y la consiguiente falta de medios materiales contribuyeron a la deficiente formación del clero, pues muchas diócesis no tenían aún Seminarios Conciliares o carecían de presupuesto para su buen funcionamiento. El Concordato de 1851 trató de poner remedio, para que las diócesis tuviesen «al menos un seminario suficiente para la instrucción del clero» (art. 28).
Se trató, también de acuerdo con el Concordato, de arreglar la situación económica fijando las asignaciones estatales para el sostenimiento de Culto y Clero, en razón de los bienes eclesiásticos desamortizados. Pero la inestabilidad de los gobiernos, las crisis financieras del Estado a lo largo del siglo XIX, y la desorganización civil administrativa, iban sumiendo al clero en la penuria. La retribución estatal empeoró a lo largo de las décadas. Y esta situación, indirectamente, se reflejaba en el nivel social de las personas que ingresaban en los Seminarios.
122 AGP, P04 1974, II, p. 398.
123 Meditación del 14-II-1964.
124 Cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 109.
125 AGP, P03 1975, p. 218. Citado por Álvaro del Portillo, Sum. 104; cfr. Javier Echevarría, Sum. 1834; Encarnación Ortega, PM, f. 30v.
126 Apuntes, n. 179, nota 193.
127 Apuntes, n. 127; cfr. Forja, n. 582. El testimonio de Mons. Pedro Cantero nos hace entender cómo conservaba en su pureza la vocación sacerdotal doce años después de haber entrado en el seminario: «Comprendí [en 1930] que Josemaría era un sacerdote con un gran espíritu de oración y Amor de Dios y con una gran entrega. Lo que más me edificaba era, sin duda, esa entrega a Dios. Siendo un hombre de unas condiciones humanas excepcionales para destacar en muchas actividades, yo le veía desprendido de todo: había dejado todas las cosas completamente, incluso cosas legítimas como las que pertenecían a lo que llamábamos, en aquel tiempo, “hacer carrera eclesiástica” . No tenía ninguna aspiración de brillo humano y no le movía otro pensamiento que la plena dedicación al servicio de la Iglesia, dónde y en el modo en que Dios le había llamado» (Pedro Cantero, AGP, RHF, T-04391, p. 5).
128 Meditación del 14-II-1964.
129 Apuntes, n. 1594.
130 María del Carmen Otal Martí, AGP, RHF, T-05080, p. 3; cfr. también Joaquín Alonso, PR, p. 1690.
131 AGP, RHF, D-09678. El documento original está en el Archivo diocesano de Calahorra. En la hoja manuscrita de la instancia al Sr. Obispo va, también manuscrita, la petición de información del Ordinario al Rector del Seminario y la respuesta de éste.
132 Ibidem.
133 Cfr. AGP, RHF, D-09678. La anotación original está en el Libro de Decretos Arzobispales —que es un Libro de Registro iniciado en 1919— en el fol. 156, nº 1.489. Este Libro estaba archivado en la Notaría Mayor del Arzobispado pero, posteriormente, fue trasladado, junto con todos los documentos de esa Notaría, al Archivo diocesano de Zaragoza.
134 Cfr. AGP, RHF, D-03296-3. Don Carlos, a petición de su hermana —doña Dolores— facilitó la entrada del sobrino en el Seminario (cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 126). Antes de salir para Zaragoza, Josemaría había obtenido media beca de estudios, que debió pedirla tío Carlos, el Arcediano (cfr. Apuntes, n. 1748).
1. El Seminario de San Carlos
En 1960, en el discurso de investidura como Doctor honoris causa, que le fue conferido por la Universidad de Zaragoza, don Josemaría trajo a la memoria de los asistentes al acto académico lo que habían sido para él recuerdos imborrables de tiempos ya lejanos:
Años transcurridos a la sombra del Seminario de San Carlos, camino de mi sacerdocio, desde la tonsura clerical recibida de manos del Cardenal don Juan Soldevila, en un recogido oratorio del Palacio Arzobispal, hasta la Primera Misa, una mañana a muy temprana hora, en la Santa Capilla de la Virgen 1.
Al Seminario de San Carlos perteneció hasta el día de ordenarse sacerdote. En la Hoja personal del seminarista el Rector del Seminario anota de su puño y letra que ingresó el 28 de septiembre de 1920 2. Cuatro años y medio, justos y cabales, duró su adscripción al San Carlos, pues Josemaría recibió el presbiterado el 28 de marzo de 1925.
