el comedorcito, el comedor grande y el salón eran para mí regiones vedadas.
Antes de entrar en el comedor, me detuve en el vestíbulo, intimidada y temblorosa. En aquella época de mi vida, los castigos injustos que recibiera habían hecho de mí una infeliz cobarde. Durante diez minutos titubeé; ni me atrevía a volver a subir ni me atrevía a entrar en donde me esperaban.
El impaciente sonido de la campanilla del comedorcito me decidió. No había más remedio que entrar. "¿Qué querrán de mí?", me preguntaba, mientras con ambas manos intentaba abrir el picaporte, que resistía a mis esfuerzos. "¿Quién estará con la tía? ¿Una mujer o un hombre?"
Al fin el picaporte giró y, erguida sobre la alfombra, divisé algo que a primera vista me pareció ser una columna negra, recta, angosta, en lo alto de la cual un rostro deforme era como una esculpida carátula que sirviese de capitel.
Mi tía ocupaba su sitio habitual junto al fuego. Me hizo signo de que me aproximase y me presentó al desconocido con estas palabras:
—Aquí tiene la niña de que le he hablado.
Él —porque era un hombre y no una columna como yo pensara— me examinó con inquisitivos ojos grises, bajo sus espesas cejas, y dijo con voz baja y solemne:
—Es pequeña aún. ¿Qué edad tiene? —Diez años.
—¿Tantos? —interrogó, dubitativo.
Siguió examinándome durante varios minutos. Al fin, me preguntó:
—¿Cómo te llamas, niña? —Jane Eyre, señor.
Y le miré, Me pareció un hombre muy alto, pero ha de considerarse que yo era muy pequeña. Tenía las facciones grandes y su rostro y todo su cuerpo mostraban una rigidez y una afectación excesivas.
—Y qué, Jane Eyre, ¿eres una niña buena?
Era imposible contestar afirmativamente, ya que el pequeño mundo que me rodeaba sostenía la opinión contraria. Guardé silencio.
Mi tía contestó por mí con un expresivo movimiento de cabeza, agregando:
—Nada más lejos de la verdad, Mr. Brocklehurst.
—¡Muy disgustado de saberlo! Vamos a hablar un rato ella y yo.
Y, abandonando la posición vertical, se instaló en un sillón frente al de mi tía y me dijo:
—Ven aquí.
Crucé la alfombra y me paré ante él. Ahora que su cara estaba al nivel de la mía, podía vérsela mejor. ¡Qué nariz tan grande, y qué boca, y qué dientes tan salientes y enormes!
—No hay nada peor que una niña mala —me dijo—. ¿Sabes adónde van los malos después de morir?
—Al Infierno —fue mi pronta y ortodoxa contestación. —¿Y sabes lo que es el Infierno?
—Un sitio lleno de fuego.
¿Y te gustaría ir a él y abrasarte? —No, señor.
¿Qué debes hacer entonces para evitarlo?
Medité un momento y di una contestación un tanto discutible.
—Procurar no estar enferma para no morirme. —¿Y cómo puedes estar segura de no enfermar? Todos-los días mueren niños más pequeños que tú. Hace un par de días nada más que he acompañado al cementerio a un niño de cinco años. Pero era un niño bueno y su alma estará en el Cielo ahora. Es de temer que no se pueda decir lo mismo de ti, si Dios te llama.
No sintiéndome lo suficientemente informada para aclarar sus temores, me limité a suspirar y a clavar la mirada en sus inmensos pies, deseando vivamente marcharme de allí cuanto antes.
—Espero que ese suspiro te saldrá del alma y que te arrepentirás de haber obrado mal con tu bondadosa bienhechora.
"¿Mi bienhechora? —pensé—. Todos dicen que mi tía es mi bienhechora. Si lo es de verdad, una bienhechora resulta una cosa muy desagradable."
—¿Rezas siempre por la noche y por la mañana? —continuó mi interlocutor.
