Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


Скачать книгу

Ivanovna acabará por aceptar a un hombre tan encantador como Iván Fiodorovitch. Ahora vacila entre los dos hermanos. ¿Pero qué veis en ese Iván para quedaros con la boca abierta ante él? Iván Fiodorovitch se rie de vosotros.

      –¿De dónde has sacado todo eso? ¿En qué te fundas para hablar con esa seguridad? —preguntó Aliocha, de súbito y frunciendo las cejas.

      –¿Y por qué me interrogas temiendo por anticipado mi respuesta? Eso quiere decir que sabes que he dicho la verdad.

      –A ti no te es simpático Iván. A Iván no le atrae el dinero.

      –¿De veras? ¿Y tampoco la belleza de Catalina Ivanovna? No, no se trata únicamente de dinero, aunque sesenta mil rublos sea una cifra seductora.

      –Iván tiene miras más altas. Los miles de rublos no le deslumbran. No busca el dinero ni la tranquilidad: lo que sin duda busca es el sufrimiento.

      –¡Otra fantasía! ¡Vivis en el limbo!

      –Micha, su alma es impetuosa y su espíritu está cautivo. Hay en él una gran idea de la que todavía no ha encontrado la clave. Es una de esas personas que no necesitan millones, sino la solución de su pensamiento.

      –Eso es un plagio, Aliocha: repites las ideas de tu starets. Iván os ha planteado un enigma —exclamó con visible animosidad Rakitine, cuyo semblante se alteró mientras sus labios se contraían—. Un enigma estúpido en el que no hay nada que adivinar. Haz un pequeño esfuerzo y lo comprenderás todo. Su artículo es ridículo y necio. Le he oído perfectamente cuando ha desarrollado su absurda teoría. «Si no hay inmortalidad del alma, no hay virtud, lo que quiere decir que todo está permitido.» Recuerda que tu hermano Mitia ha dicho sobre esto que lo tendría presente. Es una teoría seductora para los bribones… No; para los bribones, no. Esta vehemencia me trastorna… Es seductora para esos fanfarrones dotados de «una profundidad de pensamiento insondable». Es un charlatán, y su teoría, una bobada. Por lo demás, aunque no crea en la inmortalidad del alma, la humanidad hallará en si misma el vigor necesario para vivir virtuosamente. Esa fuerza se la proporcionará su amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad.

      Rakitine se había entusiasmado y apenas podía contenerse. Pero, de pronto, se detuvo como si se acordara de algo.

      –¡Bueno, basta ya! —dijo con una sonrisa forzada—. ¿De qué te ries? ¿Crees que soy tonto?

      –No, eso ni siquiera me ha pasado por el pensamiento. Eres inteligente, pero… En fin, dejemos esto. He sonreído tontamente. Comprendo que te acalores, Micha. Tu vehemencia me ha hecho comprender que Catalina Ivanovna te gusta. Ya hace tiempo que lo sospechaba. Por eso Iván no te es simpático. Tienes celos.

      –Llega hasta el final; di que los celos se deben también al dinero de ella.

      –No, Micha; no quiero ofenderte.

      –Lo creo, porque eres tú quien lo dice. Pero que el diablo os lleve a ti y a tu hermano Iván. Ninguno de los dos comprendéis que, dejando aparte a Catalina Ivanovna, Iván no es nada simpático. ¿Por qué he de quererle, demonio? Él me insulta. ¿No tengo derecho a devolverle la pelota?

      –Nunca le he oído hablar ni bien ni mal de ti.

      –¿No? Pues me han informado de que anteayer, en casa de Catalina Ivanovna, habló mucho de mí, tanto interesa este amigo tuyo y servidor. Después de esto, querido, no está claro quién está celoso de quién. Dijo que si no me resignaba a la carrera de archimandrita, si no visto el hábito muy pronto, partiré hacia Petersburgo, ingresaré en una gran revista como critico y, al cabo de diez años, seré propietario del periódico. Entonces le imprimiré una tendencia liberal y atea, a incluso cierto matiz socialista, aunque tomando precauciones, es decir, nadando entre dos aguas y dando el pego a los imbéciles. Y tu hermano siguió diciendo que, a pesar de este tinte de socialismo, yo ingresaría mis beneficios en un Banco, especularía por mediación de un judío cualquiera y, finalmente, me haría construir una casa que me produjese una buena renta, además de servirme para instalar la redacción de mi revista. Incluso señaló el sitio donde se levantaría el inmueble: cerca del puente de piedra que se proyecta construir entre la avenida Litenaia y el barrio de Wyborg.

