Jose Maria de Pereda

Al primer vuelo


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Córcoles, logrero y trapisondista de medianeja reputación. Los demás del gremio, unos arrastrándose poco a poco y otros como pueden, continúan en sus covachones de los arcos de la Plaza Mayor.

      »Allí encontrará usted igualmente, y en próspera fortuna por cierto, al rechoncho Periquet, El Valenciano, como lo reza el letrero, con sus porcelanas sospechosas, su cristalería polvorienta, sus rollos de esteras resobadas y sus innumerables baratijas de relumbrón. Se le metió en la cabeza que había de dar en la suya al presuntuoso Bazar del Papagayo, que está a su vera, y lo ha conseguido sin gran esfuerzo. Este bazar, de gran fachada y de fondos negros y vacíos si no de telarañas y de sogas de esparto, de escobas de palmiche, un poco de herraje basto, otro poco de loza de Talavera, dos sartas de cencerrillos y otros pocos más de incongruencias por este arte, tiene, como usted recordará, un gran papagayo de cartón pintorroteado encima del letrero que corona su escaparate. Pues Periquet, que no tiene escaparate, en su empeño de competir en todo con el bazar, ha colocado encima del letrero de su tenducho embarullado, pero bien provisto, una cotorra, también de cartón y también muy pintarrajeada, sosteniéndose sobre la palabra DE, o mejor dicho, con cada letra de estas dos en la correspondiente pata. Enseguida descifraron el jeroglífico los desocupados villavejenses, que hasta en grupos de seis en seis acudieron los primeros días para leer en voz alta y a una: «La cotorra de El Valenciano.» Después soltaban una risotada, miraban hacia el fondo del bazar contiguo, y se iban haciendo muchos comentarios. Todo esto halagó en gran manera la vanidad de Periquet, y, como es de suponer, agravó los sordos rencores de los propietarios del tendajón, que, siendo villavejanos de pura raza, se sienten heridos en lo más hondo por el agravio que les hace su villa nativa ayudando a que los arruine y vilipendie un intruso y groserote que todavía usa alpargates y pañuelo a la cabeza, y no sabe leer ni escribir.

      »Lo que no ha podido quitarle La cotorra de El Valenciano al Bazar del Papagayo, es la tertulia de prima—noche, lo mismo en invierno que en las demás estaciones del año, pero principalmente en la de invierno. Allí acuden puntualísimos, en cuanto comienza a anochecer, el párroco y los dos coadjutores, el médico viejo don Cirilo, el procurador Ajete, el abogado Canales, y Chichas, antiguo y ya retirado tendero de la plazuela del Maravedí, donde hizo el capitalejo con que ahora vive de holgueta. Éstos son los tertulianos fijos del bazar. El médico, el abogado y el párroco, son los hombres que más saben aquí de cosas de Villavieja, de antaño y de hogaño; y de esas cosas es de lo que más se habla en la tertulia, cuando se habla, porque comúnmente no se habla de nada allí, ni se ve, porque siempre se está a obscuras. Así es que infunde cierto miedo el mirar hacia adentro cuando se pasa de noche por delante de la puerta. Se ve, en aquel antro tan hondo y tan obscuro y tan silencioso, brillar de rato en rato una chispa aquí y otra allá, que son las producidas por otras tantas chupadas a los cigarros en ejercicio... y nada más se ve por mucho que se mire; ni ordinariamente se oyen otros ruidos que algún carraspeo seco, o el crujido de una silla, o la sonada de unas narices. En estos casos, aunque se sabe lo honradas y pacíficas que son las gentes allí congregadas, al pensar en meter la cabeza dentro le asalta a uno el temor de que le agarren por ella manos invisibles que le amordacen y le arrastren más allá, y le lleven, le lleven, hasta la boca de una sima muy honda en la cual le arrojen para que le vayan devorando poco a poco sabandijas y ratones. Cuando la tertulia se deja oír un poco desde el soportal, es porque se hacen (rara vez) comentos de alguna noticia política. Por lo común, el mayor ruido es el murmullo acompasado y dormilento que producen los relatos eruditos o doctrinales del médico o del abogado o de los señores curas. Tienen este bazar y esta tertulia cierto color venerable y especial, y por eso les consagro algunos renglones más que a otras cosas de acá, sabiendo que no le molesto a usted aunque no le diga nada que ignore.

      »El relojero Chaves murió años hace; pero queda la relojería donde siempre estuvo, tres puertas más abajo del bazar, lo mismo que usted la conoció. Su hijo, es decir, el del relojero, que es quien está al frente de ella, sabe tal cual su obligación; y, lo mismo que su padre, hace y vende jaulas y ratoneras, y compone cerraduras finas y rosarios, y cura por el método Le-Roy, muy acreditado aquí.

