para ello. Como la melancolía se iba apoderando de mí y D.ª Cristina tardaría poco en advertirlo, no hallé medio mejor de combatirla que beber más cognac de lo justo detrás del café. Esto me produjo una excitación que semejaba alegría sin serlo. Hablé por los codos y debí de expresar muchas cosas ridículas y algunas inconvenientes, aunque no me acuerdo. D.ª Cristina sonreía con benevolencia. Mas como echase por quinta o sexta vez mano a la botella para escanciar otra copita, me tuvo el brazo diciendo:

      —Ahora ya es usted demasiado franco, capitán. Le relevo a usted de su palabra.

      —Soy esclavo de ella, señora, aunque me costase la vida—repuse riendo—. Pero no beberé más. Estoy resuelto a obedecer a usted en esto como en todo lo que me ordene... Hay, sin embargo—proseguí mirándola con osadía a los ojos—, cosas que embriagan más que el cognac y todas las bebidas espirituosas...

      Doña Cristina bajó la vista y su tersa frente se arrugó. Pero volviendo al instante a sonreir dijo alegremente:

      —Pues no se embriague usted de ningún modo. Aborrezco a los borrachos.

      No quise seguir el consejo; y si es cierto que bebí poco más, en cambio me harté de mirar a la interesante señora. Continué charlando como un sacamuelas, y en medio de la charla intenté deslizar más de un requiebro; pero D.ª Cristina con ingenio y prudencia los cortaba antes de madurar.

      Me había levantado de la silla y ella también. Estábamos al lado del balcón contemplando el trajín y movimiento del muelle. Yo, con su permiso, fumaba un tabaco habano. Como su hermosa cabeza me ocupaba mucho más qué el trajín del muelle, advertí que se le caía un peinecillo de concha que sujetaba sus cabellos.

      —Si yo fuera este peinecillo me hallaría muy bien en mi sitio. No trataría de escaparme.

      Y osadamente, sin darme cuenta de lo que hacía, llevé mi mano a su cabeza y le clavé de nuevo la peineta.

      Se puso roja como una cereza, bajó los ojos, estuvo algunos instantes suspensa; y al fin, encarándose conmigo altivamente, profirió con voz alterada:

      —Caballero, no sé qué motivos pude haberle dado a usted para que se tome conmigo ciertas libertades... El servicio que nos ha prestado le da derecho a mi gratitud, pero no a tratarme sin respeto...

      Se me disipó como por ensalmo la media borrachera que tenía. Quedé aturdido y avergonzado como jamás lo estuve en mi vida ni pienso estarlo ya, y apenas pude balbucir algunas palabras de excusa. Pienso que ella no llegó a oirlas. Volvió la espalda con desprecio y entró en su alcoba.

      Al cabo de un instante cruzó por mi mente una idea que no dejaba de tener ciertos visos de verosimilitud; es a saber, que estaba sobrando en aquel sitio. Y sin pararme a examinarla con suficiente atención a la luz de una crítica razonada y seria, la puse inmediatamente en práctica tomando el sombrero y alejándome sin levantar polvo.

      Aunque estuve en el barco y en la oficina del consignatario y en otra porción de parajes de la villa, la vergüenza no se me quitó en todo el día. Estaba pegada a mi rostro con lacre rojo y me molestaba lo indecible. Los amigos sonreían y mascullaban las palabras Martel tres estrellas, Jamaica, Anís del Mono y otras, que sonaban a marcas de licores; pero yo sabía a qué atenerme y esto aumentaba mi malestar. Todavía al día siguiente, después de lavarme y frotarme enérgicamente con jabón, me pareció advertir algunas migajitas adheridas a la piel.

      Por supuesto, hice cuanto me fué posible por no acordarme ya de D.ª Cristina ni del santo de su nombre; y me parece que lo conseguí durante aquel día. Pero de noche su imagen no quiso apartarse el canto de un é de mi litera, me tiró de los piés, me agarró de los pelos, me dió de bofetadas y más tarde, para indemnizarme de estas atroces vejaciones, se inclinó suavemente y rozó con sus labios mis mejillas.

