Jose Maria de Pereda

Al primer vuelo


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sus caseríos salpicados, después alturas grises y alturas verdes, y sierras peladas y montes obscuros... ¿Veis una rayita blanca, allá lejos, que culebrea un ratito en el contorno de la vega y luego se pierde entre dos cerrillos? Pues es el camino real. ¿Veis otra rayita que cruza la vega por este lado de la izquierda, en dirección a los mismos dos cerros en que se pierde el camino? Pues es la senda que une a Villavieja con él. Por ahí vinimos anoche nosotros; sólo que al llegar a la entrada de la villa, tomamos otro camino que sube a Peleches por esta ladera... Vedle aquí arrastrándose debajo del mismo balcón en que estamos... ¿Eh? ¿Qué tal? Me parece, señora serrana, que aquí no hay negruras que maten ni asusten a ciertos corazoncitos temerosos y delicados... Bien claro, abierto, luminoso y variado es por donde quiera que se mire todo ello... Vamos, diga usted que sí o que no, como Cristo nos enseña.

      —¿E de zu mercé la vega tamién?—preguntó Catana a su amo, en lugar de responderle.

      —Una buena parte de ella—contestó Bermúdez un poco amoscado—. Pero ¿qué tiene que ver lo uno con lo otro? ¿Lo barruntas tú, Nieves?

      Nieves, que toda era ojos y respiración, para gozar a sus anchas de la luz y los aromas de que estaba inundada la campiña, adivinando la malicia envuelta en la pregunta de Catana, contestó a la de su padre, sonriéndose con la rondeña:

      —Es una salida como otras suyas, por no mentir. Teme que lo sientas si te dice que no la gusta... por lo menos tanto como...

      —Como la Serranía de siempre, vaya,—concluyó don Alejandro.

      —Ezo igo yo,—confirmó Catana, mirando a Nieves con la cabeza algo gacha.

      —¿Y tú también eres de su parecer, hija mía?

      —Yo no, papá,—contestó Nieves al punto y sin la menor traza de engañarle—. Es decir: por de pronto, me gusta esto mucho, muchísimo; lo que hay es que no conozco lo otro que le parece mejor a Catana, y pudiera serlo. ¿No es así, Catana?

      —Asín,—respondió Catana, acentuando la palabra con la cabeza.

      —Pues ahora mismo voy yo a poner a su señoría macarena—dijo Bermúdez empujando hacia dentro a las dos mujeres—, delante de algo que no se pueda ver desde allá por mucho que levante la jeta el serrano de más alzada... ¡Canástoles con los melindres de mi abuela y el pujo de la comparación!... Por el pasillo de la derecha hasta la puerta de enfrente... Esta pieza, Nieves, no te la quise enseñar anoche, porque aún estaba arreglándose cuando te fuiste a acostar: ya te lo dije. Es donde más se ha esmerado don Claudio, y la que más le ha dado que hacer después de tu gabinete. Se ha empapelado, pintado y casi tillado de nuevo... Mírala. Aquí tienes el piano, los avíos de pintar y de hacer labores, libros, dibujos... en fin, tu taller de artista y tu saloncillo de mujer hacendosa. Ahora no hagas más que pasar y mirar, y ni siquiera me des las gracias que se te están escapando por los ojos y por la boca. La cosa, en primer lugar, no vale la pena, y, en segundo, venimos aquí por otras muy diferentes... A la una, a las dos... ¡Ahí está eso, y muérete ya, gitana, porque te ha llegado la hora!... Más afuera todavía las dos: aquí, en la misma barandilla del balcón... Eso es. ¡Mirad, y hartaos!

      Nieves prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo, y Catana, con los ojos muy abiertos, se quedó como una estatua. Don Alejandro se gozaba como un chiquillo en el éxtasis de las dos.