      »La tienda verdaderamente nueva para usted en los Arcos, es la de un sastre riojano que vino a Villavieja hará cosa de seis años. No lo hace mal, y presta un gran servicio a los villavejanos que, sin pedir primores ni mucho menos, nos veíamos y nos deseábamos antes para vestirnos fuera de aquí; porque pensar que los otros dos sastres que usted conoció y aún quedan, salieran de sus medidas con tiritas de papel, de sus perneras acampanadas y de sus faldones con frunces, era pensar los imposibles.

      »También ha mejorado algo el estilo de nuestros zapateros; pero poca cosa.

      »Vive todavía Gorrilla el platero, y en su mismo tenducho lóbrego de la Rinconada de la Colegiata. Allí le verá usted cuando venga, detrás del vidrio roñoso (en el que continúan colgados de un alambre horizontal los mismos tres pares de pendientes de plata y el mismo sonajero y la misma colección de sortijas usadas), con la cabeza gacha y la cara tapada por la visera enorme de su gorra de nutria, medio pelada ya, ocupado en soldar con el soplete una cosa que siempre parece la misma, con la puerta cerrada y sin un marchante dentro ni fuera, ni tampoco en las inmediaciones, yendo o viniendo. ¡Y dicen que vende y que gana, y hasta que tiene mucho dinero! Lo tendrá; pero dudo que lo haya adquirido con el oficio.

      »Y ya que ando tan cerca de la Colegiata, no quiero irme a otra parte con el relato, sin presentarle a usted su buen amigo, y mío y de todo el mundo, don Adrián Pérez, tan entero y tan campante como si no pasaran años por él, en su sempiterna farmacia de la Plazoleta y frente por frente del pórtico del templo, con su levita negra de largos faldones, desabrochada siempre; su chaleco, negro también, abotonado hasta el pescuezo, y éste muy liado en una corbata de tres vueltas, negra igualmente, y de seda, sin asomo de cuello de camisa por ninguna parte (aunque sí del cordón del escapulario por debajo del cogote, muy a menudo, o por encima de la nuez), y su sempiterno gorro de terciopelo sobre la cabecita (solamente gris todavía, a pesar de sus setenta y cinco muy corridos), sobándose a cada instante el codo izquierdo con la mano derecha, hablando poco, mirando risueño y sin apresurarse, ni asombrarse, ni conmoverse, ni disgustarse, ni mucho menos enfadarse por nada. Es, como ha sido siempre, la encarnación viva de la parsimonia y del bienestar, en la mejor farmacia del mejor de los pueblos del mejor de los mundos posibles. De la botica no hay que decir que sigue las leyes de su boticario: los mismos tarros de porcelana con los propios nombres en latín abreviado; la misma Virgen de las Mercedes, patrona especial del establecimiento, en su hornacina de caoba, encaramada en lo alto y principal de la estantería, es decir, en el Ojo, el «ojo» a que se endereza la pedrada del refrán; el mismo pildorero de castaño con sus enroñecidos trastes de hierro; el mismo cazo para los cocimientos, la misma tijera para cortar el baldés de los confortantes de siempre, y hasta el mismo papel emborronado, de planas, comprado a lance a los chicos de la escuela, para sus cucuruchos de píldoras y envolturas de medicamentos en polvo.

      »La novedad única (a lo menos para usted) de esta botica, es el hijo del boticario, y boticario él también de cinco o seis años acá. Es un bigardón de los demonios, que tan pronto le parece a usted blanco como negro, hábil como inepto, aquí listo y allá simple. Pica en muchas cosas, y aún no he podido averiguar hacia cuál de ellas le arrastran sus verdaderas aptitudes. Parece, por de pronto, de buen acomodar, y ayuda a su padre en la botica con los mejores deseos.

      »Excuso decir a usted que en este rinconcito de Villavieja es donde mejor ha caído la noticia de la próxima venida de usted, no porque afirme que ha caído mal en otras partes, sino porque de la cordialidad con que le quiere a usted y a cuanto le pertenece este bonísimo sujeto, respondo con el pellejo, y no me atrevo a tanto con los demás. Bien sabe usted cómo abundan aquí la carcoma y los celillos de clase; y aunque todos los Bermúdez, por dicha suya y desgracia de Villavieja, han sabido aislarse en su nido de Peleches de las intriguillas y miseriucas de acá abajo, al cabo es usted Bermúdez, tiene mucho dinero y raya más alto que nadie entre todos los villavejanos, aunque no se proponga rayar. En fin, ya me entiende usted.

      »Como la pintura que voy rasgueando no ha de ser escrupulosa estadística para gobierno de la dirección de Contribuciones, sino cosa muy diferente, hago caso omiso de los demás ramos mercantiles e industriales