cosas? Dímelas.
Yo hubiera deseado de todo corazón explicárselas. Y, sin embargo, me resultaba difícil contestarle con claridad. Los niños sienten, pero no saben analizar sus sentimientos, y si logran analizarlos en parte, no saben expresarlos con palabras. Temerosa, sin embargo, de perder aquella primera y única oportunidad que se me ofrecía de aliviar mis penas narrándolas a alguien di, después de una pausa, una respuesta tan verdadera como pude, aunque poco explícita en realidad:
—Soy desgraciada porque no tengo padre, ni madre, ni hermanos, ni hermanas.
—Pero tienes una tía bondadosa y unos primitos... Yo callé un momento. Luego insistí:
—Pero John me pega y mi tía me encierra en el cuarto rojo.
Mr. Lloyd sacó otra vez su caja de rapé.
—¿No te parece que esta casa es muy hermosa? —dijo—. ¿No te agrada vivir en un sitio tan bonito? —Pero la casa no es mía, y Abbot dice que tengo menos derecho de estar aquí que una criada.
—¡Bah! No es posible que no te encuentres a gusto... —Si tuviera donde ir, me iría muy contenta, pero no podré hacerlo hasta que sea una mujer.
—Acaso puedas, ¿quién sabe? ¿No tienes otros parientes además de Mrs. Reed?
—Creo que no, señor.
—¿Tampoco por parte de tu padre?
—No lo sé. He preguntado a la tía y me ha respondido que tal vez tenga algún pariente pobre y humilde, pero que no sabe nada de ellos.
—Si lo tuvieras, ¿te gustaría irte con él?
Reflexioné. La pobreza desagrada mucho a las personas mayores y, con más motivo, a los niños. Ellos no tienen idea de lo que sea una vida de honrada y laboriosa pobreza y ésta la relacionan siempre con los andrajos, la comida escasa la lumbre apagada, los modales groseros y los vicios censurables. La pobreza entonces era, para mí, sinónimo de degradación.
No, no me gustaría vivir con pobres fue mi respuesta. —¿Aunque fuesen amables contigo?
Yo no comprendía cómo unas personas humildes podían ser amables. Además, hubiera tenido que acostumbrarme a hablar como ellos, adquirir sus modales, convertirme en una de aquellas mujeres pobres que yo veía cuidando de los niños y lavando la ropa a la puerta de las casas de Gateshead. No me sentí lo bastante heroica para adquirir mi libertad a tal precio.
Así, pues, dije:
—No; tampoco me gustaría ir con personas pobres, aunque fueran amables conmigo.
—¿Tan miserables piensas que son esos parientes tuyos? ¿A qué se dedican? ¿Son trabajadores?
—No lo sé. La tía dice que, si tengo algunos, deben ser unos pordioseros. Y a mí no me gustaría ser una mendiga.
—¿No te gustaría ir a la escuela?
Volví a reflexionar. Apenas sabía lo que era una escuela. Bessie solía hablar de ella como de un sitio donde las muchachas se sentaban juntas en bancos y donde había que ser muy correctos y puntuales. John Reed odiaba el colegio y renegaba de su maestro, pero las inclinaciones de John Reed no tenían por qué servirme de modelo, y si bien lo que Bessie contaba acerca de la disciplina escolar (basándose en los informes suministrados por las hijas de la familia donde estuviera colocada antes de venir a Gateshead) era aterrador en cierto sentido, otros datos proporcionados por ella y obtenidos de aquellas mismas jóvenes, me parecían considerablemente atractivos. Bessie solía hablar de cuadritos de paisajes y flores que aquellas jóvenes aprendían a hacer en el colegio, de canciones que cantaban y música que tocaban, de libros franceses que traducían... Todo aquello me inclinaba a emularlas. Además, estar en la escuela significaba cambiar de vida; hacer un largo viaje, salir de Gateshead... Cosas todas que resultaban en gran manera atrayentes.
—Me gustaría ir a la escuela —fue, pues, la contestación que di como resumen de mis pensamientos.