—Sí, señor. —¿Lees la Biblia? —A veces.
—¿Y qué te gusta más de ella?
—Me gustan las Profecías, y el libro de Daniel, y el de Samuel, y el Génesis, y una parte del Éxodo, y algunas de los Reyes y las Crónicas, y Job, y Jonás.
—¿Y los Salmos? ¿Te gustan? —No, señor.
—¡Qué extraño! Yo tengo un niño más pequeño que tú que sabe ya seis salmos de memoria, y cuando se le pregunta si prefiere comer pan de higos o aprender un salmo, responde: "Aprender un salmo. Los ángeles cantan salmos y yo quiero ser un ángel". Y entonces se le dan dos higos para recompensar su piedad infantil.
—Los Salmos no son interesantes —contesté.
—Eso prueba que eres una niña mala y debes rogar a Dios que cambie tu corazón, sustituyendo el de piedra que tienes por otro humano.
Ya iba yo a preguntarle detalles sobre el procedimiento a seguir durante la operación de cambiarme de víscera, cuando Mrs. Reed me mandó sentar y tomó la palabra.
—Mr. Brocklehurst: creo haberle indicado en la carta que le dirigí hace tres semanas que esta niña no tiene el carácter que yo desearía que tuviese. Me agradaría que, cuando se halle en el colegio de Lowood, las maestras la vigilen atentamente y procuren corregir su defecto más grave: la tendencia a mentir. Ya lo sabes, Jane: es inútil que intentes embaucar al señor Brocklehurst.
Por mucho que hubiera deseado agradar a mi tía, frases como aquélla, frecuentemente repetidas, me impedían hacerlo. En este momento, en que iba a emprender una nueva vida, ya ella se encargaba de sembrar por adelantado aversión y antipatía en mi camino. Me veía transformada ante los ojos del señor Brocklehurst en una niña embustera. ¿Cómo remediar semejante calumnia?
"De ningún modo", pensaba yo, mientras trataba de contener las lágrimas que acudían a mis ojos.
—El mentir es muy feo en una niña —dijo Brocklehurst—, y todos los embusteros irán al lago de fuego y azufre. No se preocupe, señora. Ya hablaré con las profesoras y con la señorita Temple para que la vigilen.
—Deseo —siguió mi tía— que se la eduque de acuerdo con sus posibilidades: es decir, para ser una mujer útil y humilde. Durante las vacaciones, si usted lo permite, permanecerá también en el colegio.
—Tiene usted mucha razón-dijo Brocklehurst—. La humildad es grata a Dios y, aunque desde luego es una de las características de todas las alumnas de Lowood, ya me preocuparé de que la niña se distinga entre ellas por su humildad. He estudiado muy profundamente los medios de humillar el orgullo humano, y hace pocos días que he tenido una evidente prueba de mi éxito. Mi hija segunda, Augusta, estuvo visitando la escuela con su madre, y al regreso exclamó: "¡Qué pacíficas son las niñas de Lowood, papá! Con el cabello peinado sobre las orejas, sus largos delantales y sus bolsillos en ellos, casi parecen niñas pobres. Miraban mi vestido y el de mamá, como si nunca hubieran visto ropas de seda. "
—Así me gusta-dijo mi tía—. Aunque hubiese buscado por toda Inglaterra, no hubiera encontrado un sitio donde el régimen fuera más apropiado para una niña como Jane Eyre. Conformidad, Mr. Brocklehurst, conformidad es lo primero que yo creo que se necesita en la vida.
—La conformidad es la mayor virtud del cristiano, y todo está organizado en Lowood de modo que se desarrolle esa virtud: comida sencilla, vestido sencillo, cuartos sencillos, costumbres activas y laboriosas... Tal es el régimen del establecimiento.
—Bien. Entonces quedamos en que la niña será admitida en el colegio de Lowood y educada con arreglo a su posición y posibilidad en la vida.
—Sí, señora; será acogida en mi colegio,