      —¡Échate leguas de mar!—comenzó diciéndolas—, por el frente, por la derecha, por la izquierda: infinito por todas partes, menos por ésta en que está el palco de Peleches para recrearse los Bermúdez en contemplar esa maravilla de Dios... Y no se me salga ahora con que se ha visto la mar en Cádiz o en Bonanza, ¡canástoles! porque no admito la comparación. Mar será ella, como son mares otras muchas que se pudieran citar; pero no son esto, ni por lo grande, ni por lo hermoso, ni por estar como colgadito del tejado, a la misma puerta del balcón, para deleite de los ojos al abrirlos en la cama. Y que no vale mentir... ¿Ves ese antepecho de la derecha, Nieves? Pues es uno de los dos claros que tiene tu gabinete. ¿Ves este otro de la izquierda? Pues corresponde al gabinete que tiene la entrada por el comedor... el reservado para lo que tú sabes... De manera que no me salgo de lo cierto al deciros que desde la misma cama se puede recrear la vista en este asombro. Llano y sosegadito está ahora como el cristal de un espejo, y gusto da ver cómo saltan y centellean en él las chispas del sol que va subiendo poco a poco; pero no sé si os diga que le prefiero y me gusta más cuando se le hinchan las narices... ¡Ah, lagartija de secano! Aquí te quisiera yo ver cuando esa llanura se encrespa y ruge y babea y comienza a hacer corcovos, y echa las crines al aire, y no cabe ya en su redondel, y embiste contra las barreras bramando a más y mejor, y se esquila canto a canto, y vuelve a caer, y vuelve a embestir por aquí, por allá y por cincuenta partes a un tiempo... ¡Dios, qué rugidos aquéllos, y qué espumarajos y qué!... Entonces no es azul como ahora, ¡quiá!... las iras la vuelven cárdena... En fin, que tiene mucho que ver... Y a todo esto y por mucho que la mar se embravezca, el puerto, aquel rinconcito de la izquierda, lo mismo que un vaso de agua. Y se explica bien: sus contornos interiores son como dos curvas de un paréntesis: la una, la de allá, mucho más saliente que la otra; de manera que resulta por aquel lado una muralla, un cabo que sirve de rompeolas del noroeste, que es de donde vienen siempre los grandes temporales de esta costa; y como los de Levante son rarísimos, haceos la cuenta de que dormir en este puerto es como dormir en la cama.

      —Pero ¿dónde están los barcos?—preguntó Nieves.

      —¿Qué barcos, hija?

      —Los del puerto. No veo ninguno.

      —Eso es harina de otro costal... ¿No recuerdas lo que, a este propósito, te leí en Sevilla, de la carta de don Claudio?

      —Es verdad: que no hay más que un vapor... cuando le hay. Pues ahora no está.

      —No lo sabemos; porque el saliente de la torre nos impide ver el fondeadero, que está muy arrimado a la villa. Desde la otra fachada lo veremos con lo que nos falta que ver de todo el panorama circundante...

      —¡Ay, papá!—exclamó Nieves de pronto—, ¡lo que yo gozaría correteando en un barquichuelo por esas llanuras tan azules!

      —¡Cabá!—saltó la rondeña estremeciéndose—: pa que la niña ze malograra a lo mejó...

      Soltó una risotada el tuerto Bermúdez y dijo:

      —Me gusta que te tiente ese deseo, Nieves, y te prometo satisfacértele muy a menudo, sin los riesgos que asustan a Catana... Mira un vapor...

      —¿En dónde?

      —En el horizonte... Fíjate bien en el punto que yo señalo.

      —Ya le veo... ¿Le ves tú, Catana?

      —No le veo, niña.

      —¿No ves un penacho de humo sobre una mancha negra?

      —¡Ajáa! Ahorita le guipé...

      —Y ¿no veis más acá unas motitas blancas, como triangulitos de papel?

      —Sí que las veo,—respondió Nieves.

      —Pues son lanchas de pescar.

      —¡Tan allá?

      —¡Yo lo creo!

      —Y ¿de dónde son?

      —De los puertos de esta costa... Dios sabe de cuál de ellos... Porque ¡cuidado que es línea larga, eh?... Vete pasando la vista sobre ella de extremo a extremo... Lo menos cuarenta leguas.

      —¡Jezú!

      —Y no rebajo una pulgada, señora rondeña... Y a propósito, ¿para cuándo deja usted el morirse? ¿Por qué no se ha muerto ya?

      —¿De qué, zeñó?

      —De asombro.

      —Con la venia de zu mercé—contestó la serrana—, me queo un ratico má: jasta el otro espanto.

      —¿Cuál?

      —El