LOS AUTORES PORTUGUESES
QUE ESCRIBIERON EN CASTELLANO[1]
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DURANTE no breve tiempo, la atención del público inteligente, y, sobre todo, de las pocas personas que leen en España, se fijó con tal ahinco y con tan candorosa admiración en el movimiento intelectual de Francia, y quizá de algún otro país de los que en el día se consideran al frente de la civilización de Europa, que descuidamos mucho el conocimiento de nuestros autores, y aun llegamos á mirarlos con desdén, más ó menos encubierto.
[1] Catálogo razonado, biográfico y bibliográfico, de los autores portugueses que escribieron tn castellano, por D. Domingo García Pérez, Doctor en Medicina y Cirujía, antiguo Diputado de la nación portuguesa por la ciudad de Setubal.—Madrid, 1890.
De aquí sin duda el escaso cultivo que hemos dado á nuestra historia literaria, de la cual no tenemos aún tratado de conveniente extensión y escrito por un español en nuestro propio idioma; Amador de los Ríos dejó en el punto más interesante su grande obra, y lo menos malo completo que tenemos hasta hoy, prescindiendo de la frialdad y pobre sentir de las bellezas, es el libro del anglo-americano Jorge Tiknor.
Recientemente, acaso desde ñnes del primer tercio de este siglo, el amor propio nacional nos ha estimulado, y la afición á las letras patrias se ha despertado en España, al menos en el pequeño circulo de los que gustan de libros y no se emplean enteramente en las interminables discusiones políticas.
Nuestros antiguos libros, ó circulaban en ediciones detestables, que arredraban á los tibios y no consentían que los leyesen, ó se habían hecho raros, cayendo los ejemplares que aún quedaban en poder de bibliófilos, que hacían de ellos misterioso tesoro, estimando á menudo con perversa crítica, cada libro, más por su rareza que por su valor literario.
En esta situación, empezó á publicarse en 1847 ó 1848 la Biblioteca de autores españoles, de Rivadeneyra, la cual hizo un gran servicio, divulgando el saber de nuestra literatura y procurando que este saber pudiese ser algo más que somero, sin convertirse en ciencia oculta, de la que sólo entienden los iniciados.
Desde entonces, así los que compusieron los prólogos, introducciones y notas á los varios autores que publicó Rivadeneyra, como otros eruditos que tal vez han venido después, y entre los que descuellan Menéndez y Pelayo, Adolfo de Castro, Laverde y Canalejas, han ido juzgando y estimando en lo que se debe nuestra amena literatura, poesía lírica y épica, novelas y teatro, y hasta nuestros historiadores, filósofos y demás hombres de ciencia.
Aún queda bastante que hacer en este punto de la crítica, y es harto difícil ponerse en el medio razonable para no desdeñar demasiado ni encomiar tampoco sin medida lo que no lo merece. El segundo escollo es el más peligroso de los dos. Quien en él se coloca, en vez de ganarse las voluntades y de fomentar la afición á los antiguos libros españoles, infunde al vulgo, á la gente de mundo semi-ilustrada, miedo y hasta repugnancia, no falta de fundamento, porque si alguien lee un libro que el crítico le ponderó como un primor, lleno de ingenio y de gracia, oro de Tíbar de poesía, etc., y se aburre leyéndole y le halla tonto é inaguantable, creerá que con todos los demás libros que le pondere el crítico le sucederá lo mismo, y no leerá ninguno, y tendrá vehementes sospechas de que no es muy divertida la antigua literatura española.
Harto sabemos todos que la moda, las ideas del tiempo en que se vive, el chiste de fecha reciente, es lo que el vulgo literario penetra bien y aquello en que se complace. De lo pasado suele penetrar poco, y no se divierte ni se interesa por ello; pero, en otros países, no son los hombres tan rebeldes á toda férula como en España; no tienen tanto el valor de sus opiniones, y reconocen las autoridades y las acatan y se someten. Aquí no. Un inglés irá á oir un drama de Shakespeare, y bostezará y se fastidiará de muerte, pero no se atreverá á decir que el drama es malo; antes bien, le declarará maravilloso y estupendo: mientras que todo español, y más aún toda española, si va al teatro y se fastidia ó se duerme con Tirso ó con Lope, dirá desenfadadamente que Lope y Tirso nada valen. La otra noche, por ejemplo, representaron aquí, en uno de nuestros mejores teatros, una comedia de Molière, traducida por Moratín, y el público, que era de lo más selecto de esta coronada villa, echó á rodar sin el menor escrúpulo la gloria del gran dramaturgo francés y de nuestro egregio poeta clásico, y salió casi unánime sentenciando que era estúpida la tal comedia.