      Al despertar me asaltó una idea luminosa. Debiendo llegar Martí aquel día, yo estaba en el deber ineludible de ir a esperarle a la estación: primero, por cortesia; segundo, por evitar que preguntase por mí y esto originase alguna turbación a su esposa; tercero, porque a D.ª Amparo le sorprendería que no lo hiciese; cuarto, porque era necesario no dejar traslucir el desabrimiento que entre nosotros se había suscitado; quinto... No sé lo que era el quinto, pero tengo una idea vaga de que existía y que era algo parecido al deseo rabioso que yo sentía de volver a ver a D.ª Cristina.

      El tren correo llegaba por la tarde. Tenía, pues, tiempo sobrado para medir los inconvenientes de semejante paso y arrepentirme. Pero después de considerarlo en todos sus aspectos y volverlo a considerar y hacer infinitos esfuerzos por que Dios me tocase en el corazón, el arrepentimiento no vino y las piernas me condujeron, casi a mi despecho, a la estación.

      Al poner el pie en el andén atisbé a mis señoras hablando con un empleado. Desplegando entonces las prodigiosas aptitudes diplomáticas con que al cielo le plugo favorecerme, crucé por delante de ellas a paso lento y profundamente absorto en la contemplación de unos montones de remolacha.

      —¡Ribot...! ¡Ribot!

      Me paro en firme, lleno de asombro. Vuelvo la cabeza al Sudeste, luego al Norte, después al Noroeste, y así sucesivamente a todos los puntos de la rosa náutica, hasta que, después de muchos ensayos infructuosos, logro dar con el sitio de donde partía la voz.

      —¡Oh, señoras!

      Me acerqué rebosando de sorpresa y estreché la mano de D.ª Amparo. Fuí a hacer lo mismo con Cristina y... ¿no había dicho antes que esta dama tenía la tez blanca? Pues hay que rectificar. En aquel momento me pareció que había nacido en el Senegal.

      Le pregunté por su salud, sin atreverme a extender la mano, y me respondió, volviendo su mirada a otro lado:

      —¿Cómo ha sido eso, Ribot? En todo el día de ayer no ha parecido por casa, y hoy tampoco.

      Me excusé con mis ocupaciones. D.ª Amparo no quiso aceptar la disculpa y me reprendió cariñosamente. Aquella señora se mostraba conmigo cada vez más afectuosa y amable. Mientras hablábamos, D.ª Cristina no despegó los labios. Yo estaba molesto y confuso. No me atrevía a mirarla de frente; pero la observaba con el rabillo del ojo y advertía que su rostro, en vez de recobrar el aspecto ordinario, se iba oscureciendo todavía más. Sus ojos se obstinaban en mirar al lado contrario en que yo estaba.

      Doña Amparo, sin darse cuenta de nada, hizo el gasto de la conversación. Por mi parte, hablaba poco y mal ordenado. Me estaba pesando atrozmente el haber venido, y sentía impulsos de marcharme con cualquier pretexto y no aguardar la llegada de Martí. Mas antes de que pudiera resolverme sonó la trompeta del guarda-agujas anunciado que el tren estaba a la vista. Ya no era posible hacerlo sin grave descortesía.

      Penetró el tren en la estación, y entre el buen número de cabezas que venían asomadas a las ventanillas de los coches los ojos de D.ª Cristina descubrieron la de su marido.

      —¡Emilio!—gritó con alegría.

      —¡Cristina!—respondió él lo mismo.

      Y sin aguardar a que el tren parase por completo, saltó al suelo y la abrazó y la besó con efusión. Pero ella, ruborizada como una colegiala, sonriendo al mismo tiempo de gozo, se zafó bruscamente de sus brazos.

      —¡Siempre la misma!—exclamó él riendo a carcajadas, mientras tendía la mano a su suegra.

      Esta no se satisfizo con la mano, sino que le tomó