«En el reino animal todo es género y especie, diferencia, progresión y serie […]; si de los animales pasamos a las plantas, encontramos la misma ley: división y grupo o serie»[65]; o aún: «Llamo ORDEN a toda disposición seriada o simétrica. El orden implica necesariamente división, distinción, diferencia. Algo indiviso, indistinto, no diferenciado no puede ser considerado ordenado, nociones ambas excluyentes»[66]. Todo, absolutamente todo responde al modelo de la serie inicial que la observación científica o sociológica («identidad-diferencia» o «unidad-diversidad») muestra con meridiana claridad: «La serie es al mismo tiempo unidad y multiplicidad, particular y general, verdaderos polos de la percepción y que no pueden existir el uno sin el otro». Del respeto o no de ese orden inicial seriado (uno y múltiple) que el conocimiento inductivo aportado por la mera observación nos facilita, de ese respeto y no de otra cosa, explica Proudhon, depende la ulterior concepción del hombre y de la sociedad. Entiéndase la sociedad como unidad orgánica compuesta de individuos atomizados y cerrada (o insensible) al exterior y a la diferencia, y se habrá roto la serie natural. No quedará en dicha sociedad más que las ruinas de la libertad individual. Entiéndase al hombre como soberano y opuesto a la sociedad y a sus semejantes, ensimismado en el egoísmo natural del que parte su soberanía y su racionalismo omnipotentes, y también se habrá roto la serie natural. No habrá más que intereses particulares y dispersión:
Sociedades religiosas, fundadas sobre el símbolo; sociedades guerreras, organizadas para la conquista; sociedades comunistas, negación de la libertad individual; sociedades aristocráticas, negación de la libertad civil; sociedades jerárquicas, establecidas sobre la preeminencia del capital, el desprecio del trabajo y la subalternización de las obligaciones: SERIES ARTIFICIALES, por consiguiente sistemas anormales o transitorios[67].
¿Cómo –se preguntará– impedir que la serie artificial creada por el hombre a partir de la percepción y conocimiento que tiene de sí mismo y del mundo que lo rodea no acabe desnaturalizando el orden inmanente de la sociedad? La respuesta proudhoniana, tan sencilla que debería sonrojar más de una mejilla, es la siguiente: volviendo la espalda a las teorías que explican el origen, causa y fin de la sociedad atendiendo a principios suprasensibles (Dios, Idea, Universales, etc.), inaccesibles para la razón humana por otro medio que no sea la especulación o la fe, haciendo de este modo que el orden social y el progreso pendan de una hipótesis inverificable, tan absoluta como inmutable. La razón, el idealismo, el ideal han de permanecer, según Proudhon, dentro de los límites de la razón, toda humana, sólo humana, pegada a la realidad:
Que el ideal nos sirva de metro intelectual para la estimación de la CALIDAD de las cosas, es su función; que como medio venga a excitar la sensibilidad, a apasionar el corazón, a avivar el entusiasmo, bienvenido sea: el error consiste en tomarlo como razón, principio y sustancia de las cosas, en aspirar a su dominio como si fuera un objeto, lo que es tan absurdo como pretender […] fabricar una mujer con una estatua, hacer que las gallinas pongan huevos de mármol, plantar un jardín de flores artificiales o sembrar en un bosque bellotas de chocolate. Producto de la libertad, el ideal sobrepasa por su naturaleza toda lógica y todo empirismo: ¿es una razón para subordinarle la lógica y la experiencia? En absoluto: el ideal sólo se sostiene, avanza y crece gracias al conocimiento cada vez más perfecto de la razón de las cosas. El ideal, transformando en nosotros el instinto oscuro de sociabilidad, nos eleva a la excelencia de la justicia: ¿es un motivo para tomar nuestras idealidades políticas y sociales por fórmulas de juicio? Al contrario, esta justicia ideal es en sí misma el producto de la determinación cada vez más exacta de las relaciones sociales, observadas en su objetividad económica. El ideal no produce las ideas, las depura […][68].
