Gania, que acababa de sacar de su carpeta una fotografía de gran tamaño—. ¡Ah, Nastasia Filipovna! ¿Ha sido ella quien te la ha enviado? ¿Ella misma? —preguntó con viva curiosidad.
–Me la dio hace poco, cuando fui a felicitarla. Hace tiempo que se la había pedido. No sé —agregó Gania con desagradable sonrisa— si me la habrá dado como para insinuarme que me he presentado en su casa, en un día como hoy, llevando las manos vacías.
–¡No! —replicó el general, con convicción—. ¡Qué modo tienes de sacar las cosas de quicio! ¡Una insinuación de ese género en una mujer tan poco interesada! Además, ¿qué regalo ibas a hacerle? ¡Cómo no le dieras tu propio retrato! Y, a propósito, ¿no te lo ha pedido nunca?
–No, no me lo ha pedido, ni quizá me lo pida jamás. ¿Recuerda usted la reunión de hoy, Ivan Federovich? Es usted uno de los especialmente invitados.
–Me acuerdo, me acuerdo e iré con toda certeza. ¡Ya lo creo! ¡Un cumpleaños! Porque cumple los veinticinco… Hum… Voy a revelarte un secreto, Gania. Prepárate… Nastasia Filipovna nos ha prometido a Atanasio Ivanovich y a mí decir esta noche la última palabra: ser o no ser. ¿Comprendes?
Gania repentinamente se estremeció y se puso pálido.
–¿Lo ha dicho así de verdad? —preguntó con voz temblorosa.
–Nos ha hecho esa promesa anteayer, impelida por nuestras comunes instancias. Pero nos pidió que por el momento no te lo dijéramos.
El general clavaba los ojos en Gania, cuya turbación le causaba notorio disgusto.
–Recuerde, Iván Fedorovich —dijo el joven agitado— que Nastasia Filipovna me ha dejado en libertad de decidir hasta después de que ella haya decidido, y que aun entonces sigo siendo yo quien debe resolver.
–Así, pues, tú… tú… —balbució el general, súbitamente alarmado.
–Yo no digo nada.
–Pero, vamos a ver: ¿qué posición adoptas?
–No es que rehúse… No he querido decir eso…
–¡No faltaría más que rehusaras! —exclamó el general dando libre curso a su descontento—. Aquí, amigo mío, no se trata de que «no rehúses», sino de que aceptes la resolución de Nastasia Filipovna con entusiasmo, con alegría, sintiéndote dichoso… Dime: ¿qué sucede en tu casa?
–Eso no importa. En casa, todo depende de mi voluntad. Mi padre, como de costumbre, sigue haciendo disparates. ¡Ya sabe usted a qué punto ha llegado! Yo no le dirijo la palabra, pero le refreno y, de no ser por mi madre, le habría echado de casa. Mi madre, naturalmente, se pasa el día llorando y mi hermana disgustadísima, desde que les he declarado francamente que sólo yo tengo derecho a decidir de mi futuro, que el amo en casa soy yo y que deseo ser obedecido. Todo eso se lo dije a mi hermana delante de mi madre.
–Pues yo, amigo mío, continúo sin comprender nada —manifestó Iván Fedorovich encogiéndose de hombros y haciendo un movimiento con las manos—. Nina Alejandrovna estaba desolada, y lloraba y sollozaba de un modo tremendo cuando vino el otro día, ¿recuerdas? Le pregunté qué le pasaba y supe por su contestación que considera tu enlace como un deshonor para la familia. ¿Qué deshonor puede haber en eso, si me permite preguntárselo? —dije yo—. ¿Quién puede reprochar nada a Nastasia Filipovna ni afear su conducta? ¿Que ha tenido intimidad con Totsky? Hablar de ello es absurdo, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias. «¡Pero usted no toleraría que tratase con sus hijas!», dijo ella. ¡Figúrate! Verdaderamente esta Nina Alejandrovna no sabe comprender, no sabe hacerse cargo de…
–¿De su posición? —insinuó Gania, concluyendo la frase del general—. No se disguste contra ella: la comprende muy bien. Además, ya le he dicho lo que convenía para que aprenda a no intervenir en los asuntos de los demás. Sin embargo, si en casa las cosas no se han puesto peor es porque no se ha dicho aún la última palabra; pero la tempestad se cierne en el aire. Si hoy se dice la última palabra, en casa se desencadenará la tormenta.
