Jose Maria de Pereda

Los Hombres de Pro


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pero esto no quita que haya en sus cuadros idealidad y pureza, toda la que en sí tienen las costumbres rústicas. No andan en sus cuadros Melibeos y Tirsis, sino montañeses ladinos y litigantes a nativitate, entreverados de sencillez y malicia, atentos a su interés y a las contingencias del papel sellado, y juntamente con esto cautelosos y solapados en sus palabras, como suelen ser los rústicos, a lo menos en nuestra tierra, aunque no sean así los que se pintan en las églogas y cuentos de color de rosa. Nada de patriarcas de la aldea, ni de pastoras resabidas y sentimentales, ni de discretos y canoros zagales. Cada uno habla como quien es, y el zafio como zafio se expresa. El señor Pereda, por lo mismo que siente mucho y bien, es enemigo jurado de la sensiblería; pero cuando llega a situaciones patéticas, encuentra para el dolor o la alegría la expresión natural y no rebuscada, y conmueve más que otros novelistas serios y estirados, por lo mismo que no se esperan tales ternuras en un autor de continuo alegre y jacarandoso.

      Hay, ciertamente, tesoros de sentimiento en el alma y en los escritos de Pereda; pero esos sentimientos son siempre viriles, robustos y primitivos, como infundidos en hombres de tosca y ruda corteza. Yo no conozco ni en la literatura antigua castellana, ni en la moderna, cuadro de tan honda y conmovedora impresión como la que dejan en el ánimo las últimas páginas de La Leva y de El Fin de una raza. ¡Y de autor capaz de tal grandeza en los afectos, han osado decir algunos que no sabe herir las fibras del alma!

      Es cierto que Pereda no rehuye jamás la expresión valiente y pintoresca, por áspera y disonante que en un salón parezca, ni se asusta de la miseria material, ni teme penetrar en la taberna y palpar los andrajos y las llagas; pero basta abrir cualquiera de sus libros para convencerse de que corre por su alma una vena inagotable de pasión fresca, espontánea y humana, y que sabe y siente como pocos todo género de delicadezas morales y literarias, y que acierta a encontrar tesoros de poesía hasta en lo que parece más miserable y abyecto. En ese artículo de La Leva, que nunca me cansaré de citar, porque desde Cervantes acá no se ha hecho ni remotamente un cuadro de costumbres por el estilo (igualado, pero no superado, por otros del autor), hay alcoholismo como en los libros más repugnantes de la escuela francesa, hay palizas y riñas conyugales, hay inmundicias y harapos y un penetrante y su bido olor a parrocha, y, sin embargo, ¡qué melancolía y ternura la del final! ¡Cómo sienten y viven aquellos pobres marineros de la calle del Arrabal! ¿Qué héroe de salón o de boudoir interesará nunca lo que el desdichado Tuerto, lanzando en la escena del embarque aquel solemne larga? Si esto es realismo, bendito sea. Si realismo quiere decir guerra al convencionalismo, a la falsa retórica y al arte docente y sermoneador, y todo esto en nombre y provecho de la verdad humana, bien venido sea. Así pintaba Velázquez.

      El señor Pereda no es fotógrafo grande ni chico, porque la fotografía no es arte, y el señor Pereda es un grande artista. La fotografía reproducirá los calzones rotos, la astrosa camisa y la arrugada y curtida faz del viejo marinero santanderino; pero sólo el señor Pereda sabe crear a Tremontorio, reuniendo en él los esparcidos rasgos, infundiéndole con potente soplo vida y alma, y dando un nuevo habitador al gran mundo de la fantasía. Esa pretendida exactitud fotográfica es el grande engaño del arte, la gran prueba del poder mágico del artista: sus personajes no están en la realidad, pero pueden estarlo, son humanos; nos parece que viven y respiran; son la idealización de una clase entera, la realidad idealizada.

      Por su afición a cierta clase de escenas populares, ricas de vida y colorido, hanle llamado algunos Teniers cántabro. Convengamos en que tal vez Cafetera, y El Tuerto, y Tremontorio, y El tío Jeromo, y Juan de la Llosa, y el mayorazgo Seturas, y el jándalo Mazorcas, y hasta el erudito Cencio, serán de mal tono en un salón aristocrático; pero vayan a consolarse con sus hermanos mayores Rinconete y Cortadillo, Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, y con los venteros, rufianes y mozos de mulas de toda nuestra antigua literatura, y con los héroes del Rastro, eternizados por don Ramón de la Cruz. Y si a algunos desagradan los porrazos de La Robla, y las palizas sacudidas por su marido a la nuera del tío Bolina, y las consecuencias de Arroz y gallo muerto, acuérdese de los molimientos de huesos que sacó don Quijote de todas sus salidas, de las extraordinarias aventuras de la Venta, de los apuros de Sancho en la célebre noche de los batanes, y acuérdese (si es hombre erudito y sabe griego) de los mojicones de Ulises a Iro en la Odisea, de los regüeldos de Polifemo, y de otros rasgos semejantes del padre Hornero, que dan quince y falta a todos los realistas modernos. Y cualquiera puede resignarse a ser Teniers en compañía de Homero y de Cervantes, y del gran pintor de borrachos, mendigos y bufones.

