Федор Достоевский

Los hermanos Karamazov


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principal detalle de elegancia consistía en aquel momento en la mesa, presentada incluso con cierta suntuosidad. El mantel era inmaculado, la vajilla estaba resplandeciente, en la mesa se veían tres clases de pan , todas perfectamente cocidas, dos botellas de vino, dos jarros de excelente aguamiel del monasterio y una gran garrafa llena de un kvass famoso en toda la comarca. No había vodka. Rakitine refirió después que la minuta constaba de cinco platos: una sopa con trozos de pescado, un pescado en una salsa especial y deliciosa, un plato de esturión, helados y compota, y, finalmente, kissel .

      Incapaz de contenerse, Rakitine había olfateado todo esto y echado una mirada a la cocina del padre abad, donde tenía amigos. Los tenía en todas partes: así se enteraba de todo lo que quería saber. Era un alma atormentada y envidiosa. Tenía pleno conocimiento de sus dotes indiscutibles y, llevado de su presunción, las exageraba. Sabía que estaba destinado a desempeñar un papel importante. Pero Aliocha, que sentía por él verdadero afecto, se afligía al ver que no tenía conciencia y que el desgraciado no se daba cuenta de ello. Sabía que no se apoderaría jamás de un dinero que tuviera a su alcance, y esto bastaba para que se considerase perfectamente honrado. Respecto a este punto, ni Aliocha ni nadie habría podido abrirle los ojos.

      Rakitine era poco importante para participar en la comida. En cambio, el padre José y el padre Paisius habían sido invitados, además de otro religioso. Los tres esperaban ya en el comedor para recibir a sus invitados. Era un viejo alto y delgado, todavía vigoroso, de cabello negro que empezaba a cobrar un tono gris, y rostro alargado, enjuto y grave. Saludó a sus huéspedes en silencio, y ellos se inclinaron, solicitando su bendición. Miusov intentó incluso besarle la mano, pero el padre abad, advirtiéndolo, la retiró. Iván Fiodorovitch y Kalganov llegaron al fin del saludo, besándole la mano ruidosamente, al estilo de la gente del pueblo.

      –Todos tenemos que presentarle nuestras excusas, reverendo padre —dijo Piotr Alejandrovitch con una fina sonrisa, pero en tono grave y respetuoso—, ya que llegamos solos, es decir, sin nuestro compañero Fiodor Pavlovitch, a quien usted había invitado. Ha tenido que renunciar a venir con nosotros, y no sin motivo. En la celda del padre Zósimo acalorado por su desdichada querella con su hijo, ha pronunciado algunas palabras totalmente fuera de lugar, en extremo inconvenientes…, de lo cual debe de tener ya conocimiento su reverencia —añadió mirando de reojo a los monjes—. Fiodor Pavlovitch, consciente de su falta y lamentándola sinceramente, se siente profundamente avergonzado y nos ha rogado, a su hijo Iván y a mí, que le expresemos su pesar, su contrición y su arrepentimiento… Espera repararlo todo inmediatamente. Por el momento, implora la bendición de su reverencia y le ruega que olvide lo sucedido.

      Al llegar al final de su discurso, Miusov se sintió tan satisfecho de sí mismo, que incluso se olvidó de su reciente irritación. Experimentó de nuevo un sincero y profundo amor por la humanidad.

      El padre abad, que le había escuchado atentamente, inclinó la cabeza y repuso:

      –Lamento vivamente su ausencia. Si hubiera participado en esta comida, acaso nos habría tomado afecto, y nosotros a él. Señores, tengan la bondad de ocupar sus puestos.

      Se situó ante la imagen y empezó a orar. Todos se inclinaron respetuosamente y Maximov incluso se colocó delante de los demás y enlazó las manos con un gesto de profunda devoción.

      Fue entonces cuando Fiodor Pavlovitch completó su obra. Hay que advertir que su propósito de marcharse había sido sincero; que, tras su vergonzosa conducta en las habitaciones del starets, había comprendido que no debía ir a comer con el padre abad como si nada hubiera pasado. No se sentía avergonzado, no se hacía amargos reproches, sino todo lo contrario; pero consideraba que asistir a la comida era una inconveniencia.

      Sin embargo, apenas su calesa de muelles chirriantes avanzó hasta el pie de la escalinata de la hospedería, y cuando ya iba a subir al coche, se detuvo. Se acordó de las palabras que había dicho al starets. «Cuando voy a ver a otras personas, siempre me parece que soy el más vil de todos, y que todos me miran como a un payaso. Entonces yo decido hacer de veras el payaso, por considerar que todos, desde el primero hasta el último, son más estúpidos y más viles que yo.»