El príncipe oyó toda aquella conversación desde el rincón en que se entregaba a su trabajo caligráfico. Cuando lo hubo terminado se aproximó a la mesa para entregarlo al general.
–¿Así que ésta es Nastasia Filipovna? —preguntó, examinando el retrato con curiosidad—. ¡Es maravillosamente bella! —añadió fervorosamente.
El retrato era, como Michkin decía, el de una mujer maravillosamente bella, ataviada, sin afectación alguna, con un vestido de seda negro cuya elegante hechura no excluía la sencillez. Los cabellos que, al parecer, debían de ser castaños, iban peinados con casera simplicidad; la frente era pensativa; los ojos negros y profundos; la expresión apasionada y un tanto desdeñosa, el rostro delgado y probablemente pálido.
Gania e Iván Fedorovich miraron, sorprendidos, a Michkin.
–¿Qué dice de Nastasia Filipovna? ¿Es que la conoce también? —preguntó el general.
–Sí; aunque sólo llevo veinticuatro horas en Rusia, ya conozco a esta bella mujer —repuso el príncipe, sonriendo.
Y relató su encuentro con Rogochin y cuanto este último le contara.
–¡He aquí una cosa que no sabíamos! —exclamó el general, inquieto.
Había escuchado con atención el relato del príncipe y ahora sus ojos parecían querer sondear el alma de Gania.
–Probablemente todo se reduce a una necedad de ese Rogochin —murmuró el secretario, un tanto turbado, como el general, por lo que acababa de oír—. He oído hablar de él. Es hijo de un mercader, y además un libertino…
–También yo he oído mencionarle —dijo el general— con motivo de lo de los pendientes de diamantes. Nastasia Filipovna nos contó el episodio. Pero ahora es otra cosa. Aquí hay de por medio un millón tal vez y… una pasión… Pongamos que esa pasión sea la de un libertino: eso no implica que haya de ser menos violenta. Ya se sabe de lo que son capaces gentes así cuando están bebidas… En fin… ¡Con tal que no surjan complicaciones! —concluyó el general, preocupado.
–¿Teme usted el millón? —sonrió Gania.
–¿Acaso no lo temes tú?
Gania se volvió súbitamente a Michkin.
–¿Qué le parece ese Rogochin, príncipe? ¿Un hombre serio o un necio? ¿Cuál es su opinión personal?
Mientras Gania hacía esta pregunta, se producía algo nuevo en su interior. Una idea inédita inflamaba su cerebro y hacía relampaguear sus ojos. En cuanto al general, cuya inquietud era muy real, miró también al príncipe, pero sin confiar mucho, al parecer, en tal fuente de informes.
–No sé qué decirle —respondió Michkin—. Rogochin me ha parecido muy enamorado, e incluso con una pasión morbosa. Por otra parte, le encuentro muy delicado de salud. No sería extraño que recayera en breve, sobre todo si no se cuida.
–¿Cree usted…? —preguntó Iván Fedorovich asiéndose a aquella idea.
–Sí.
Gania, sonriendo, se dirigió al general.
–Poco importa que recaiga de aquí a unos días.
No hace falta mucho tiempo para que dé un escándalo de la clase del que usted teme. Puede darlo hoy mismo…
–Claro, sin duda… Sí, eso es posible… Todo depende del estado de ánimo de Nastasia Filipovna —repuso el general.
–Y ya sabe usted lo que ella es a veces…
–¿Qué quieres decir? —exclamó, muy desconcertado, Iván Fedorovich—. Escucha, Gania: procura no contradecirla hoy; te lo ruego… Esfuérzate en ser con ella lo más amable que puedas… ¿Por qué haces esa mueca?, óyeme, Gabriel Ardalionovich: ¿qué es lo que nos proponemos? Si no lo decimos ahora no lo diremos nunca. Respecto a mi interés personal en este asunto, bien sabes que no tengo por qué inquietarme: resuélvase como se resuelva la situación, siempre será en ventaja