      Si yo dijera que para mí son las dos series de las Escenas Montañesas lo más selecto de la obra de Pereda, no diría más que lo que siento; pero temo que muchos no sean de mi opinión, y que en ella influyan demasiadamente, por un lado el amor a las cosas de mi tierra, y por otro recuerdos infantiles, imposibles de borrar en quien casi aprendió a leer en las Escenas, y las conserva de memoria con tal puntualidad, que a su mismo autor asombra. Pero aun descartados estos motivos personales, todavía admiro yo más en Pereda al autor de bosquejos y cuadritos de género que al de novelas largas, y entre las escenas cortas, todavía doy la preferencia a las de costumbres marineras sobre las de costumbres campesinas, sintiendo que no sea mayor el número de las primeras, en las cuales logra el ingenio de su autor un grado de vigor y de fuerza creadora y hasta de terror sublime que, por decirlo así, le levanta sobre sí mismo. Por eso espero yo, y conmigo todos los hijos de Santander, que la obra maestra de Pereda, y el monumento que mejor vinculará su nombre a las generaciones futuras, ha de ser su proyectada novela de pescadores: Sotileza. Aun sin eso, ya no morirá, gracias a Pereda, el tipo hoy casi perdido del viejo marinero de la costa cantábrica, levantado por él a proporciones casi épi cas, y digno de hombrearse con muchos héroes de Fenimore Cooper.

      Más serenos y apacibles, menos trágicos y apasionados son los cuadros rurales, en cuya riquísima serie descuellan dos verdaderas novelas primorosas y acabadas, aunque de cortas dimensiones: Suum cuique y Blasones y talegas. Entre los más breves no se sabe cuál escoger, porque todo es oro acendrado y de ley: yo pongo delante de todos La Robla, El día 4 de octubre y Al amor de los tizones.

      Entre la publicación de las dos series de Escenas Montañesas mediaron muchos años. Todavía pasaron más antes que Pereda se decidiese a abandonar sus jándalos, sus mayorazgos y sus raqueros, y a ensanchar el radio de sus empresas, imaginando fábulas de mayor complicación y cuadros más amplios. Hizo entretanto algunos Ensayos dramáticos (verdaderos cuadros de costumbres en diálogo y en verso), los cuales andan coleccionados en un libro ya rarísimo[1]; y para probar sus fuerzas en trabajo de más empeño, compuso las tres narraciones que llenan el volumen de los Bocetos al temple. Allí apareció por segunda vez la pintoresca, ingeniosísima y mordicante novela de costumbres políticas, Los Hombres de pro, pre ludio de Don Gonzalo, y glorioso trofeo de la única campaña electoral y de la única aventura política de Pereda. Publicada esta novela en días de tremenda crisis y de universal exacerbación de los ánimos, y escrita, no ciertamente con parcial injusticia, pero sí con calor generoso y comunicativo (hasta en los durísimos ataques que encierra contra el sistema parlamentario), aparecía, en su primera edición, un tanto sobrecargada de reflexiones, en que el autor, contra su costumbre, se dejaba ir a hablar por cuenta propia, como en libro o folleto de propaganda. Todo esto ha desaparecido en la edición presente, y así retocado el libro, y convertido en obra de arte puro, no teme la comparación con ninguna otra del autor. ¡Qué diálogo el de las niñas de la villa que no quiero nombrar! ¡Qué tipo el del hidalgo don Recaredo! Se dirá que la novela sigue siendo política, y que esto la daña; pero aunque sea cierto que las ideas políticas salen de los límites del arte, ¿quién duda que las extravagancias y ridiculeces de la vida pública caen, como todas las demás rarezas humanas, bajo la jurisdicción del satírico y del pintor de costumbres? ¿Por qué no ha de describirse una escena de club o de comicios electorales, como se describe una escena de taberna o de mercado?

      La segunda época de la vida literaria de Pereda comienza en 1878, y abarca cinco largas novelas: EL buey suelto, Don Gonzalo González de la Gonzalera, De tal palo, tal astilla, El sabor de la tierruca y Pedro Sánchez.