otras cosas por el estilo. Se durmieron, al fin. El fuego y la bujía se apagaron. Pasé toda la noche en un temeroso insomnio. Mis ojos, mis oídos y mi cerebro estaban invadidos de un miedo terrible, de un miedo como sólo los niños pueden sentir.
Con todo, ninguna enfermedad grave siguió a aquel incidente del cuarto rojo. El suceso me produjo únicamente un trauma nervioso, que aún hoy repercute en mi cerebro. Sí, Mrs. Reed: a usted le debo bastantes sufrimientos mentales... Pero la perdono, porque sé que ignoraba usted lo que hacía y que, cuando me sometía a aquella tortura, pensaba corregir mis malas inclinaciones.
Al día siguiente ya me levanté y estuve sentada junto al fuego de nuestro cuarto, envuelta en un mantón. Físicamente me sentía débil y quebrantada, pero mi mayor sufrimiento era un inmenso abatimiento moral, un abatimiento que me hacía prorrumpir en silencioso llanto. Intentaba enjugar mis lágrimas, pero inmediatamente otras inundaban mis mejillas. Sin embargo, tenía motivos para sentirme feliz: Mrs. Reed había salido con sus niños en coche. Abbot estaba en otro cuarto y Bessie, según se movía de aquí para allá arreglando la habitación, me dirigía de vez en cuando alguna frase amable. Tal cosa constituía para mí un paraíso de paz, acostumbrada como me hallaba a vivir entre continuas reprimendas y frases desagradables. Pero mis nervios se hallaban en un estado tal, que ni siquiera aquella calma podía apaciguarla.
Bessie se fue a la cocina y volvió trayéndome una tarta en un plato de china de brillantes colores, en el que había pintada un ave del paraíso enguirnaldada de pétalos y capullos de rosa. Aquel plato despertaba siempre mi más entusiasta admiración y, repetidas veces, había solicitado la dicha de poderlo tener en la mano para examinarlo, pero tal privilegio me fue denegado siempre hasta entonces. Y he aquí que ahora aquella preciosidad se hallaba sobre mis rodillas y que se me invitaba cordialmente a comer el delicado pastel que contenía. Mas aquel favor llegaba, como otros muchos ardientemente deseados en la vida, demasiado tarde. No tenía ganas de comer la tarta y las flores y los plumajes del pájaro me parecían aquel día extrañamente deslucidos. Bessie me preguntó si quería algún libro y esta palabra obró sobre mí como un enérgico estimulante. Le pedí que me trajese de la biblioteca los Viajes de Gulliver. Yo los leía siempre con deleite renovado y me parecían mucho más interesantes que los cuentos de hadas. Habiendo buscado en vano los enanos de los cuentos entre las campánulas de los campos, bajo las setas y entre las hiedras que decoraban los rincones de los muros antiguos, había llegado hacía tiempo en mi interior a la conclusión de que aquella minúscula población había emigrado de Inglaterra, refugiándose en algún lejano país. Y como Lilliput y Brobdingnag eran, en mi opinión, partes tangibles de la superficie terrestre, no dudaba de que, algún día, cuando fuera mayor podría, haciendo un largo viaje, ver con mis ojos las casitas de los liliputienses, sus arbolitos, sus minúsculas vacas y ovejas y sus diminutos pájaros; y también los maizales del país de los gigantes, altos como bosques, los perros y gatos grandes como monstruos, y los hombres y mujeres del tamaño de los toros. No obstante, ahora tenía en mis manos aquel libro, tan querido para mí, y mientras pasaba sus páginas y contemplaba sus maravillosos grabados, todo lo que hasta entonces me causaba siempre tan infinito placer, me resultaba hoy turbador y temeroso. Los gigantes eran descarnados espectros, los enanos malévolos duendes y Gulliver un desolado vagabundo perdido en aquellas espantables y peligrosas regiones. Cerré el libro y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la tarta intacta.
Bessie había terminado de arreglar el cuarto y, abriendo un cajoncito, lleno de espléndidos retales de tela y satén, se disponía a hacer un gorrito más para la muñeca de Georgiana. Mientras lo confeccionaba, comenzó a cantar:
En aquellos lejanos días... ¡Oh, cuánto tiempo atrás!...
