te llenaré los bolsillos de dinero… e iremos a ver a Nastasia Filipovna. ¿Vendrás?
–Atiéndale, príncipe León Nicolaievich —dijo el empleado, con solemnidad—. ¡No deje escapar tan buena ocasión!
El príncipe Michkin se incorporó, tendió cortésmente la mano a Rogochin y le dijo con la mayor cordialidad:
–Iré a verle con el mayor placer y aprecio mucho la amistad que me testimonia. Quizá vaya a visitarle hoy mismo. Me ha simpatizado mucho, sobre todo cuando nos ha contado esa historia de los pendientes. Pero ya me agradaba usted antes, a pesar de su aspecto sombrío. Le agradezco la pelliza y los vestidos que me ofrece, porque pronto, en efecto, lo necesitaré todo. En este momento apenas poseo un kopec.
–Ven, ven y tendrás dinero esta misma tarde.
–Lo tendrá —repitió el empleado, como un eco—. ¡Lo tendrá esta misma tarde!
–Dime, príncipe; ¿te gustan las mujeres? ¡Dímelo en seguida!
–No… Yo, ¿comprende?… En fin, quizá usted lo ignore, pero el caso es que yo, como consecuencia de mi enfermedad congénita, no puedo tratar íntimamente a las mujeres.
–En ese caso —exclamó Rogochin— eres un verdadero hombre de Dios. Dios ama a los seres así.
–Sí: el Señor Dios los ama —aseguró el empleado a su vez.
–Anda, moscón, acompáñame —dijo Rogochin a Lebediev.
Todos descendieron del carruaje. Lebediev había conseguido al fin su propósito. El ruidoso grupo partió en dirección a la Perspectiva Voznesensky. Michkin debía dirigirse a la Litinaya. El tiempo era húmedo. El príncipe preguntó a los transeúntes el camino a seguir y cuando supo que debía recorrer tres verstas, resolvió tomar un coche de alquiler.
II
El general Epanchin vivía en una casa propia cerca de la Litinaya, junto a la Transfiguración. Además de ser dueño de aquel magnífico edificio, cuyas cinco sextas partes alquilaba, el general obtenía una buena renta de otra casa, muy vasta también, que poseía en la Sadowaya. Era igualmente propietario de una fábrica en el distrito de San Petersburgo y de una finca que producía considerables ingresos, situada a poca distancia de la capital. Como todos sabían, el general, antes, había estado interesado en los arrendamientos públicos y a la sazón era un fuerte e influyente accionista en varias poderosas sociedades comanditarias. Gozaba reputación de hombre muy rico, muy ocupado y muy bien relacionado. Tenía el arte de saber hacerse necesario en donde le convenía, como, por ejemplo, en su departamento gubernamental. Nadie, sin embargo, ignoraba que Iván Federovich Epanchin no había recibido educación alguna, ya que su padre fue mero soldado raso. Sin duda este último hecho no podía sino honrarle, comparándolo con la posición social alcanzada, pero el general, aunque hombre inteligente, no se eximía de ciertas debilidades, y le disgustaba, en consecuencia, que se aludiese a sus orígenes. En todo caso, era talentoso y capaz. Se atenía, verbigracia, al principio de no hacerse evidente nunca allí donde convenía difumarse y, a los ojos de mucha gente, uno de sus principales méritos consistía en su falta de pretensiones y en saber no salirse de su lugar. ¿Qué hubieran dicho los que le juzgaban así de haber leído sus sentimientos reales en el fondo de su alma? El hecho era que, uniendo a una gran experiencia de la vida varias notabilísimas facultades, Iván Fedorovich fingía obrar, más que en virtud de sus inspiraciones personales, como ejecutor del pensamiento de los demás, a fin de parecer un hombre «desinteresadamente consagrado al servicio» y de ganar fama, de acuerdo con el sentir de la época, de ser un auténtico ruso. Cierto que circulaban al propósito algunas anécdotas divertidas, pero el general no se desconcertaba nunca por semejante causa. Además, era afortunado en todo, incluso en el juego. Arriesgaba gruesas sumas en el tapete verde y lejos de ocultar lo que él llamaba su «pequeña debilidad», procuraba hacer ostentación de ella. Trataba círculos muy mezclados, sí, pero, por supuesto, de gente influyente y bien situada. Por mucho que tuviese que hacer, siempre encontraba tiempo para todo, y todo era diligenciado por él a su debido tiempo. También en punto a edad el general se hallaba en eso que se llama «la flor de la vida», ya que contaba cincuenta y seis años, momento en que, como todos saben, es cuando se empieza a vivir de veras. Su buena salud, su rostro optimista, su figura recia, sus dientes sólidos aunque ennegrecidos, el aire de preocupación con que trabajaba por la mañana en su despacho y el aspecto de buen humor que exhibía por la noche ante la mesa de juego o en casa de Su Gracia, todo contribuía a su éxito presente y futuro y contribuía a cubrir de rosas su sendero.
