Jose Maria de Pereda

Los Hombres de Pro


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naturaleza. Y tienen razón, si esto se entiende como en oposición a naturalista de escuela.

      Bajo dos aspectos principales puede y debe considerarse a Pereda: como autor de artículos o cuadros sueltos de costumbres, y como novelista. La segunda manera es una evolución natural de la primera, o más bien no es otra cosa que la primera ampliada.

      No hay género más difícil que el de costumbres, ni otro ninguno tampoco a que con más audacia se lleguen todos los aventureros y escaramuzadores de la república de las letras. Aun en los críticos reina extraña confusión sobre la índole y límites de este modo de escribir, relativamente moderno. Y no porque hayan escaseado los pintores de costumbres desde los tiempos de la comedia griega hasta nuestros días, sino porque la descripción de tipos y paisajes no era en ellos el principal asunto, apareciendo sólo como accesorio de una fábula dramática o novelesca. Así, en España, no son, hablando con todo rigor, cuadros de costumbres, ni las insuperables escenas de la Celestina y sus continuaciones, ni las mismas novelas picarescas, aunque suelen no tener más acción que la que les presta la vida del héroe. Sólo Cervantes, en Rinconete y Cortadillo, dió el primero y hasta ahora no igualado modelo de cuadro de costumbres. Allí la acción es poca o nula, y todo el exquisito primor de aquel rasgo se cifra en la acabada y realista pintura de los héroes de la cofradía de Monipodio. Desde Cervantes existe, pues, el cuadro de costumbres, con jurisdicción independiente de la novela y con formas variadísimas. A veces conserva un resto de acción, no más que la suficiente para mover los personajes; otras acude a invenciones fantástico-alegóricas; otras se limita a describir con cuatro indelebles rasgos un carácter. En este sentido, La Bruyère es un grande escritor de costumbres, aunque no hiciese verdaderos cuadros.

      En España fue cultivado este género más o menos incidentalmente por Quevedo (prescindo de la finalidad política de algunos de los Sueños); por Liñán y Verdugo en su Guía y aviso de forasteros (obra donosísima, que me duele ver olvidada en las reimpresiones que nuestros modernos bibliófilos hacen de los libros antiguos); por Luis Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo, y por Baltasar Gracián en muchas partes de su Criticón, donde anda mucho oro de ley mezclado con escorias infinitas. Pero más de propósito describieron tipos y costumbres Salas Barbadillo (feliz imitador de Cervantes, hasta beberle los alientos) en varias obras suyas, especialmente en El Curioso y Sabio Alejandro; don Juan de Zavaleta en su Dia de fiesta, más encomiado en nuestros días que lo que merece su estilo afectado y tétrico, apenas realzado sino por dotes de observación superficial, y Francisco Santos, que en su Día y noche de Madrid todavía se muestra más culterano y enigmático que su modelo.

      La pintura de costumbres, que pareció morir en el siglo pasado con don Diego de Torres, imitador poco dichoso del inimitable Quevedo, y con don Ramón de la Cruz, cuyos sainetes son, por la mayor parte, cuadros en diálogo (¡tal es la sencillez de su fábula!), hase renovado en la edad presente con brillo no pequeño, aunándose a las veces el influjo de extranjeros modelos con la tradición castiza. Así, don José Somoza, amigo de Quintana, y uno de los últimos escritores de la gloriosa escuela salmantina, pero libre de los pecados de afectación, que en los poetas líricos a veces la desdoran, mostró en sus cortos y delicados bosquejos alguna reminiscencia de los humoristas ingleses (principalmente de Sterne), unida a exquisita sobriedad de estilo y a un sentimiento que no degenera en sensiblería. Así, el ejemplo del hoy tan olvidado Jouy en L'Ermite de la Chausée d'Antin, fué despertador para que Mesonero Romanos comenzara su Panorama Matritense, a pesar de lo cual su obra es muy española en pensamiento y aun en estilo, sin que falten cuadros, como el de Madre Claudia, donde la inspiración está directamente bebida en nuestros clásicos del siglo, XVI. Muy superior a Mesonero en la pureza, abundancia y gallardía de la lengua, objeto para él de fervoroso culto, y superior también en facultades descriptivas y en intensidad y viveza de rasgos típicos, se mostró don Serafín Estébanez Calderón (El Solitario), uno de los escritores más castellanos de estos tiempos, si no en la elección de cada palabra, a lo menos en el giro y rodar de la frase; cosa que vale mucho más y es harto más rara, como discretamente ha hecho notar el moderno y elocuente panegirista de las Escenas andaluzas, libro para el cual la posteridad ha llegado muy tarde, como si las aficiones arcaicas del bibliófilo Estébanez hubiesen levantado un muro entre el escritor y su público, que sólo a medias podía disfrutar de aquel primoroso engarce y taracea de piedrezuelas antiguas de las fábricas de Hurtado de Mendoza y de Quevedo; labor sabia y paciente más digna de admiración que de ser propuesta por modelo.