—Bueno, bueno. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? —dijo Mr. Lloyd. Y agregó, al salir, como hablando consigo mismo—: La niña necesita cambio de aire y de ambiente. Sus nervios no se hallan en buen estado.
Bessie volvía del comedor y, al mismo tiempo, sentimos el rodar de un carruaje sobre la arena del camino. —¿Es su señora? —preguntó el boticario—. Quisiera hablar con ella antes de irme.
Bessie le invitó a pasar al comedorcito. En la entrevista que Mr. Lloyd tuvo con mi tía supongo, por el desarrollo ulterior de los sucesos, que él recomendó que me enviasen a un colegio y que la resolución fue bien acogida por ella. Así lo deduje de una conversación que una noche mantuvo Abbot con Bessie en nuestro cuarto cuando yo estaba ya acostada y, según ellas creían, dormida.
—La señora quedará encantada de librarse de una niña tan traviesa y de tan malos instintos, que no hace más que maquinar maldades —decía Abbot quien, al parecer, debía de tenerme por un Guy Fawkes en ciernes.
Aquella misma noche, en el curso de la charla de las dos mujeres, me enteré por primera vez de que mi padre había sido un humilde pastor; de que mi madre se casó con él contra la voluntad de sus padres, quienes consideraban al mío como muy inferior a ellos; de que mi abuelo, enfurecido, se negó a ayudar a mi madre ni con un chelín; de que mi padre había contraído el tifus visitando a los enfermos pobres de una ciudad fabril donde estaba situado su curato; y de que se lo contagió a mi madre, muriendo los dos con el intervalo de un mes.
Bessie, oyendo aquel relato, suspiró y dijo:
—La pobrecita Jane es digna de compasión, ¿verdad Abbot?
—Si fuese una niña agradable y bonita —repuso Abbot—, sería digna de lástima, pero un renacuajo como ella no inspira compasión a nadie.
—No mucha, es verdad... —convino Bessie—. Si fuera tan linda como Georgiana, las cosas sucederían de otro modo.
—¡Oh, yo adoro a Georgiana! —dijo la vehemente Abbot—. ¡Qué bonita está con sus largos rizos y sus ojos azules y con esos colores tan hermosos que tiene! Parecen pintados... ¡Ay, Bessie; me apetecería comer liebre!
—También a mí. Pero con un poco de cebolla frita. Venga, vamos a ver lo que hay.
Y salieron.
IV
De mi conversación con Mr. Lloyd y de la mencionada charla entre Miss Abbot y Bessie deduje que se aproximaba un cambio en mi vida. Esperaba en silencio que ocurriese, con un vivo deseo de que tanta felicidad se realizara. Pero pasaban los días y las semanas, mi salud se iba restableciendo del todo y no se hacían nuevas alusiones al asunto. Mi tía me miraba con ojos cada vez más severos, apenas me dirigía la palabra y, desde los incidentes que he mencionado, procuraba ahondar cada vez más la separación entre sus hijos y yo. Me había destinado un cuartito para dormir sola, me condenaba a comer sola también y me hacía pasar todo el tiempo en el cuarto de niños, mientras ellos estaban casi siempre en el salón. No hablaba nada de enviarme a la escuela, pero yo presentía que no había de conservarme mucho tiempo bajo su techo. En sus ojos, entonces más que nunca, se leía la extraordinaria aversión que yo le inspiraba.
Eliza y Georgiana —obraban sin duda en virtud de instrucciones que recibieran— me hablaban lo menos posible. John me hacía burla con la lengua en cuanto me veía, y una vez intentó pegarme, pero yo me revolví con el mismo arranque de cólera y rebeldía que causara mi malaventura la otra vez y a él le pareció mejor desistir. Se separó abrumándome a injurias y diciendo que le había roto la nariz. Yo le había asestado, en efecto, en esta prominente parte de su rostro un golpe tan fuerte como mis puños me lo permitieron y cuando noté que aquello le lastimaba, me preparé a repetir mis arremetidas sobre su lado flaco. Pero él se apartó y fue a contárselo a su mamá. Le oí comenzar a exponer la habitual acusación. —Esa asquerosa de Jane...
Y siguió diciendo que yo me había tirado