El general tenía varias deliciosas hijas. En aquel sentido, no todo eran rosas, aunque sí motivo de que Epanchin albergase esperanzas profundamente acariciadas. ¿Hay, después de todo, planes más graves y respetables que los de un padre? ¿Qué debe preocupar a un hombre más que su familia?
La del general consistía en su esposa y tres hijas, ya mujeres. Epanchin habíase casado muchos años atrás, siendo sólo teniente, con una muchacha de su edad aproximada que no sobresalía por su belleza ni su cultura, ni le llevó como dote más que cincuenta almas, dote, sin embargo, que constituyó el primer peldaño de la fortuna del general. Éste nunca deploró aquel matrimonio contraído en su obscura juventud, nunca lo consideró como un error, y respetaba y hasta, a veces, temía tanto a su mujer, que ello era casi para él un equivalente del amor. Su esposa pertenecía a la familia principesca de los Michkin, de nobleza antigua aunque no brillante, y tenía una alta opinión de sí misma en razón a su nacimiento. Una persona influyente, uno de esos protectores amigos de proteger sin que les cueste nada, se había interesado por el porvenir del esposo de la joven princesa cuando ambos estaban recién casados. Abrió, en efecto, camino, al joven oficial, tendiéndole, como suele decirse, una mano, aunque en realidad nunca hizo falta mano alguna, sino una simple mirada para que ambos se comprendieran. Con pocas excepciones, marido y mujer pasaron toda su existencia en buena armonía. La Epanchina, desde su edad juvenil, gracias a ser princesa por nacimiento —la última de su familia— y acaso también a causa de sus cualidades personales, había encontrado amistades de peso en los círculos más altos.
En los últimos años, gracias a la riqueza de su esposo y al grado de éste en el servicio, acabó sintiéndose como en su casa en aquellas elevadas regiones.
En el curso de los años, las tres hijas del general —Alejandra, Adelaida y Aglaya— se habían convertido en mujeres muy atractivas. Eran, cierto, meras Epanchinas, pero por parte de su madre descendían de cuna ilustre, poseían considerables dotes, se esperaba que su padre, más pronto o más tarde, llegase a ocupar una posición muy alta y, lo que resultaba también importante, las tres tenían una notable belleza, sin exceptuar a la mayor, que ya había rebasado los veinticinco años. La segunda contaba veintitrés y Aglaya, la más joven, acababa de cumplir los veinte. Aglaya, auténtica hermosura, comenzaba a atraer la atención en sociedad. Por ende, las tres eran también muy distinguidas en materia de educación, inteligencia y talento. Todas se querían mucho y se apoyaban mutuamente. Incluso la gente hablaba de ciertos sacrificios hechos por las dos mayores en beneficio de la tercera, que era el ídolo de la familia. No les gustaba exhibirse mucho en sociedad y procedían siempre con extraordinario recato. Nadie podía reprocharles altanería o desdén, aunque todos las supiesen orgullosas y conscientes de su propia valía. La mayor de todas tocaba admirablemente, y la segunda pintaba muy bien, aunque ello no se había sabido hasta hacía pocos años. En resumen, se las elogiaba mucho. Cierto que tampoco faltaban comentarios hostiles. La gente hablaba con horror del número de libros que las tres muchachas habían leído. No mostraban prisa en casarse y no aparecían sino muy moderadamente en el círculo social al que pertenecían. Esto resultaba lo más notable de todo, siendo notorios, como lo eran, los propósitos, inclinaciones, carácter y deseos de su padre.
Serían cosa de las once cuando el príncipe pulsó el timbre de la puerta del general. Éste habitaba, en el primer piso de su casa, un departamento relativamente modesto para su posición en el mundo. Un lacayo de librea abrió la puerta y el príncipe hubo de entrar en largas explicaciones con aquel hombre, quien desde el primer momento miróles a él y su paquete con clara desconfianza. Al fin, en vista de la reiterada y concreta aserción del visitante de que era realmente el príncipe Michkin y que deseaba ver al