      –¡Ah, Micha! —exclamó Aliocha, echándose a reír alegremente sin poderlo remediar—. A lo mejor, eso se cumple punto por punto.

      –¡También tú te burlas, Alexei Fiodorovitch!

      –¡No, no; ha sido simplemente una broma! Perdóname. Estaba pensando en otra cosa. Pero, oye: ¿quién te ha dado todos esos detalles? Porque tú no estabas en casa de Catalina Ivanovna cuando mi hermano habló de ti, ¿verdad?

      –No, no estaba. Pero Dmitri Fiodorovitch refirió todo esto en casa de Gruchegnka y yo le oí desde el dormitorio, de donde no podía salir mientras estuviera allí Mitia.

      –Comprendido. Ya no me acordaba de que Gruchegnka es parienta tuya.

      –¿Parienta mía? ¿Gruchegnka parienta mía? —exclamó Rakitine, enrojeciendo hasta las orejas—. ¿Has perdido el juicio? ¡No sabes lo que dices!

      –¿Cómo? ¿No es parienta tuya? Pues lo he oído decir.

      –¿Dónde? ¡Ah señores Karamazov! Tenéis humos de alta y vieja nobleza, olvidándoos de que vuestro padre era un simple bufón en mesas ajenas, donde se ganaba un plato de comida. Yo no soy sino el hijo de un pope, nada a vuestro lado; pero no me insultéis con esos aires de alegre desdén. Yo también tengo mi honor, Alexei Fiodorovitch, y me avergonzaría de estar emparentado con una mujer pública.

      Rakitine estaba excitadísimo.

      –Perdóname, te lo ruego —dijo Aliocha, que se había puesto como la grana—. Jamás habría creido que fuera una mujer… así. Te repito que me dijeron que era pariente tuya. Vas con frecuencia a su casa, y tú mismo me has dicho que no hay nada entre vosotros… No me podía imaginar que la despreciaras tanto. ¿Lo merece verdaderamente?

      –Tengo mis razones para ir con frecuencia a su casa: esto es todo lo que te puedo decir. En cuanto al parentesco, es en tu familia en la que podría entrar por medio de tu padre o de tu hermano. En fin, ya hemos llegado. Corre a la cocina… Pero, ¿qué es esto?, ¿qué ha pasado? ¿Es posible que nos hayamos retrasado tanto? No, no pueden haber terminado ya. A menos que los Karamazov hayan hecho alguna de las suyas. Eso debe de ser. Mira: ahí viene tu padre. Y tu hermano Iván le sigue. Han plantado al padre abad. ¿Ves al padre Isidoro en la escalinata gritando a tu padre y a tu hermano? Y tu padre agita los brazos, sin duda vomitando insultos. Mira a Miusov en su calesa, que acaba de arrancar. Y Maximov corre como un desalmado. Ha sido un verdadero escándalo. La comida no ha llegado a celebrarse. ¿Habrán sido capaces de pegarle al padre abad? ¿Los habrán vapuleado a ellos? Lo tendrían bien merecido.

      Rakitine había acertado. Acababa de producirse un escándalo inaudito.

      CAPÍTULO VIII

      UN ESCÁNDALO

      Cuando Miusov a Iván Fiodorovitch llegaron a las habitaciones del padre abad, Piotr Alejandrovitch, que era un hombre bien educado, estaba avergonzado de su reciente arrebato de cólera. Comprendía que, en vez de exasperarse, debió apreciar en su justo valor al deleznable Fiodor Pavlovitch y conservar enteramente su sangre fria.

      «Nada se les puede reprochar a los monjes —se dijo de pronto; mientras subía la escalinata que conducía al departamento del padre abad—. Puesto que hay aquí personas distinguidas (el padre Nicolás y el abad pertenecen, según tengo entendido, a la nobleza), ¿por qué no me he de mostrar amable con ellos? No discutiré, incluso les llevaré la corriente, y me atraeré su simpatía. Así les demostraré que yo no tengo nada que ver con ese Esopo, ese bufón, ese saltimbanqui, y que he sido engañado como ellos.»

      Decidió cederles definitiva a inmediatamente los derechos de tala y pesca, cosa que haría de mejor grado aún al tratarse de una bagatela.

      Estas buenas intenciones se afirmaron en el momento en que los invitados entraban en el comedor del padre abad. Todo el departamento consistía en sólo dos piezas, pero éstas eran más espaciosas y cómodas que las del starets. En ellas no imperaba el lujo,