Шарлотта Бронте

Jane Eyre


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      —Lo comprendo, señora, lo comprendo... Bien: tengo que irme ya. Pienso volver a Brocklehurst Hall de aquí a una o dos semanas, ya que mi buen amigo, el arcediano, no me dejará marchar antes. Escribiré a Miss Temple que va a ser enviada al colegio una niña nueva para que no ponga dificultades a su admisión. Buenos días.

      —Buenos días, Mr. Brocklehurst. Mis saludos a su señora, a Augusta y Theodore y al joven Broughton Brocklehurst.

      —De su parte, gracias... Niña, toma este libro. ¿Ves? Se titula Manual del niño bueno, y debes leerlo con interés, sobre todo las páginas que tratan de la espantosa muerte repentina de Marta G..., una niña traviesa, muy amiga de mentir.

      Y después de entregarme aquel interesante tomo, el señor Brocklehurst volvió a su coche y se fue.

      Mi tía y yo quedamos solas. Ella cosía y yo la miraba. Era una mujer de unos treinta y seis o treinta y siete años, robusta, de espaldas cuadradas y miembros vigorosos, más bien baja y, aunque gruesa, no gorda; con las mandíbulas prominentes y fuertes, las cejas espesas, la barbilla ancha y saliente y la boca y la nariz bastante bien formadas. Bajo sus párpados brillaban unos ojos exentos de toda expresión de ternura, su cutis era oscuro y mate, su cabello áspero y su naturaleza sólida como una campana. No estaba enferma jamás. Dirigía la casa despóticamente y sólo sus hijos se atrevían a veces a desafiar su autoridad.

      Yo, sentada en un taburete bajo, a pocas yardas de su butaca, la contemplaba con atención. Tenía en la mano el libro que hablaba de la muerte repentina de la niña embustera y, cuanto había sucedido, cuanto se había hablado entre mi tía y Brocklehurst, me producía un amargo resentimiento.

      Mi tía levantó la vista de la labor, suspendió la costura y me dijo:

      —Vete de aquí. Márchate al cuarto de jugar.

      No sé si fue mi mirada lo que la irritó, pero el caso era que en su voz había un tono de reprimida cólera. Me levanté y llegué hasta la puerta, pero de pronto me volví y me acerqué a mi tía.

      Sentía la necesidad de hablar: me había herido injustamente y era necesario devolverle la ofensa. Pero ¿cómo? ¿De qué manera podría herir a mi adversaria? Concentré mis energías y acerté a articular la siguiente brusca interpelación:

      —No soy mentirosa. Si lo fuera, le diría que la quiero mucho y, sin embargo, le digo francamente que no la quiero. Me parece usted la persona más mala del mundo, después de su hijo John. Y este libro puede dárselo a su hija Georgiana. Ella sí que es embustera y no yo.

      La mano de mi tía continuaba inmóvil sobre la costura. Sus ojos me contemplaban fríamente.

      —¿Tienes algo más que decir? —preguntó en un tono de voz más parecido al que se emplea para tratar con un adulto que al que es habitual para dirigirse a un niño.

      La expresión de sus ojos y el acento de su voz excitaron más aún mi aversión hacia ella. Temblando de pies a cabeza, presa de una ira incontenible, continué:

      —Me alegro de no tener que tratar más con usted. No volveré a llamarla tía en mi vida. Nunca vendré a verla cuando sea mayor, y si alguien me pregunta si la quiero, contestaré contándole lo mal que se ha portado conmigo y la crueldad con que me ha tratado.

      —¿Cómo te atreves a decir eso?

      —¿Qué cómo me atrevo? ¡Porque es verdad! Usted piensa que yo no siento ni padezco y que puedo vivir sin una pizca de cariño, poro no es así. Me acordaré hasta el día de mi muerte de la forma en que mandó que me encerrasen en el cuarto rojo, aunque yo le decía: "¡Tenga compasión, tía, perdóneme!", y lloraba y sufría infinitamente. Y me castigó usted porque su hijo me había pegado sin razón. Al que me pregunte le contaré esa historia tal como fue. La gente piensa que usted es buena, pero no es cierto. Es usted mala, tiene el corazón muy duro y es una mentirosa. ¡Usted sí que es mentirosa!