      No sabía tanto la hija de Böhl de Fáber; pero así en los que llama cuadros de costumbres, como en muchas de sus novelas, donde la acción es escasa y los personajes y las escenas de familia lo son todo, rayó tan alto como el que más en este linaje de escritos, aunque no estaba inmune de cierto sentimentalismo a la alemana o a la inglesa, enteramente extraño a la índole de las escenas que describe, ni tampoco se libraba del inmoderado afán de declamar a todo propósito, y de interrumpir sus mejores cuentos con inoportunos si bien encaminados sermones. Gran cosa es el espíritu moral y la pureza de ideas; pero no ha de mostrarlos el novelista por su cuenta y disertando (como no sea en alguna breve sentencia), sino infundirlos calladamente en el total de la composición y hacerla religiosa y moral, sin que la moral se anuncie ni inculque en cada página.

      Así y todo, aun los más prevenidos contra aquella índole literaria tan angelical y tan simpática, ante quien toda crítica enmudece, no podrán menos de reconocer a la insigne dama andaluza, autora de Clemencia y de La Gaviota, el mérito supremo de haber creado la novela moderna de costumbres españolas, la novela de sabor local, siendo en este concepto discípulos suyos cuantos hoy la cultivan, y entre ellos Pereda, que afín además por sus ideas con las de Fernán Caballero, se ha gloriado siempre de semejante filiación intelectual.

      Nótase, pues, en los primeros cuadros de Pereda (salvas radicales diferencias de temperamento, que pueden reducirse a la sencilla fórmula de «más vigor y menos ternura») la influencia de Fernán Caballero, y nótase también la de otro discípulo suyo (vecino de la Montaña por su nacimiento), el cual, con cierta candidez de estilo, que al principio pareció graciosa y luego se convirtió en manera, vino a exagerar el optimismo de la célebre escritora, empeñado en ver las costumbres populares sólo por su aspecto ideal y poético. Malos vientos corren hoy para esa literatura patriarcal; pero aun conserva Trueba su público infantil, y además, ¿quién se atreverá a negar en todo el ámbito de las Provincias Vascongadas la exactitud de sus pinturas, que nos muestran allí un terrestre paraíso?

      Trueba, que por los años de 1864 se hallaba en el apogeo de su fama, fué el encargado de hacer el prólogo de las Escenas Montañesas; tarea que llevó a cabo con buena voluntad, sin duda, a pesar de la muy poca que él (como buen encartado) tiene a los montañeses, y aun con cierto entusiasmo por la persona del autor; todo lo cual debe constar aquí en honra y alabanza del prologuista, a lo menos para que los paisanos de Pereda le perdonemos de buen grado aquellas variaciones sentimentales sobre las vulgarísimas mujeres (vulgo pasiegas) que hacen granjería con el néctar de sus pechos, y sobre los mendigos (montañeses, por supuesto) que explotan el carácter hospitalario y caritativo del pueblo vascongado. ¡Y luego nos concede como por misericordia que formamos parte de la heroica Cantabria, aunque de fijo fuimos los sometidos! Que se lo cuente a sus paisanos los Autrigones, eternos aliados de los Romanos, a quienes azuzaban contra nosotros.

      Pero dejando para mejor ocasión a las pasiegas y a los Autrigones, y aun al hospitalario pueblo vascongado, no puedo dejar de hacerme cargo de la sinrazón artística con que el señor Trueba en ese prólogo acusa a Pereda de pesimista (aún no estaba inventado lo de naturalista), tildándole de fotografiar con marcada fruición lo mucho malo que la Montaña tiene, como todos los pueblos. Este cargo, repetido hasta la saciedad por otros críticos, dió ya motivo a una vigorosa réplica de Pereda en el prólogo de sus Tipos y Paisajes; pero como todos los lugares comunes, y más si son irracionales, traen aparejada larga vida, no es de temer que desaparezcan tan pronto del vocabulario de los críticos de Pereda los términos de sarcástico y pesimista, como tampoco aquellos otros de gran fotógrafo, ni siquiera el de Teniers cántabro. Ya he escrito en otras