mundo el ejemplo de una polémica sabia y previsora, pero, precisamente porque estamos a la cabeza del movimiento, no nos hagamos los jefes de una nueva intolerancia, no seamos los apóstoles de una nueva religión, aunque sea la religión de la lógica, la religión de la razón. Acojamos y alentemos todas las protestas; demostremos todas las exclusiones, todos los misticismos, no consideremos nunca agotada una cuestión, y, cuando hayamos gastado hasta el último argumento, volvamos a empezar, si es preciso, con elocuencia e ironía. Bajo estas condiciones entraré gustoso en su asociación y, si no, no.
Tengo que decirle algo también sobre esta frase de su carta: en el momento de la acción. Quizá piense aún usted que ninguna reforma es hoy posible sin un golpe de mano, sin lo que se llamaba antiguamente una revolución, que no es simplemente más que una sacudida. Le confieso que mis últimos estudios me han llevado a abandonar tal opinión, que entiendo, que excuso, que discutiría de buen grado, habiéndola compartido durante años. Creo que no necesitamos eso para triunfar; y que, en consecuencia, no debemos ver la acción revolucionaria como medio de reforma social, porque este presunto medio sería simple y llanamente una incitación a la fuerza, a la arbitrariedad, una contradicción, a fin de cuentas […].
Lamento sinceramente las divisiones que, según parece, existen en el socialismo alemán, de cuya existencia sus quejas contra el señor Grün son buena prueba. Creo que se equivoca usted en la apreciación que hace de este escritor; apelo, mi querido señor Marx, a su buen sentido. Grün se encuentra exiliado, sin fortuna, con mujer y dos hijos, no teniendo más que su pluma para vivir. ¿Qué quiere que explote para vivir, si no son las ideas modernas? Entiendo su irritación filosófica, y convengo con usted que la santa palabra de la humanidad no debería nunca ser objeto de comercio; pero en esto sólo veo la desdicha, la extrema necesidad, y perdono al hombre. ¡Ah, si todos fuéramos millonarios!, las cosas nos irían mucho mejor; seríamos santos y ángeles. Pero hay que vivir; y ya sabe usted que esta palabra no expresa aún, para nada, la idea que da la teoría pura de la asociación. Hay que vivir, esto es, comprar pan, leña, carne, pagar a un ama de casa, y además: quien vende ideas sociales no es menos digno que quien vende un sermón. Ignoro totalmente si Grün se ha presentado a sí mismo como mi preceptor; ¿preceptor de qué? Sólo me interesa la economía política, algo de lo que él no sabe casi nada; la literatura es para mí como un juguete de niña; y, en lo que hace a la filosofía, sé lo suficiente como para ignorarla si me place. Grün no me ha enseñado nada de nada; si lo ha dicho, ha dicho una impertinencia de la que estoy seguro se arrepiente […][48].
La negativa de Proudhon –«bajo sus condiciones, no»– y la, digamos, lección moral que le da –¿Grün ha dicho eso? No pasa nada, seguro que se arrepiente: debería usted incluso ayudarle…– no podía ser bien recibida por un carácter entero, autoritario y orgulloso como el de Marx. Eso explicaría en buena parte la airada reacción de Marx tras la publicación de Philosophie de la Misère, de Proudhon, y su terrible crítica en Misère de la Philosophie un año más tarde. Resulta difícil explicar de otra manera cómo puede Proudhon pasar en apenas unos meses de ser el socialista más profundo, autor proletario de la obra científica del proletariado francés, aquel al que se recurre para organizar la Internacional socialista, a ser el pequeñoburgués, miserable filósofo y casi peor economista que encontraremos en las páginas de Misère de la Philosophie. Difícil es, en efecto, no ver el ataque de Marx como el de un hombre despechado tras la negativa moralizante del francés y la feroz crítica que hacía éste del comunismo en Philosophie de la misère. Momento histórico en el que se juega, como podemos apreciar, el destino del socialismo.
Proudhon no se tomará siquiera la molestia de contestar públicamente a Marx. Deja, eso sí, un buen número de anotaciones marginales en su ejemplar de Misère de la philosophie: mentira, absurdo, calumnia, falso… Comentarios que encontramos varias veces y que Proudhon resumirá, no sin cierta vanidad, aludiendo a los celos y al plagio de su rival: «El verdadero sentido de la obra de Marx es que, por desgracia para él, he pensado como él, y antes que él. Marx está celoso»[49].