El critico y el historiador de nuestra literatura deben tener presente todo esto para no excitar con sus alabanzas á la lectura de libros que no merezcan ser leídos, pero tampoco deben escatimar el encomio á todo libro ó trabajo que sea digno de él, aunque la generalidad del público no sepa apreciarle.
La lectura de libros antiguos, aun de puro pasatiempo, requiere cierto aparato de erudición y bastante fantasía, discreta é ilustrada, para trasladarse en espíritu á la edad en que cada autor escribió, y comprenderle y sentir con él como su contemporáneo, juzgándole después sin pasión y volviendo, al hacer el oficio de juez, á vivir en la edad en que ahora vivimos.
Sólo así se podrá componer al cabo una historia completa de nuestra literatura ó de nuestra cultura en general, donde se tase su valor, ya absoluto, ya con relación á la cultura de Alemania, Italia, Francia é Inglaterra, que son los cuatro pueblos que con los de esta Península han estado alternativa ó simultáneamente á la cabeza de la civilización del mundo, desde que empezó la historia moderna hasta hoy.
En España podemos jactarnos de la cantidad de lo que se ha escrito. Somos ricos en obras. No hay una sola lengua literaria, sino tres: la castellana, la portuguesa y la catalana. Y en cada una de estas tres lenguas, sobre todo en las dos primeras, ha habido un enjambre de fecundísimos autores. Pero como muchos catalanes y muchísimos portugueses han escrito en castellano, la literatura castellana, aunque sólo fuese por esto, sería la más rica de las tres.
Aún nos queda mucho por hacer á fin de lograr una cosa con la que yo sueño: una literatura selecta española: una bibliotequita, por ejemplo, de cuarenta ó cincuenta volúmenes, chiquitos, elegantes y primorosos, donde se reuniese lo mejor de nuestra inmensa riqueza intelectual; bibliotequita que leyesen las damas sin fatiga y hasta con gusto, y que ellas pudiesen tener en sus habitaciones, al lado ó en lugar de los autores franceses que leen ahora cuando algo leen.
Esta selección atinada no se ha hecho bien aún. Hay motivos, que sería prolijo exponer aquí y que la dificultan. De ello proviene que las letras en España son menos populares y divulgadas que en otros países; y que pasado el momento de la moda, si llega durante su vida á estar de moda un autor, todo cuanto se ha escrito se hunde en el más profundo olvido para el público, y sólo permanece para los eruditos, casi como si fuera una reconditez. De ello proviene también algo de muy lamentable ó de muy risible, según el humor con que se considere: un divorcio casi completo entre lo literario y lo ameno ó interesante, sobre todo en el teatro, que es por donde el vulgo, que apenas lee, penetra en el santuario de las letras. A menudo se oye decir á la salida de los teatros—la comedia no tiene sentido común, pero me ha interesado ó me ha divertido:—ó bien,—mucho me ha fastidiado el drama, pero confieso que tiene mérito literario y ¡qué buen verso!—Lo cual da malísima idea de autores y de público, porque razonablemente no se concibe que lo absurdo divierta ó interese, ni menos aún que tenga buen verso ni mérito literario lo fastidioso.
De todo lo dicho se infiere que debemos propender á que salgan en España las letras amenas del apartamiento en que viven, con respecto á la generalidad del público, y lo que es más de sentir, con respecto á lo que ahora llaman high life, en cuyos centros rara vez se ve un libro en castellano.
Alguna culpa tienen de esto los bibliófilos. No pocos de los libros que publican en ediciones elegantes, que jamás ó rara vez tuvieron en España los autores que todo