      Al acabar de pronunciar estas frases, mi alma comenzó a expandirse, exultante, sintiendo una extraña impresión de independencia, de triunfo. Era como si unas ligaduras invisibles que me sujetaran se hubieran roto proporcionándome una inesperada libertad. Y había causa para ello. Mi tía parecía anonadada, la costura se había deslizado de sus rodillas, sus manos pendían inertes y su faz se contraía como si estuviese a punto de llorar.

      —Estás equivocada, Jane. Pero ¿qué te pasa? ¿Cómo tiemblas así? ¿Quieres un poco de agua?

      —No, no quiero.

      —¿Deseas algo? Te aseguro que no te quiero mal. —No es verdad. Ha dicho usted a Mr. Brocklehurst que yo tenía mal carácter, que era mentirosa. Pero yo diré a todos en Lowood cómo es usted y lo que me ha hecho.

      —Tú no entiendes de estas cosas, Jane. A los niños hay que corregirles sus defectos.

      —¡Yo no tengo el defecto de mentir! —grité violentamente.

      —Vamos, Jane, cálmate. Anda, vete a tu cuarto y descansa un poco, queridita mía.

      —No quiero descansar, y además no es verdad que sea queridita suya. Mándeme pronto al colegio, porque no quiero vivir aquí.

      —Te enviaré pronto, en efecto —dijo en voz baja mi tía.

      Y, recogiendo su labor, salió de la estancia.

      Quedé dueña del campo. Aquella era la batalla más dura que librara hasta entonces y la primera victoria que consiguiera en mi vida. Permanecí en pie sobre la alfombra como antes el señor Brocklehurst y gocé por unos momentos de mi bien conquistada soledad. Me sonreí a mí misma y sentí que mi corazón se dilataba de júbilo. Pero aquello no duró más de lo que duró la excitación que me poseía. Un niño no puede disputar ni hablar a las personas mayores en el tono que yo lo hiciera sin experimentar después una reacción depresiva y un remordimiento hondo. Media hora de silencio y reflexión me mostraron lo locamente que había procedido y lo difícil que se hacía mi situación en aquella casa donde odiaba a todos y era de todos odiada.

      Había saboreado por primera vez el néctar de la venganza y me había parecido dulce y reanimador. Pero, después, aquel licor dejaba un regusto amargo, corrosivo, como si estuviera envenenado. Poco me faltó para ir a pedir perdón a mi tía; mas no lo hice, parte por experiencia y parte por sentimiento instintivo de que ella me rechazaría con doble repulsión que antes, lo que hubiera vuelto a producir una exaltación turbulenta de mis sentimientos.

      Era preciso ocuparme en algo mejor que en hablar airadamente, sustituir mis sentimientos de sombría indignación por otros más plácidos. Cogí un libro de cuentos árabes y comencé a leer. Pero no sabía lo que leía. Me parecía ver mis propios pensamientos en las páginas que otras veces se me figuraban tan fascinadoras.

      Abrí la puerta vidriera del comedorcito. Los arbustos estaban desnudos y la escarcha, no quebrada aún por el sol, reinaba sobre el campo. Me cubrí la cabeza y los brazos con la falda de mi vestido y salí á pasear por un rincón apartado del jardín. Pero no encontré placer alguno en aquel lugar, con sus árboles silenciosos, sus piñas caídas y las hojas secas que, arrancadas por el viento en el otoño, permanecían todavía pegadas al suelo húmedo. El día era gris, y del cielo opaco, color de nieve, caían copos de vez en cuando sobre la helada pradera. Allí estuve largo rato pensando en que no era más que una pobre niña desgraciada y preguntándome incesantemente:

      "¿Qué haré, qué haré?"

      Oí de pronto una voz que me llamaba: —¡Miss Jane! Venga a almorzar.

      Era Bessie y yo lo sabía bien, pero no me moví. Sentí avanzar sus pasos por el sendero.

      —¡Qué traviesa es usted! —dijo—. ¿Por qué no acude cuando la llaman?

      La presencia de Bessie, por contraste con mis amargos pensamientos, me pareció agradable. Después de mi victoria sobre mi tía, el enojo de la niñera no me preocupaba mucho. Ceñí, pues, su cintura con mis brazos y dije:

      —Bessie,