Con todo, hay que reconocer que lo más lógico es que Proudhon hubiese tomado la pluma para contestar a Marx, como ya había hecho y hará luego con autores de menor calibre. Pero, como apuntan sus biógrafos, el momento no era el más propicio para el francés: su madre muere en 1847, su padre un año antes, ese mismo año deja a los Gauthier y empieza a cobrar forma el proyecto de casarse con la que será su mujer, Eufrasie Piégard. Además, los vientos que entonces soplan vienen cargados de tormentas revolucionarias y Proudhon, que presiente lo que se avecina, decide centrar su atención en el periodismo. Marx pasa a un segundo plano en la agenda proudhoniana.
Funda entonces y dirige el periódico Le Représentant du Peuple hasta agosto de 1848, al que le sucederán posteriormente Le Peuple y La Voix du Peuple, periódicos que conocerán un extraordinario éxito (la tirada de la Voix du Peuple llega a alcanzar los 60.000 ejemplares, la celebridad de Proudhon cotas insospechadas), pero también las iras de la censura. Precisamente por ello da Proudhon con los huesos en la cárcel, en junio de 1849, en donde permanecerá hasta junio de 1852, tras escribir dos artículos contra Luis Bonaparte, recién nombrado presidente de la República. Antes de esto, lanzará su proyecto (fallido por falta de suscripciones) de crédito gratuito con su Banco del Pueblo, así como vivirá con excitación –luego llegará la decepción– las jornadas revolucionarias de febrero de 1848, que le llevarán a ganar un escaño en el Parlamento. Solo ante todos en el hemiciclo, izquierda y derecha hacen de él l’homme-terreur; llegará nuevamente la decepción. Lamentará siempre su etapa de diputado: «Es preciso –dirá en Les Confessions d’un Révolutionnaire– haber vivido en ese aislador que es la Asamblea Nacional para concebir cómo los hombres que ignoran más completamente el estado de un país son casi siempre los que lo representan»[50], imagen desoladora de la democracia representativa y que explica asimismo su interés por el federalismo y por una representación de proximidad. Sea como fuere, la conclusión a la que Proudhon llega, y que encontramos como un Leitmotiv en Les Confessions d’un Révolutionnaire (1849) e Idée Générale de la Révolution au xixe siècle (1851), es que el pueblo no estaba preparado para la libertad, que se había hecho una revolución sin idea[51]. Los acontecimientos parecían darle la razón: la revolución debía ser social, sólo luego política, y no al revés, como los partidarios de la revolución por arriba lo propugnaban. A encontrar y explicar la idea de la revolución social dedicará sus posteriores escritos.
Por de pronto, junio de 1849, se encuentra encerrado en su celda de la cárcel de Sainte-Pélagie. Lo curioso –e increíble hoy, si se atiende al estado de nuestros centros penitenciarios– es que el paso por la cárcel va a ser para Proudhon una experiencia particularmente favorable y provechosa. Sin necesidad de preocuparse por su sustento, las liberales condiciones de detención de las que disfrutaban entonces los presos políticos le permiten recibir frecuentes y variadas visitas en su celda, salir una vez a la semana, pedir cuantos libros y periódicos se le antojen, escribir –escribirá, entre otras, dos de sus principales obras entre rejas, Les Confessions d’un Révolutionnaire e Idée Générale de la Révolution au xixe siècle– y hasta casarse y fundar una familia. En su correspondencia aludirá a su encierro de muy singular manera: «Aunque mis ideas sobre la Providencia no sean las del vulgo, a veces me parece que fui encerrado directamente en Sainte-Pélagie por una fuerza desconocida, por un hada, para trabajar por la revolución por medio de la ciencia y las ideas…»[52].
Una vez recobrada la libertad, nuevamente el sustento se convierte en una preocupación, tanto más cuanto que el francés tiene ahora (1852) mujer y dos niñas, pronto cuatro. Además, su hermano –el único de sus cuatro hermanos que entonces le queda– sigue siendo un lastre para él. Los Proudhon van a sufrir durante los años de cólera que asolan entonces París y que se llevan en 1854 a la segunda de las hijas. La más joven morirá al poco de nacer, en 1856. Sus problemas económicos van a ser constantes. Su salud