Jose Maria de Pereda

Al primer vuelo


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y le tengo dicho en otras sobre lo a menos que han venido el mercado de los lunes y la feria de primero de cada mes. Estos recursos, que fueron para Villavieja minas de plata en otros tiempos y tanto decayeron después, continúan a esta fecha de mal en peor. Claro es que la enfermedad alcanza en proporción debida a la gente de la Aldea, nuestro barrio de labradores; y ese malestar de este importante gremio, le verá usted bien reflejado en la vega, tan floreciente y pomposa años atrás.

      »Decía el inglés de la mina, ingeniero de cuenta y hombre de mucho mundo, que era muy de notarse que los villavejanos, tan indolentes y apáticos en cuanto se refería a mejoras y útiles progresos locales, fueran para todo lo demás tan animosos, tan regocijados, hasta bullangueros, y tan susceptibles y quebradizos de piel. Y decía la pura verdad. Un villavejano de viso se encogerá de hombros al ver cómo se le hunde medio tejado, y perderá el sueño si aquella misma noche se le ha demostrado en el Casino que su levisac atrasa más de dos temporadas en el reló de la última moda. ¡Oh! en éste y otros parecidos asuntos son terribles los villavejanos, sobre todo las hembras. Tenemos mundo, tenemos clases, tenemos distinguidos y cursis; horas de tono y horas vulgares; y si no se puede con ricas telas, imitamos con percalinas la forma y los colores del vestido que, según la revista de modas que reciben las Escribanas o las de Codillo, llevaba una gran señora parisiense en cierta recepción del Elíseo. Para estos apuros y otros semejantes, hay aquí un contingente regularcito de costureras con humos de modistas, que se despistojan con el afán de conseguir que sus exigentes parroquianas no encarguen sus vestidos a la capital, que dista catorce leguas. Y lo mismo se desvela y por idéntica causa, el sastre riojano; porque los hombres elegantes de aquí son punto menos que las hembras distinguidas.

      »Las que más se distinguen ahora son las mencionadas Escribanas y de Codillo. Las primeras, llamadas así por ser hijas del difunto escribano Garduño, que dejó bastante dinero, aunque no lo que suponen las gentes, son tres y la madre: ésta bajita y gorda, y aquéllas altas y delgadas, no de mal parecer, pero tampoco guapas. Se atufan por cualquier cosa, y muchas veces van riñendo unas con otras por la calle, a media voz, pero muy sofocadas e iracundas. Las de Codillo, hijas de don Eusebio Codillo, el dueño del Café de la Marina, de la calle del Cantón, hoy arrendado a un murciano, son cinco y muy desiguales entre sí en color, en estatura y en carnes; pero todas ellas tienen cierto andar, cierto sonreír y cierto... vamos; y, sobre todo, unos humos de señoritas principales y acaudaladas, que meten miedo. A Codillo, que siempre fue una tenaza y una esponja para el dinero, le da ahora por despilfarrarse con la familia y hasta por acompañarla vestido de punta en blanco. Es teniente de alcalde, está viudo, y eso le salva, porque su mujer era una fiera hasta para amarrar el ochavo.

      »Con menos caudal que estas dos familias y con los trapitos arreglados en casa, forman en la misma clase, primeramente, las dos nietas del Indiano, aquel fachenda que usted conoció ya viejo. El heredero, su hijo Martín, se comió en dos años la mitad de la herencia, y con la otra mitad pretendió en lejanas tierras a una supuesta ricachona, que resultó pobre del todo después de casada, pero muy vanidosa. Vive ella y se murió él; y con lo poco que dejó, bien estiradito y apurado, se dan el gran pisto las tres hembras de la casa.

      »Después de ellas, o a par de ellas, mejor dicho, las Corvejonas, así llamadas por ser hijas de don Aniceto Martínez Liendres, Corvejón de apodo, por herencia de su padre que fue herrador y albéitar, con igual mote, como usted recordará. Traficó Aniceto con suerte en ganados; casó bastante bien con una hija de otro traficante asturiano, y ahí le tiene usted con su don como una casa; y aunque le han mermado los caudales en más de la mitad, con unos humos que no le caben en la chimenea.

      »Al lado de las Corvejonas figuran las Pelagatas... Pero ¡qué jugo va usted a sacar de la lista que yo forme, si toda esa gente es nueva y desconocida para usted, sin precedentes de nombre ni de arraigo en toda la población? Ya las conocerán ustedes cuando vengan, si conocerlas quieren, lo propio que a las de la jerarquía subsiguiente, las calificadas de cursis por las primeras, y, como tales cursis, menospreciadas.

