en quienes la estupidez ingénita o los hábitos viciosos, llegados a la extrema depravación, han borrado casi del todo el carácter de seres racionales.
Mucho parece que nos vamos alejando de Pereda, y, sin embargo, esta que parece digresión, era de todo punto necesaria para entender cómo Pereda, que tiene a gala el ser realista, ha rechazado con indignación en varios prólogos suyos toda complicidad con los naturalistas franceses. Pero si del naturalismo se separa todo lo que contiene de elementos positivistas y fatalistas, y se separa también la protesta y reacción violenta contra el idealismo mujeril y enteco de los Feuillet y de otros novelistas de salón, a quienes Zola (y también Pereda) parece tener entre ceja y ceja, lo único que queda de él es una afirmación realista incompleta y una técnica minuciosa y detallista, que Pereda no puede condenar, puesto que la practica él mismo.
Y, sin embargo, Pereda hace bien en no llamarse, ni querer que le llamen, naturalista, no sólo porque él es realista a la buena de Dios y reduce toda su estética a la proposición de sentido común de que el arte es la verdad, sino porque cuando él empezó a escribir sus Escenas Montañesas, coleccionadas ya en 1864, ni existía el naturalismo como escuela artística, ni tal nombre se había pronunciado en España, ni estaban siquiera escritas la mayor parte de las obras capitales del género, en el cual yo no incluyo, sino con grandes li mitaciones, las de Balzac, ni muchísimo menos los caprichos psicológicos de Stendhal, que ni en su tiempo, ni ahora ni nunca, han podido formar escuela, ni tienen cosa alguna que ver con las novelas de Zola, por más que éste, en su afán de buscar progenitores, le incluye entre los suyos, con evidente falta de sentido crítico.
Pereda, pues, cuando en época ya muy lejana (hacia 1859) empezó a publicar sus cuadros de costumbres en La Abeja Montañesa, de Santander, no conocía ni aun de oídas a Flaubert, y no podía adivinar a Zola, que no había escrito, probablemente, ni una línea de sus obras. De donde resulta que, si a toda costa se quiere alistar a Pereda entre los naturalistas, habrá que declararle un naturalista profético y darle por antigüedad el decanato de la escuela.
La verdad es que Pereda, ni entonces ni ahora, hizo otra cosa que seguir los impulsos de su peculiarísima complexión literaria, ni se mostró jamás ansioso de teorías y novedades, ni reconoció nunca otros maestros que la hermosa naturaleza que tenía enfrente y el estudio de nuestros clásicos, de quienes heredó, sin afectación de arcaísmo, el buen sabor de su prosa, tan castiza y tan serrana. Y tan cierto es esto, que casi me da vergüenza haberme detenido (siguiendo la corriente) en hablar tanto de literatura extranjera, cuando me pro pongo hacer el debido encomio de uno de los escritores más españoles que han florecido en el presente siglo. ¿Quién sabe si dentro de cincuenta años todas estas discusiones de naturalismo y realismo parecerán tan anticuadas e impertinentes como la antigua cuestión de clásicos y románticos? ¿Quién sabe si entonces sus mismos admiradores de hoy se acordarán de Zola ni de los Goncourt, y que, si se acuerdan, dejarán de convenir con nosotros en que tales autores y tales libros, como todo lo que es exagerado, monstruoso o violento, compraron, a costa de las esperanzas de la inmortalidad, la boga pasajera del escándalo? ¿Quién sabe si en las apologías que han hecho de tan pobre doctrina ingenios españoles muy dignos de profesar otra más elevada, no ha entrado por mucho el anhelo de la singularidad, el odio a los lugares comunes y a las opiniones recibidas? ¿Cómo se comprendería si no que tan de buen grado hubieran abierto las puertas a una doctrina tan anticuada y vulgar como la de la imitación de la naturaleza, retrogradando hasta el abate Batteux y su sistema de las Bellas Artes reducidas a un principio, como si tal principio pudiera aplicarse, aun con esfuerzos singulares de ingenio, a la música y a la arquitectura y a la poesía lírica, y como si no quedasen también fuera de ese círculo vil todas las grandes concepciones teogónicas y mitológicas, de las cuales vive la poesía épica, todas las grandes construcciones del arte simbólico, todas las maravillas de la escultura y de la tragedia atenienses, artes ideales por excelencia, y con ellas la comedia fantástica o aristofánica, y todo el mundo encantado de los antojos humorísticos de Rabelais, de Quevedo, de Swift, de Sterne, de Juan Pablo, que acaban por anular la realidad exterior, reprimiéndola o exaltándola, hasta reducirla a un capricho imaginativo, en el cual se desborda sin diques la personalidad omnipotente del poeta? ¿Será malo todo esto porque es idealismo? ¿O habremos más bien de confesar que es endeble y raquítica una teoría que procede como si en el mundo no existieran ni hubieran existido más artes que el drama burgués y la novela de costumbres domésticas y prosaicas, y como si no vivieran en el alma humana (pese a quien pese) mil anhelos de belleza ideal, hambrientos e insaciables, que jamás encontrarán su satisfacción en la pintura, por muy perfecta que la supongamos, de un lavadero, de una taberna o de un mercado? ¿Qué estética es ésa, dentro de la cual no son posibles ni Fidias, ni Sófocles, ni Dante? ¡Sobre qué cabezas van a parar los anatemas anti-idealistas!
