Федор Достоевский

El Idiota


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como de cuarenta años, con el aspecto inquisitivo propio de quien conoce bien la importancia de sus funciones, que en su caso, según dijimos, consistían en anunciar a los visitantes y pasarlos al despacho.

      –Entre en el salón y deje aquí su paquete —dijo el lacayo, sentándose en su butaca con mesurada gravedad y examinando a la vez, con ojo sorprendido y severo, al príncipe, quien, sin abandonar su modesto equipaje, se había instalado junto a él en una silla.

      –Si me lo permite —indicó Michkin— esperaré en su compañía. ¿Qué voy a hacer yo solo ahí dentro?

      –Puesto que viene usted de visita, no puede quedarse en la antesala. ¿Quiere usted ver al general en persona?

      –Sí; tengo un asunto que… —principió el príncipe.

      –No le pregunto sobre su asunto. Mi deber es sólo el de anunciarle. Pero, como ya le he dicho, sin permiso del secretario no puedo hacerlo.

      El lacayo se sentía cada vez más inclinado a la desconfianza. El aspecto del príncipe difería mucho del de los visitantes ordinarios. Si bien a ciertas horas, e incluso todos los días, el general solía recibir personas de las más diversas calidades, especialmente en materia de negocios, el criado, pese a la amplitud de sus instrucciones, experimentaba en este caso gran titubeo y por ello consideró imprescindible consultar al secretario.

      –¿Viene usted en realidad del extranjero? —preguntó, involuntariamente, sintiéndose muy turbado apenas concluyó de hablar.

      En rigor había estado a punto de preguntar: «¿Es usted en realidad el príncipe Michkin?».

      –Sí: llego ahora mismo de la estación. Creo que quería usted preguntarme si soy verdaderamente el príncipe Michkin; pero la cortesía le ha impedido hacerlo así.

      –¡Hum! —rezongó el sirviente, sorprendido.

      –Le aseguro que no miento y que no incurrirá usted en responsabilidad alguna por culpa mía. Si me presento vestido de este modo y llevando este paquete, ello no debe extrañarle. Mi situación actual no es muy desahogada.

      –Es que… Mire; mi deber es sólo anunciarle, y el secretario le verá, a menos que usted… Precisamente la dificultad está en que… En fin: ¿puedo preguntarle si se propone solicitar del general una ayuda pecuniaria?

      –¡Oh, no! Tranquilícese; no es ése el asunto que me trae aquí.

      –Dispénseme, pero yo, viendo su traje… Espere al secretario. Ahora el general está ocupado con un coronel… y luego tiene que venir el secretario de la compañía…

      –Si he de esperar mucho, le ruego que me permita fumar en algún sitio Tengo pipa y tabaco…

      –¡Fumar! —exclamó el lacayo mirándole con despectiva extrañeza, como si no pudiera creer a sus oídos—. ¡Fumar! No, no puede usted fumar aquí y no debía ocurrírsele ni preguntármelo. ¡Je, je! ¡Vaya una ocurrencia!

      –No se trata de fumar en esta habitación. Ya me hago cargo de que eso no debe estar permitido. Sólo quería referirme a que me indicara un lugar donde poder encender una pipa, porque tengo ese vicio y hace tres horas que no he fumado. Pero, en fin, como le parezca… Ya lo dice el refrán: «Do quiera que estuvieres, haz lo que vieres…».

      El lacayo no pudo contenerse y exclamó:

      –¿Cómo voy a anunciar a un hombre así? En primer lugar, su sitio como visitante no es éste, sino el salón, y me expone usted a recibir reproches. ¿No pensará usted quedarse a vivir en la casa? —añadió, mirando de soslayo el paquetito, que evidentemente le preocupaba.

      –No, no me lo propongo. Incluso si me invitaran no me quedaría. El único objeto de mi visita es conocer a los dueños de la casa… y nada más.

      Esta respuesta pareció muy equívoca al desconfiado sirviente.

      –¿Conocerlos? —dijo con sorpresa—. ¡Pero si me aseguró usted al principio que venía por un asunto!

