los razonamientos ni las facecias influyen mucho en la resolución que cada prójimo toma según cuadra a su genialidad, temple y más o menos escrupulosa conciencia. Pero en la biblioteca que con poca dificultad pudiera formarse de obras relativas a esta materia, pesan y abultan mucho más las invectivas que las defensas. Sería grave error, sin embargo, tomar por lo serio y al pie de la letra muchas de esas diatribas, dándoles una transcendencia y alcance que las más veces no tenían en el ánimo de sus autores. La censura del matrimonio y de las mujeres ha sido en manos de los satíricos clásicos un lugar común, un motivo de chistes y de amplificaciones, como podía serlo el elogio del mosquito o de la pulga.
Observemos, no obstante, que nunca se multiplican ni recrudecen tanto las sátiras contra el matrimonio como en los tiempos de decadencia y senectud moral. No suele empezar la corrupción por las mujeres, pero el hombre les atribuye toda la culpa; y el vínculo natural y santo, que él huella y profana el primero, es a sus ojos la fuente y origen de todo mal. Hoc fonte derivata clades. En vez de acusarse a sí propio, acusa a la institución, acusa a la naturaleza; y entonces brotan, como indicios del malestar social, ásperas y desolladuras sátiras, al modo de la 6.ª de Juvenal, o livianos cuentos como los que manchan el Asno de Apuleyo, constituyen el fondo de los fabliaux de la Edad Media y corren en inagotable vena a regar los huertos de Boccacio y de todos los novellieri italianos, torpemente remedados por los franceses.
Dicho se está que no había de faltar en nuestros tiempos semejante literatura, como no faltó en los de la Roma imperial, ni en el siglo XIV (en que la barbarie no excluía la liviandad), ni en la Italia del siglo XVI, ni en la Francia del XVIII. Pero al reaparecer (si alguna vez faltó) el género anti-matrimonial en la moderna Europa, vistióse de nuevos paños, adoptó más grave arreo, tono más doctoral y circunspecto, propúsose dogmatizar y hacer análisis fisiológicos. Algo se corrigió en lo desmandado de la forma (sabido es que somos más pudibundos, aunque no más honestos, que nuestros abuelos); pero el veneno fué mayor, como destilado por alquitara. Más honda y corrosivamente ha influido esta literatura que todos los sarcasmos y verduras de otras épocas. Fría, impasible, calculadora como eco de una sociedad que era positivista antes que el positivismo tuviese una fórmula científica, ha agotado el arsenal de los sofismas ligeros, parto de esa lógica sin entrañas, con la cual el hombre pretende engañarse a sí mismo; pero sofismas de éxito seguro, porque hablan al egoísmo, cifra y compendio de todos los malos instintos de nuestra caída y pecadora naturaleza.
Yo bien sé que los libros son la expresión de la sociedad, y que la sociedad sólo a medias es discípula de los libros; pero ¿quién negará que cada uno de ellos es leña echada en el fuego de la concupiscencia, incentivo del general descreimiento, piedra en que tropiezan las voluntades mal inclinadas, ocasión nueva de desaliento para las voluntades marchitas? Por eso es obligación ineludible en el escritor cristiano y de bien ordenado entendimiento, aplicar su ingenio a la reparación del edificio social, lidiando por la familia, que es su primera y necesaria base. Y cuando ese autor es un novelista de primer orden, un pintor de costumbres como ha visto pocos nuestra Península desde Cervantes acá, un hombre de agudo ingenio, rico de observación, y en donaires y gracias de decir excelente, natural es que emplee el método fisiológico contra los fisiólogos, y que, convirtiendo la defensa en ataque, en vez de vindicar directamente el matrimonio, ponga y clave en la picota de la sátira a la cínica e infame soltería, que dice Jovellanos.
El libro que, como antídoto a los harto célebres de Balzac y de sus muchos y desafortunados imitadores, ha escrito el señor Pereda, pudo parecer pálido en los caracteres y poco interesante o animado en la acción. Quizá entraba esto en los propósitos del autor. Para personificar una plaga social, buscó un tipo insignificante, un Gedeón, egoísta, vulgar, sin ninguna cualidad dominante buena ni mala, que no es sabio ni tonto, ni hermoso ni feo, ni rico ni pobre, ni muy viejo ni muy joven, sin aficiones políticas ni literarias; un ser por excelencia prosaico, envuelto en las más ruines y mezquinas contradicciones de la vida. Todos sus desórdenes y malas andanzas son de escalera abajo. Lo singular del tipo está en su absoluta carencia de idealismo. Todo es vulgar en torno suyo: sus amigos, su criada, su manceba.
Y así debía ser para que el libro surtie se el efecto que el señor Pereda se propuso.
¿Qué solterón recalcitrante había de convencerse, en vista de las desdichas que sobre Gedeón atrajeran sus personales manías y rarezas, o una serie de casualidades novelescas regidas por la mano del autor y no por el curso ordinario de las cosas humanas? Gedeón tiene de hombre lo bastante para no ser una idea pura; en lo demás puede pasar por el substratum de una clase entera, de las más numerosas, por desgracia, entre los hijos de Adán. Es la encarnación del egoísmo, pero de un egoísmo bourgeois, que no afecta proporciones titánicas ni colorido trágico.
La sobriedad de la acción sólo parecerá pobreza a quien considere El buey suelto, no como una novela (que no pensó en tal cosa el autor), sino como una serie de cuadros en que externa e internamente se va desarrollando la mala vida del héroe. Cada capítulo trae nuevos personajes y escenas nuevas, reproducidas unas veces con el pincel de Stein y de Teniers, otras con el brioso toque de la escuela española. ¡Lástima que en algunos pasajes la tendencia a la caricatura aparezca tan de resalto, y convierta en falsos tipos que de cómicos no debieran degenerar en bufos!
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