Le había oído a menudo cantar lo mismo y me agradaba mucho. Bessie tenía —o me lo parecía— una voz muy dulce, pero entonces yo creía notar en su acento una tristeza indescriptible. A veces, absorta en su trabajo, cantaba el estribillo muy bajo, muy lento:
¡Cuántooooo tiempooooo atrááááás!
Y la melodía sonaba con la dolorosa cadencia de un himno funeral. Luego pasó a cantar otra balada y ésta era ya francamente melancólica:
Mis pies están cansados y mis miembros rendidos. ¡Qué áspero es el camino, qué empinada la cuesta! Pronto las tristes sombras de una noche sin Luna cubrirán el camino del pobre niño huérfano.
¡Oh! ¿Por qué me han mandado tan lejos y tan solo, entre los campos negros y entre las grises rocas?
Los hombres son muy duros: solamente los ángeles velan los tristes pasos del pobre niño huérfano.
Y he aquí que sopla, suave, la brisa de la noche; ya en el cielo no hay nubes y las estrellas brillan, porque Dios, bondadoso, ha querido ofrecer protección y esperanza al pobre niño huérfano.
Acaso caeré cruzando el puente roto, o me hundiré en las ciénagas siguiendo un fuego fatuo. Pero entonces el buen Padre de las alturas, recibirá el alma del pobre niño huérfano.
Y aun cuando en este mundo no haya nadie que me ame y no tenga ni padres ni hogar a que acogerme, no ha de faltar, al fin, en el cielo, un hogar ni el cariño de Dios al pobre niño huérfano. Bessie, cuando acabó de cantar, me dijo: —Miss Jane: no llore...
Era como si hubiese dicho al fuego: "No quemes". Pero ¿cómo podía ella adivinar mi sufrimiento?
Mr. Lloyd acudió durante la mañana. —Ya levantada, ¿eh? ¿Qué tal está? Bessie contestó que ya me hallaba bien.
—Hay que tener mucho cuidado con ella. Ven aquí, Jane... ¿Te llamas Jane, verdad?
—Sí, señor: Jane Eyre.
—Bueno, dime: ¿por qué llorabas? ¿Te ocurre algo? —No, señor.
—Quizá llore porque la señora no le ha llevado en coche con ella —sugirió Bessie.
—Seguramente no. Es demasiado mayor para llorar por tales minucias.
Yo protesté de aquella injusta imputación, diciendo: —Nunca he llorado por esas cosas. No me gusta salir en coche. Lloro porque soy muy desgraciada.
—¡Oh, señorita! —exclamó Bessie.
El buen boticario pareció quedar perplejo. Yo estaba en pie ante él mientras me contemplaba con sus pequeños ojos grises, no muy brillantes pero sí perspicaces y agudos. Su rostro era anguloso, aunque bien conformado. Me miró detenidamente y me preguntó:
—¿Qué sucedió ayer?
—Se cayó —se apresuró a decir Bessie.
—¿Cómo que se cayó? ¡Cualquiera diría que es un bebé que no sabe andar! No puede ser. Esta niña tiene lo menos ocho o nueve años.
—Es que me pegaron —dije, dispuesta a dar una explicación del suceso que no ofendiera mi orgullo de niña mayor—. Pero no me puse mala por eso —añadí.
Mr. Lloyd tomó un polvo de rapé de su tabaquera. Cuando lo estaba guardando en el bolsillo de su chaleco, sonó la campana que llamaba a comer a la servidumbre.
—Váyase a comer-dijo a Bessie al oír la campana—. Yo, entre tanto, leeré algo a Jane hasta que vuelva usted.
Bessie hubiese preferido quedarse, pero no tuvo más remedio que salir, porque la puntualidad en las comidas se observaba con extraordinaria rigidez en Gateshead Hall.
—¿Qué es lo que te pasó ayer? —preguntó Mr. Lloyd cuando Bessie hubo salido.
—Me encerraron en un cuarto donde había un fantasma y me tuvieron allí hasta después de oscurecer.
El boticario sonrió, pero a la vez frunció el entrecejo. —¡Qué niña eres! ¡Un fantasma! ¿Tienes miedo a los fantasmas?
—Sí, sí; era el fantasma de Mr. Reed, que murió en aquel cuarto. Ni Bessie ni nadie se atreve a ir a él por la noche, ¡y a mí me dejaron allí sola y sin luz! Es una maldad muy grande y nunca la perdonaré.
—¡Qué bobada! ¿Y es por eso por