El ideo-realismo o teoría cognitiva de Proudhon[69] (Gurvitch) lleva de este modo, como bien ha visto otro gran teórico del federalismo, Alexandre Marc[70], a conservar en tensión constante el vínculo entre realidad e idealidad, entre empirismo e idealismo y, por consiguiente, a rechazar todas aquellas dialécticas, ya sean dualistas, como la proudhoniana, o ternarias (Hegel, Marx), que, buscando el orden y la justicia social fuera del hombre, violentan el principio de unidad-diversidad que rige la serie natural o realidad: 1) la dialéctica que niega la diversidad y explica el hombre y la sociedad reduciéndolos a uno de sus elementos (materia, por ejemplo, o, al revés, espíritu); 2) la dialéctica que niega la unidad del ser y lo descompone en dos entes separados e irreconciliables (individuo y sociedad, lo sensible y lo inteligible, etc.); 3) la dialéctica del justo medio, que pretende resolver un antagonismo tomando parte de uno y parte de otro, de tal suerte que, aunque ninguno gana, los dos pierden[71]; 4) la dialéctica hegeliana o ternaria, que supera la oposición inicial (individuo o familia-sociedad, por ejemplo) por medio de una síntesis totalizadora (el Estado en Hegel) que desnaturaliza tanto la tesis como la antítesis[72].
Se trata de encontrar el equilibrio u orden (justicia) que reclama el pluralismo inmanente de lo social y que crea una relación pacificada del hombre 1) consigo mismo, una vez es consciente de su dignidad y asume su doble naturaleza: voluntad / necesidad, sujeto / objeto; 2) con sus otros yos, una vez asumida la concepción del otro yo como un ser también compuesto y merecedor de la misma dignidad en su propia identidad: igualdad en la diferencia; y 3) con la sociedad de la que es parte, asumiendo que aunque la sociedad lo hace, educa y determina necesariamente, dicho determinismo influye, como diría Montesquieu, pero no fuerza –la voluntad tiene siempre para Proudhon la última palabra en el ser autónomo–. Encontrar un principio de orden social que afirme al mismo tiempo y con igual fuerza y convicción al hombre y a la comunidad, ése es el medio y, por ende, el fin de la filosofía personalista de Proudhon o dialéctica y-y (A. Marc)[73]; sin el cual, advierte el polémico autor de La Guerre et la Paix, no hay diálogo ni relación de igual a igual, de dignidad a dignidad, de diferencia a diferencia, posibles en nuestro mundo. Todo quedaría reducido a la guerra, a la dominación, a una lucha interminable (y no siempre positiva) por la dignidad y el reconocimiento, como ha explicado, por ejemplo, Axel Honneth[74].
Lo quizá más relevante de la dialéctica serial para el tema que nos ocupa es la afirmación proudhoniana, a contracorriente del liberalismo normativo, de lo colectivo en el hombre o individuo. Sabido es que nuestra tradición liberal, desde Mill o Rousseau hasta Rawls o Habermas, ha tenido una marcada propensión a pensar la sociedad en términos de racionalidad y voluntad creadora del hombre, hasta tal punto que el contrato social rousseauniano o la teoría de la justicia rawlsiana han pensado los principios de la democracia tomando como base teórica a un hombre desencarnado, abstracto, que, como es lógico, había de llevar a un contrato o pacto social igualmente desencarnado, descontextualizado y abstracto[75]. Las razones las conocemos: evitar el determinismo y causalismo reinantes en las sociedades premodernas, que reducían al hombre, su libertad y voluntad, a un mero efecto o expresión de una causa superior y trascendente a él. Las consecuencias –sólo nos centramos en las negativas, siendo las positivas tan conocidas como evidentes– también las conocemos: 1) hacer que toda idea de determinación del individuo por su comunidad y cultura sea vista como algo contrario a la democracia, sospechoso y condenable; 2) romper los lazos que unían al individuo a su antigua comunidad y en los que encontraba y por medio de los cuales expresaba su propia personalidad y dignidad, poniendo en su lugar un vínculo social supuestamente neutro y universal, además de deseado (el del contrato social descontextualizado), que acabará mostrando, como no podía ser de otra manera, su verdadera naturaleza, esto es, la de un determinismo y relativismo de valores (cultura, lengua,