Juan Alvarez Guerra

Viajes por Filipinas: De Manila á Tayabas


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á ser devorado por el carnicero saurio.

      El santuario de Guadalupe fué el primer templo de Filipinas en que se empleó el ladrillo y piedra para bóveda. Fué construido por un fraile agustino, pariente del inmortal Herrera, á quien se debe el Monasterio del Escorial. El que dirigió el alegre santuario, dió más tarde ancho campo á la valentía de sus concepciones, en las magníficas obras de San Agustín de Manila, cuyo templo forma una hoja de laurel con el ilustre apellido de Herrera.

      El pueblo de San Pedro Macati, perteneció á los padres jesuítas; á la salida de estos, fueron comprados sus terrenos y hacienda por el marquesado de Villamediana.

      Pasado el sitio donde se dice se operó el milagro, y al que van en romería, y con toda la devoción de que son susceptibles los chinos, se principian á ver en ambas orillas del río grandes depósitos de piedras toscamente labradas, procedentes de las canteras de Guadalupe, las que suministran y llenan en gran parte las necesidades de Manila y sus arrabales. Dichas piedras, aunque muy porosas, y por lo tanto de fácil desmoronamiento, son apreciadas, y su transporte se hace en grandes bancas, que son vaciadas al pié del puente colgante, ó á las márgenes de los muchos esteros que afluyen al Pasig.

      Las precauciones tomadas por el capitán, colocando á toda la gente de á bordo con tiquines, á la banda de estribor, nos hicieron comprender las dificultades que para doblarla presentaba la acantilada roca de Malapadnabató,—palabra tagala, que quiere decir, piedra ancha.—Los bellísimos helechos que tapizan el estrecho paso que abre en la peña el camino qué dirige al pueblo de Pateros, es altamente bello, y el naturalista tiene en aquellas graníticas paredes preciosos ejemplares de gigantescos musgos. Casi frente á la peña de Malapadnabató se halla el vadeo de aquel nombre, en el que, una rústica garita, y uno menos rústico camarín, señalan un puesto de carabineros, llamados á vigilar las importaciones que lleva á Manila el Pasig. En las cercanías de la garita, y visible perfectamente desde el vapor, se destaca la entrada de la cueva de Doña Jerónima,, de cuya cueva—que dicen se comunica con la de San Mateo,—cuentan los indios terroríficas historias de aparecidos, duendes, y sobre todo de tulisanes. Se afirma que el nombre que lleva es debido á que en su cavidad hizo vida cenobítica una pecadora arrepentida llamada Doña Jerónima; habiendo quien asegura, por el contrario, que aquella cavidad fué hecha para baño de una sibarita y opulenta señora.

      Á un tiro de bala de la cueva se levanta la iglesia del rico pueblo de Pasig. Aquí, el horizonte se ensancha y se aprecian distintamente las desigualdades de los escabrosos y agrestes montes de San Mateo.

      Las orillas de esta parte del río están llenas de cascos y bancas. Los indios de Pasig son tenidos por los mejores bogadores de la provincia de Manila. Son, en efecto, muy fuertes, y manejan con destreza y vigor la ancha y corta pala que les sirve de remo, al par que de timón.

      Hubiéramos querido visitar de noche el pueblo de Pasig para ver el uniforme que usan los serenos, de que nos habla Mr. Jagor, en sus Viajes por Filipinas.

      No bien concluímos de oir el desagradable graznido de los miles de patos que rodean las cercanías del vadeo de Pasig, cuando el panorama varía por completo. Dilatados campos sembrados de palay, se muestran por doquier. Las riberas se despojan de las verdes y poéticas bóvedas, viéndose al carabao arador que pesadamente abre el surco en que ha de fructificar el arroz. En este dilatado trayecto va ensanchándose el cauce, contándose en él gran número de sarambaos, en cuya plataforma no solamente se alzan los cruzados brazos de caña que sostienen la red, sino que también un cobacho de nipa, en el que vive toda una familia, cuyos individuos, durante las horas de trabajo, tienen su puesto y su lugar de maniobra en aquel rústico aparato flotante, cuyo mecanismo se reduce á una red tejida de cabo negro pendiente en sus cuatro extremos de unas cañas, que á su vez las sujeta un mástil, dispuesto de forma, que un contrapeso graduado sumerge y hace subir la bolsa que forma la red.