      »Entre tanto, sepa usted que, de poco tiempo acá, anda fluctuando entre las dos categorías, con síntomas de caer en la primera, la sobrina de su señor cuñado de usted, el marido de doña Lucrecia. Desde que empezó a enriquecerse de veras este insigne villavejano, amparó rumbosamente a la familia que le quedaba aquí, su madre y una hermana, ésta casada con un labrador del barrio de la Aldea donde ellos vivían y eran labradores también. Muriose la vieja, y quedó el matrimonio joven, con una niña, ya establecido en el casco de la población y viviendo de sus rentas, o sea de la pensión del mejicano. Metieron a la niña en la «enseñanza» de doña Eustoquia; no era un adoquín, ni fea; desbravose allí bastante; consiguió luego desbastar y pulir algo a su madre, que bien lo necesitaba; muriose el padre de un tabardillo, porque la holganza y el buen pesebre le tenían hecho un odre y algo picado a la bebida; creció la muchachuela y se hizo una moza regular y de buen aire; tomole tal cual a su lado la viuda... y como la espuma hasta hoy. Ambas saben que viene este verano su sobrino de usted, y afirman que se hospedará en su casa cuando pare en Villavieja, y que, como las quiere tanto... «¿quién sabe lo que podrá suceder?» Conque sírvale a usted todo ello de gobierno: lo uno, para su satisfacción, y lo otro, por si ha pensado en preparar cuarto al mejicanillo en Peleches.

      »Hablando ahora en serio otra vez, añado a lo dicho sobre las mujeres de tono de Villavieja, que tienen para exhibirse en toda su pomposidad, cuatro bailes de tabla al año: uno, el más solemne, el tradicional del Ayuntamiento el día de la Patrona de la villa, y tres en el Casino, dos de ellos en Carnaval y uno en Pascua de Resurrección. Todos de sala y con larga cola, no de vestidos, sino de disgustos: en unas, porque no fueron invitadas; en las invitadas, porque no debieron serlo muchas «cursis» que lo fueron. Lo propio sucede cuando en el Casino hay veladas artístico-literarias y leen los chicos poetas de la localidad, y tocan el piano las señoritas que lo entienden. Siempre quedan detrás de la fiesta ocho días largos de murmuraciones y disgustos. Por eso, si bien se mira, donde mejor lo pasa durante el invierno la juventud de ambos sexos, es en las reuniones que dan en competencia las Escribanas y las de Codillo, y, a veces, las Corvejonas. Cada cual de ellas invita a «sus relaciones», y nadie tiene derecho a quejarse si no es invitado ni «relación» de la casa. Los paseos de moda son, en invierno y con mal tiempo, los Arcos de la plaza; y con sol, la Chopera de la Campada; en el verano, los mismos Arcos en el primer caso, y en el segundo la Glorieta de la Costanilla, el mejor paseo de Villavieja, como usted sabe, porque le tiene casi lindero de Peleches, dominando la playa y el mar por una parte, por la otra la vega y por la otra la villa; y no domina por la cuarta, es decir, por el sur tanto como por la opuesta, porque allí está Peleches que lo domina todo, incluso la Glorieta.

      »Las horas de tono en todas las estaciones del año para pasear las señoras, son las últimas de la tarde y a la salida de misa mayor en los días festivos... En los días de trabajo no se pasea: se callejea por la villa con cualquier pretexto, o se anda, como los simples mortales, por donde se quiere o se puede.

      »Como eterna protesta contra todos estos ceremoniales de similor, quedan míseros restos de aquellas pocas familias de relativo abolengo, que en tiempos de nuestra juventud eran gala y ornato de la villa. Se complacen en asistir de trapillo adonde estén las otras muy emperejiladas, o en no asistir de ningún modo, como a sus bailes, o en andar muy majas en sitios y a horas diferentes. Así protestan; pero no triunfan, porque la ley de los más se impone al cabo.

      »Se va extendiendo demasiado esta carta, y aún me resta hablar a usted de los hombres; no mucho, porque habría de sucederle a usted con los que bullen y «dan el tono», lo propio que con las hembras equivalentes: no los conocería por más que se los fuera citando uno a uno. Hay clases también, y distinguidos y cursis entre ellos, y distancias, por tanto, que se guardan hasta en el Casino diariamente. Esto le baste, que mundo y habilidad y cacumen le sobran a usted para deducir el resto.

      »El Casino es el alma mater de todos ellos. Allí van a parar los más altos y los más bajos, los cursis y los distinguidos, de día y de noche; y si en el establecimiento no se ha puesto una tachuela desde que usted le conoció (donde aún continúa, encima del Bazar del Papagayo), no es por falta de concurrentes