      Fiodor Pavlovitch quería vengarse de todo el mundo por sus propias villanías. Se acordó de pronto de que un día alguien le preguntó: «¿Por qué detesta usted tanto a ese hombre?» A lo que él había contestado en un arranque de procacidad bufonesca: « No me ha hecho nada, pero yo le hice a él una mala pasada y desde entonces empecé a detestarlo.» Este recuerdo le arrancó una risita silenciosa y maligna. Con los ojos centelleantes y los labios temblorosos, tuvo unos instantes de vacilación. Luego, de pronto, se dijo resueltamente: «No podría rehabilitarme. Me mofaré de ellos hasta el cinismo.»

      Ordenó al cochero que esperase y volvió a grandes pasos al monasterio. Iba derecho a las habitaciones del padre abad. Ignoraba aún lo que haría, pero sabía que no era dueño de sí mismo, que al menor impulso cometería cualquier acto indigno, incluso algun delito del que habría de responder ante los tribunales. Hasta entonces, jamás había pasado de ciertos límites, lo que no dejaba de sorprenderle.

      Apareció en el comedor en el momento en que, terminada la oración, todos iban a sentarse a la mesa. Se detuvo en el umbral, observó a la concurrencia, mirándolos a todos fijamente a la cara, y estalló en una risa larga y desvérgonzada.

      –¿Se creían que me había marchado? Pues aquí me tienen —exclamó con voz sonora.

      Todos los presentes le miraron en silencio, y, de súbito, todos comprendieron que inevitablemente se iba a producir un escándalo. Piotr Alejandrovitch pasó repentinamente de la calma a la contrariedad. Su cólera volvió a inflamarse:

      –¡No lo puedo soportar! —gruñó—. No puedo, no puedo de ningún modo.

      La sangre le afluyó a la cabeza, y notó que se embarullaba, pero el momento no era para pensar en la dialéctica. Cogió el sombrero.

      –¿Qué es lo que no puede soportar? —exclamó Fiodor PavIovitch—. ¿Puedo entrar, reverendo padre? ¿Me admite usted como invitado?

      –Le ruego de todo corazón que pase —respondió el padre abad, y añadió dirigiéndose a todos—: Señores, les suplico que olviden sus querellas y se reúnan con amor fraternal, implorando a Dios, en torno de esta mesa.

      –¡No, no! Eso es imposible —exclamó Piotr Alejandrovitch fuera de si.

      –Lo que es imposible para Piotr Alejandrovitch, lo es también para mi. No me quedaré. He venido por estar con él. No me sepáraré de usted ni un paso, Piotr Alejandrovitch: si usted se va, me voy yo; si usted se queda, me quedo. Usted, padre abad, le ha herido al hablar de fraternidad: le mortifica ser mi pariente… ¿No es verdad, Von Shon? Miren: ahí tienen a Von Shon. ¡Buenas tardes, Von Shon!

      –¿Me dice usted a mi? —preguntó Maximov, estupefacto.

      –Sí, a ti. Reverendo padre, ¿sabe usted quién es Von Shon? El héroe de una causa célebre. Lo mataron en un lupanar, como creo que llaman ustedes a esos lugares, y, una vez muerto, lo desvalijaron. Después, a pesar de su respetable edad, lo metieron en un cajón y lo enviaron de Petersburgo a Moscú en un furgón de equipajes con una etiqueta. Y mientras lo embalaban, las rameras cantaban y tocaban el timpano, es decir, el piano. Pues bien, ese hombre que ven ustedes ahí es Von Shon resucitado. ¿Verdad, Von Shon?

      –¿Qué dice este hombre? —exclamaron varias voces entre los religiosos.

      –Vámonos —dijo Piotr Alejandrovitch a Kalganov.

      –¡No, esperen! —gritó Fiodor Pavlovitch, dando un paso hacia el interior—. Déjenme terminar. En la celda del starets me han acusado ustedes de haberme conducido irrespetuosamente, y todo porque he hablado de gobios. A Piotr Alejandrovitch Miusov, mi pariente, le gusta que en las peroraciones haya plus de noblesse que de sincérité; a mi, por el contrario, me gusta que en mis discursos haya plus de sincérité que de noblesse, ¡y que se fastidie! ¿No es verdad, Von Shon? Escúcheme, padre abad: aunque yo sea un bufón y me mantenga en mi papel, soy un caballero de honor y tengo que explicarme. Sí, yo soy un caballero de honor, mientras que en Piotr Alejandrovitch no hay más que amor propio ofendido. He venido aquí para ver lo que pasa y exponerle