Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


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es una indigna comedia! —exclamó Dmitri Fiodorovitch, que se había levantado también—. Me lo figuraba cuando venía hacia aquí. Perdóneme, reverendo padre. Mi instrucción es escasa a ignoro el tratamiento que hay que darle, pero debo decirle que le han engañadti, abusando de su bondad. Usted no debió concedernos esta entrevista. Mi padre sólo desea provocar un escándalo. ¿Con qué objeto? Lo ignoro, pero en él todo es premeditado. Y ahora me parece comprender…

      –Todo el mundo me acusa —dijo Fiodor Pavlovitch—, sin excluir a Piotr Alejandrovitch. Sí, Piotr Alejandrovitch, usted me acusa —dijo, volviéndose hacia Miusov, aunque éste no tenía el menor propósito de contradecirle—. Me acusan de haber ocultado el dinero de mi hijo y no haberle dado un céntimo. Pero diganme ustedes: ¿no existen los tribunales? Allí se te rendirán cuentas, Dmitri Fiodorovitch. Con tus recibos, tus camas y toda clase de documentos a la vista, se te dirá lo que tenías, lo que has gastado y lo que te queda. ¿Por qué se calla, Piotr Alejandrovitch? Dmitri Fiodorovitch no es un extraño para usted. Y es que todos van contra mi. Por eso Dmitri Fiodorovitch mantiene su deuda conmigo, y no una pequeña deuda, sino una deuda de varios miles de rublos, como puedo demostrar. Sus excesos son la comidilla de toda la ciudad. Cuando estuvo en el ejército, gastó en diversas poblaciones más de mil rublos para seducir a muchachas honestas. Esto, Dmitri Fiodorovitch, lo sé con todo detalle, y puedo probarlo. Aunque a usted le parezca mentira, reverendo starets, ha conseguido que se prende de él una joven distinguida y acomodada, la hija de su antiguo jefe, bravo coronel que prestó extraordinarios servicios y al que se impuso el collar de Santa Ana con espadas. Esta huérfana, con la que se ha comprometido a casarse, habita ahora en nuestra localidad. Y aunque es su prometida, Dmitri Fiodorovitch no se oculta de ella para visitar a cierta « sirena». Ésta, aunque ha vivido ilicitamente con un hombre respetable, pero de carácter independiente, es una fortaleza inexpugnable, pues, en el fondo, es una mujer virtuosa… Sí, reverendos padres, es virtuosa. Pues bien, Dmitri Fiodorovitch quiere abrir esta fortaleza con una llave de oro. Por eso se hace ahora el bueno conmigo: quiere sacarme dinero. Ya ha gastado miles de rublos por esa sirena. Esto explica que pida prestado sin cesar. ¿Y saben ustedes a quién? ¿Lo digo, Mitia?

      –¡Calla! Espera a que me haya marchado. No difames en mi presencia a la más honesta de las mujeres. ¡No lo consentiría!

      Se ahogaba de furor.

      –¡Oh Mitia! —exclamó Fiodor Pavlovitch, haciendo esfuerzos por llorar—. ¿Es que te olvidas de la maldición paterna? ¿Qué será de ti si te maldigo?

      –¡Miserable hipócrita! —rugió Dmitri Fiodorovitch.

      –¡Ya ven ustedes cómo trata a su padre, a su propio padre! ¿Qué hará con los demás? Escuchen, señores: hay un hombre pobre, pero honorable; un capitán separado del ejército a consecuencia de una desgracia, no de un juicio; un hombre honorable que tiena a su cargo una familia numerosa. Pues bien, hace tres semanas, Dmitri Fiodorovitch lo cogió de la barba en una taberna, lo sacó a rastras a la calle y lo golpeó delante de todo el mundo, únicamente porque este hombre está encargado de mis intereses en cierto asunto.

      –¡Todo eso es falso! —exclamó Dmitri Fiodorovitch, temblando de cólera—. La parte exterior es verdad, pero el fondo es todo una mentira. No pretendo justificar mi conducta. Declaro que me conduje brutalmente con ese capitán y que ahora lo lamento y me horrorizo de mi brutalidad. Pero ese capitán, el encargado de tu negocio, visitó a esa mujer que tú llamas «sirena» y le propuso en tu nombre endosar los pagarés firmados por mi que tienes en tu poder, con objeto de perseguirme y hacerme detener, en caso de que yo apretase demasiado en el arreglo de nuestras cuentas. Si quieres verme en la cárcel, es sólo por celos, porque has rondado a esa mujer. Estoy al corriente de todo: ella misma lo ha contado, burlándose de ti. Así es, reverendos padres, este hombre, este padre que acusa a su hijo de proceder mal. Ustedes son testigos. Perdonen mi cólera. Ya presentía yo que este pérfido viejo nos había convocado aquí para provocar un escándalo. He venido con la intención de perdonarlo si me hubiera tendido la mano, de perdonarlo y de pedirle perdón. Pero como acaba de insultarme y de insultar a esa noble joven, cuyo nombre, por respeto, no quiero pronunciar, puesto que no es necesario, he decidido desenmascararlo públicamente, aunque sea mi padre.