En Zaragoza funcionaban por entonces dos seminarios de preparación para el sacerdocio: el Seminario Conciliar y el de San Carlos. Los colegiales de ambos centros hacían juntos los estudios eclesiásticos en la Universidad Pontificia, cuyas aulas ocupaban la planta baja de un edificio de la plaza de la Seo, al lado del palacio arzobispal. La historia y el carácter del caserón del San Carlos, donde residió Josemaría de 1920 a 1925, son gemelos a los del Viejo Seminario de Logroño. Había sido, desde 1558, residencia de jesuitas. Tenía cuatro plantas y un espacioso patio interior, con una amplia iglesia, de bellos estucos y labor barroca, adosada posteriormente al edificio 3. Locales e iglesia fueron incautados tras la expulsión de los jesuitas en 1767, y cedidos luego por Carlos III para fundar el Seminario Sacerdotal de San Carlos Borromeo, cuyo objetivo no era educar a los muchachos y hacer de ellos virtuosos seminaristas. La finalidad de ese Real Seminario era de más altos vuelos: se proponía la mejora e ilustración del clero, empresa muy propia del Siglo de las Luces. Los miembros que lo componían eran todos doctos sacerdotes seculares, con prestigio y conocimientos. Dependían directamente del Arzobispo y se les encomendaban tareas especiales, tales como la preparación de las visitas pastorales del prelado, los exámenes de ordenandos, o asistir en la concesión de licencias.
A la vuelta de un siglo, conforme se fueron apagando las luces de la Ilustración y se acabaron los dineros, aquel viejo instituto quedó reducido a media docena de sacerdotes, que se refugiaron en la segunda planta y atendían los servicios de la iglesia 4. Así las cosas, en 1885 regía la archidiócesis don Francisco de Paula, Cardenal Benavides, quien tuvo la idea de crear un seminario para estudiantes pobres. Haciendo sus cuentas el cardenal, vio que disponía, además de los recursos económicos del patrimonio del San Carlos, de varios corredores de habitaciones vacías, en las que bien podían cobijarse un centenar de muchachos. Porque era evidente que al pequeño grupo de prestigiosos clérigos —conocidos por “los señores de San Carlos” — le venía más que sobrado tan enorme conjunto de habitaciones. Con gran rapidez llevó a cabo el proyecto, inaugurándose el nuevo seminario, con cincuenta y dos alumnos becarios, el 4 de octubre de 1886. Por desgracia, los cálculos del Cardenal Benavides eran demasiado optimistas. No era el prelado sólido administrador ni tenía experiencia empresarial; tenía tan sólo muy laudables intenciones. Comenzaron a lloverle enseguida dificultades e imprevistos. No habiéndose ocupado antes del profesorado, se acordó precipitadamente, por parte de las autoridades, que los seminaristas asistieran, con carácter interino, a las aulas del Seminario Conciliar 5. Fórmula transitoria que el tiempo se encargó de hacer consuetudinaria.
También echó de ver el cardenal que, una vez logrado «el caritativo fin de dar asilo a los muchos jóvenes de familias pobres, que inspirados por Dios llaman a las puertas del Santuario, con la noble aspiración de ser alistados a las filas levíticas» , sus protegidos carecían de normas disciplinares. Esto tenía más fácil remedio. Personalmente se ocupó de redactar un Reglamento, que apareció en enero de 1887. En el preámbulo, dirigido «al Rector, Directores y alumnos de nuestro Seminario de pobres de San Francisco de Paula» , expresa el deseo de que esas reglas sirvan para el buen gobierno de dicho seminario, «que tanto alienta nuestro abatido espíritu, con las fundadas esperanzas que el mismo nos ofrece» 6.
Pero el “Seminario de pobres” arrastró una vida lánguida. De manera que al morir el Cardenal Benavides en 1895, el arzobispo Alda, su sucesor, se propuso sanear las finanzas de la institución. Dejó de convocar oposiciones a becas y comenzó a admitir también seminaristas de pago. Así, pues, el San Francisco de Paula, o “Seminario de pobres” , se conoció, de allí en adelante, con el nombre genérico de San Carlos, nombre que utilizaremos para mayor claridad. En poco o en nada se diferenciaba ya del Conciliar,