Verdad es que llegado el caso, y a true que de aumentar con nombres ilustres el catálogo de los suyos, no se paran en barras los naturalistas de acá ni los de allá, llegando a enumerar en el recuento de sus huestes (que debían componerse sólo de fieles observadores de la realidad) a los humoristas más excéntricos y personales, sólo porque descubren en ellos groserías y pormenores crudos, como si nada de esto tuviera que ver con el punto de la dificultad, y como si no fuera cosa muy hacedera ser a un tiempo grosero e idealista. Y no reparan que si en el mundo no hay Amadises, tampoco hay Gargantúas ni Pantagrueles, porque las caricaturas gigantescas no son más que idealizaciones sui generis, siendo bajo este aspecto tan ideal un Sueño de Quevedo como una tragedia de Esquilo o unos tercetos de Dante. A nadie se le persuadirá que don Francisco de Quevedo, que era en prosa y en verso un poeta lírico antes que todo, idealizador de lo feo, como quien miraba la miseria con vidrios de aumento, hizo la figura de ningún avaro real ni posible en su Licenciado Cabra. El Euclion de Plauto o el Harpagon de Molière, tipos abstractos, creados para demostrar una máxima ética, están, con todo eso, más cerca de la vida que el personaje quevedesco, lo cual no quita nada a la excelencia de este último; antes, a mi entender, la aumenta.
Casi parece una perogrullada decir que por el camino idealista se pueden hacer obras maestras; pero tal es la intolerancia de la crítica al uso, que nos obliga a reforzar esa verdad tan obvia. Es más: a quien nació idealista, es decir, con un exceso de vida espiritual propia, que tiñe con sus matices el espectáculo de lo real, será siempre en vano predicarle que tome por otra senda, como será no menos imposible empeño apartar de la suya al que, escaso de facultades imaginativas, ve las cosas como son, y les aplica el menor grado de transformación artística posible.
Todo lo que va escrito (y que por lo mismo que es tan verdadero, es poco nuevo), servirá, entre otras cosas, para que los abogados oficiosos del naturalismo me apliquen de fijo los blandos calificativos de ignorante y aun de idiota con que suelen favorecer a todos los que no confiesan paladinamente que, desde el padre Homero hasta nuestros días, no se ha producido cosa más perfecta y admirable que La Faute de l'abbé Mouret o cualquier otro mamotreto por el estilo. Pero yo, que tengo mejor idea del gusto de esos señores que el que ellos tienen de los críticos idealistas, y sé, por otra parte, que esa alharaca no ha de durar arriba de una docena de años, para entonces los emplazo (si es que para entonces vivimos), apelando de su juicio de hoy al de aquel día venidero. Y vamos andando.
Lo que importa dejar consignado es que si Pereda no debe ser tenido por naturalista en el sentido francés de la palabra, quizá la principal razón de esto sea su propia naturalidad y el sano temple de su espíritu. Porque lo cierto es que no conozco escritores menos naturales y más artificiosos que los que hoy pretenden copiar exclusiva y fielmente la naturaleza. Todo es en ellos bizantinismo, todo artificios de decadencia y afeites de vieja, todo intemperancias coloristas y estremecimientos nerviosos en la frase. Si ese estilo es natural, mucho debe de haber cambiado la naturaleza al pasar por los boulevards de París. A la vista salta que la naturaleza y la realidad no son en el sistema de Zola y sus discípulos más que un par de testaferros, tras de los cuales se oculta un romanticismo enfermizo, caduco y de mala ley, donde, por sibaritismo de estilo, se rehuye la expresión natural, que suele ser noble, y se persigue con pésima delectación y artificio visible la expresión más violenta y torcida, por imaginar los autores que tiene más color. ¡Y cuánto suelen engañarse!
Precisamente