      Tras consagrar un piadoso recuerdo á la milagrosa imagen de Antipolo, á la vista del río, cuyo cauce siguen la mayor parte de los miles de romeros que visitan el santuario, y después de una corta marcha, franca y desembarazada, entramos en la barra de Napindan, que abre la gran Laguna de Bay.

      Las riberas del Pasig han sido objeto de rimas y trovas, y sus aguas cantadas por melancólicos amantes y por músicos más ó menos inspirados. El día de San Juan y los tres de carnestolendas constituían cuatro fiestas fluviales, en las que los remojones, las regatas y las enfrentadas en banca, figuraban en primer término. La libertad que reinaba en estas diversiones, la convierte en libertinaje M. Le-Gentil en las descripciones que de ellas hace en sus Viajes. Dicho francés, que dignamente precedió en exactitud en la manera de narrar costumbres á otros compatriotas suyos, vino á estas islas el año 1767, por orden de su rey á estudiar el paso de Venus por el disco del sol; y si observó el cielo, de la forma que lo hizo del suelo, no hay duda que el monarca francés quedaría completamente enterado de el paseito de Venus. Como M. Le-Gentil vino á observar los astros, nada tiene de extraño que al escribir costumbres filipinas en Francia, se acordara de el tan sabido cantar «de el mentir de las estrellas».

      En honor á la verdad, no nos debe tampoco extrañar esto en extranjeros, cuanto que ahora bien recientito [2] se ha publicado en Madrid un libro titulado Recuerdos de Filipinas, y una Memoria en Barcelona, sobre colonización de estas islas, que dan gozo leer. Si los recuerdos del autor del primero tienen el valor que los de su libro, no me extrañaría se le olvidara hasta el saber escribir, lo que es difícil, pues literariamente hablando el libro es bueno. En cuanto al autor de la Memoria, solo diremos que muy formalmente afirma en el prólogo llevar estudiando diez años de colonización filipina, y en efecto … , á las cuatro páginas dice, que los principales productos de exportación de este país, los constituyen entre otras cosas—en que por cierto no cita el abacá—los mongoz (?), las naranjas y los cortes de pantalón … ¡Bien! ¡muy retebién, por los cortes de pantalón, los mongoz y los diez años de colonización!

      Á las once de la mañana, navegando en plena laguna, se sirvió el almuerzo, sentándose á la mesa el capitán, antiguo lobo marino de la carrera del Cabo, que le ahogaba el calor de la caldera, la estrechez del barco, lo limitado del horizonte, y más que todo, el agua dulce, que en tres palmos de fondo batían las palas de las ruedas. Se comprende el mal humor que habitualmente dominaba al capitán del Batea, acostumbrado á recorrer la grandiosidad de los inmensos desiertos del Océano.

      La vida del agua dulce, la monotonía de una ribera siempre la misma, la precisión de las llegadas, las inofensivas y uniformes varadas, la etiqueta de la cámara, el tiquin, la falta de olas, de horizonte, de grandiosidad, de espacio y de luz, traían al bueno del capitán de un humor que había ratos en ni él mismo se podía sufrir. El hombre de mar metido entre las cuatro tablas de un vaporcito ribereño, es como el milano de las regiones australes, que se le encerrara en un jaulón de gallinas.

      —¡Capitán! ¿cómo se llama ese aparato de pesca?—le dije señalándole una balsa que se veía en la orilla.

      —No sé—me contestó con marcada aspereza.—No conozco—añadió—más aparatos de pesca, que los arpones balleneros y los dobles aparejos para izar las tintoreras de los trópicos.

      —Pescas que deben ser muy peligrosas, capitán.

      —¡Capitán! ¡capitán!—repitió con acentuado desprecio.—¿Capitán de qué? ¿de este cajón con ruedas? ¡Mil rayos y bombas! ¡Capitán de río, sin rol, sextante, ni brújula, con cuatro rajas de leña en la bodega, una derrota de diez horas, un buque en miniatura y un tiquín por timón! ¡Vaya un capitán!

      El sarcasmo y la rudeza de las palabras del antiguo marino, involuntariamente me hicieron recordar al célebre personaje de la Agonía, drama en que Larra dice por boca de un viejo contramaestre de los que acompañaron á Colón, «que las tormentas en tierra, son truenos que apenas se oyen y gotas de agua que ensucian». El capitán del Batea era un retrato del viejo lobo de la Niña.

      Ya que hemos