      No pudo continuar. Sus ojos centelleaban y respiraba con dificultad. Todos los reunidos daban muestras de emoción, excepto el starets, y todos se habían levantado nerviosamente. Los religiosos habían adoptado una expresión severa, pero esperaban oír a su viejo maestro. Éste estaba pálido, no de emoción, sino a causa de su enfermedad. Una sonrisa de súplica se dibujaba en sus labios. A veces había levantado la mano para poner freno a la violencia de la disputa. Hubiera podido poner fin a la escena con un solo gesto, pero, con los ojos impávidos, parecía esforzarse en comprender algún detalle que no veía claro. Al fin, Piotr Alejandrovitch se sintió definitivamente herido en su dignidad.

      –Todos somos culpables de este escándalo —declaró con vehemencia—; pero yo no preveía esto cuando venía hacia aquí, aunque sabía en compañía de quién estaba. Hay que terminar en seguida. Reverendo starets, le aseguro que yo no conocía exactamente todos los detalles que aquí se han revelado: no podía creer en ellos. El padre tiene celos del hijo a causa de una mujer de mala vida, y procura entenderse con esta mujer para encarcelar al hijo… ¡Y se me ha hecho venir aquí en compañia de semejante hombre…! Se me ha engañado, lo mismo que se ha engañado a los demás.

      –Dmitri Fiodorovitch —gritó de pronto Fiodor Pavlovitch con una voz que no parecía la suya—, si no fueras mi hijo, ahora mismo lo retaría a un duelo, a pistola, a tres pasos y a través de un pañuelo, ¡si, a través de un pañuelol —repitió en el colmo del furor.

      Los viejos farsantes que han mentido durante toda su vida, se compenetran a veces de tal modo con su papel, que tiemblan y lloran de emoción, aunque en el mismo momento, o inmediatamente después, puedan decirse: «Estás mintiendo, viejo desvergonzado; sigues representando un papel, a pesar de tu indignación sincera.»

      Dmitri Fiodorovitch miró a su padre con un desprecio indecible.

      –Mi propósito era —le dijo en voz baja— regresar a mi tierra natal con mi prometida, ese ángel, para alegrar los días de tu vejez, y me encuentro con un viejo depravado y un vil farsante.

      –¡Nos batiremos! —gritó el viejo, jadeando y babeando a cadá palabra—. En cuanto a usted, Piotr Alejandrovitch, ha de saber que en toda su genealogía no hay seguramente una mujer más noble, más honesta…, ¿lo oye usted?, más honesta que esa a la que se ha permitido llamar de «mala vida». Y tú, Dmitri Fiodorovitch, que has reemplazado a tu novia por esa mujer, habrás podido comprobar que tu prometida no le llega a la suela de los zapatos.

      –¡Es vergonzoso! —dijo el padre José.

      –¡Es una vergüenza y una infamia! —exclamó una voz juvenil, trémula de emoción.

      Era la voz de Kalganov, que hasta entonces había guardado silencio y cuya cara había enrojecido de pronto.

      –¿Por qué existirá semejante hombre? —exclamó sordamente Dmitri Fiodorovitch, al que la cólera trastornaba, y alzando los hombros de tal modo que parecía jorobado—. Diganme: ¿se le puede permitir que siga deshonrando al mundo?

      Y miró en torno de él, mientras señalaba a su padre con el brazo extendido. Hablaba lentamente, con gran aplomo.

      –¿Lo oyen ustedes? —exclamó Fiodor Pavlovitch mirando al padre José—. Ahí tiene usted la respuesta a su exclamación. «¡Es vergonzoso!» Esa mujer « de mala vida» es tal vez más santa que todos ustedes, señores religiosos, que viven entregados a Dios. Cayó en su juventud, víctima de su ambiente, pero ha amado mucho, y Jesucristo perdonó a aquella mujer que había amado mucho .

      –No fue un amor de ese género el que Jesucristo perdonó —replicó, perdiendo la paciencia, el bondadoso padre José.

      –Sí, señores monjes. Ustedes, porque hacen vida conventual y comen coles, se consideran sabios. También comen gobios, uno diario, y creen que con estos pescados comprarán a Dios.

      –¡Esto es intolerable! —exclamaron varias voces.

      Pero