      –Quizá haya exagerado yo al hablar de un asunto. No obstante, puedo decir que me trae un asunto, en el sentido de que tengo que pedir un consejo… Pero sobre todo deseo presentarme a los Epanchin, porque la generala pertenece a la familia de los Michkin, como yo, y los dos somos los últimos descendientes de nuestra raza.

      Las últimas palabras del príncipe llevaron al colmo la inquietud del lacayo.

      –¿Así que es usted un pariente?

      –Apenas un pariente. El parentesco existe, en realidad, pero tan lejano que se puede considerar como nulo. Desde el extranjero escribí una vez a la generala y no me contestó. Sin embargo, al volver a Rusia, he creído deber mío venir a visitarla. Entro en tantas explicaciones para disipar sus dudas, ya que le veo muy sorprendido. Anuncie al príncipe Michkin y este nombre será suficiente razón de mi visita. Se me recibirá o no: en el primer caso, bien; en el segundo tal vez mejor aún. Pero creo que no pueden dejar de recibirme, porque la generala querrá ver al último miembro actual de su familia, ya que, según me han dicho, da mucha importancia a su nacimiento.

      Cuanto más se esforzaba el príncipe en hacer natural su conversación, más aquella naturalidad hacía entrar en sospechas al experto sirviente, quien, reconociendo la charla muy lógica de hombre a hombre, no podía considerarla de igual modo de visitante a lacayo. Y como los criados son mucho menos torpes de lo que sus señores imaginan, sólo dos ideas surgían en la mente del lacayo: o el visitante era un impostor que acudía a pedir dinero al general, o era sencillamente un idiota sin un ápice de dignidad, porque un príncipe en sus sentidos cabales y suficientemente digno no se habría quedado en la antesala ni contado sus intimidades a un sirviente. En cualquiera de ambos casos, el anunciar tal visita podía originarle complicaciones.

      –En todo caso, debe usted pasar al salón —dijo lo más apremiantemente que supo.

      –Si hubiese pasado, no habría podido darle estas explicaciones —contestó el príncipe con sonrisa jovial— y usted estaría inquieto aún acerca de mi capote y de mi paquete. Ahora, quizá juzgue usted inútil esperar al secretario y me anuncie sin más.

      –No puedo anunciar a un visitante como usted sin contar con el secretario. Además, Su Excelencia tiene dadas órdenes de que no se le moleste cuando está con el coronel… Sólo Gabriel Ardalionovich puede pasar en estas ocasiones sin ser anunciado.

      –¿Es un empleado?

      –¿Quién? ¿Gabriel Ardalionovich? No. Está al servicio de la compañía. Deje usted el paquete aquí.

      –Sí, ya pensaba hacerlo si me lo permitía. Y el capote también. ¿Le parece?

      –Sí: no puede usted conservarlo puesto cuando pase a ver a Su Excelencia.

      El príncipe, levantándose, quitóse ágilmente el capote. Llevaba debajo un traje bastante elegante y bien cortado, aunque algo raído. Sobre su chaleco serpenteaba una cadena de acero. El reloj, de fabricación ginebrina, era de plata.

      Aunque el lacayo tuviese a aquel hombre por un imbécil —y la convicción de que lo era había arraigado vigorosamente ya en su cerebro— no dejaba de comprender lo inusitado de que él, un sirviente, conversase así con un visitante. Además, sentía cierta simpatía por Michkin, siempre, por supuesto, desde un punto de vista distinto a aquel que le produjera tan violenta indignación.

      –Y ¿a qué horas recibe la señora Epanchina? —preguntó Michkin después de volver a sentarse donde anteriormente.

      –Eso ya no es cosa mía. Sus horas de recepción varían según las personas. Para la modista, la señora está visible desde las once. Gabriel Ardalionovich puede pasar también antes que los demás, incluso durante el desayuno.

      –En invierno, la temperatura de las casas es mejor aquí que en el extranjero —comentó Michkin—, aunque en la calle el aire allá es menos frío que aquí. Un ruso no acostumbrado a las casas extranjeras las encuentra inhabitables en el invierno.

      –¿No tienen calefacción?

      –Sí; pero se construye de diferente modo, con otro