semejante ejemplo de fortuna vocal vuelve imposible la explotación del teatro: el tenor despierta y excita en todos los cantantes mediocres una serie de esperanzas y ambiciones vanas.
—Si el primer tenor gana cien mil francos, ¿por qué –dice el segundo– he de conformarme yo con ochenta mil?
—¿Y yo con cincuenta? –replica un tercero.
El gerente, para calmar estos orgullos heridos y para subsanar estas diferencias, realiza, en vano, unos recortes en los presupuestos de la compañía que comprenden la asimilación de los salarios de orquesta y coros a los de los conserjes. Sus esfuerzos y sacrificios son inútiles. Un día, queriendo hacerse una idea exacta de la situación, trata de comparar lo desproporcionado del salario con el trabajo realizado por el cantante y se estremece al alcanzar este curioso resultado:
El primer tenor, con un contrato de cien mil francos, canta unas siete veces al mes, lo que hace aproximadamente ochenta y cuatro representaciones anuales. De este modo, toca a poco más de mil cien francos por actuación. Suponiendo que uno de sus roles esté compuesto por unas mil cien notas o sílabas, el tenor ganará un franco por sílaba. Así, en Guillermo Tell:
Mi (1 fr.) presencia (3 fr.) un ultraje puede pareceros (9 fr.)
Mathilde, (3 fr.) mi indiscreción (100 sous[7])
me conduce a abrirme camino para veros (13 fr.).
Total: 34 francos. ¡Tus palabras son oro, mi señor!
Dado que los emolumentos de una prima donna apenas llegan a los cuarenta mil francos, la respuesta de Mathilde resulta ostensiblemente más barata (en términos comerciales), ya que cada sílaba vendrá a costar una media de ocho sous. Con todo, el resultado no está mal:
Es fácil perdonar (2 fr. y 8 sous) cuando uno tiene culpa (2 fr. y 16 sous).
Arnold (16 sous), yo… (8 sous) te esperaba (32 sous).
Total: 8 francos.
Así pues, el gerente paga y vuelve a pagar una y otra vez, hasta que llega el día en que no puede pagar más y no tiene más remedio que cerrar su teatro. Sus ilustres colegas, gerentes de otros teatros, no disfrutan de mejor situación. Algunos de ellos tienen que resignarse a enseñar solfeo (los que saben) o a cantar en plazas públicas acompañándose de una guitarra con cuatro velas y una alfombra verde.
El sol se pone. Cielo tormentoso
El tenor está en franca decadencia. Su voz ya no alcanza los sonidos agudos ni los graves. Tiene necesidad de decapitar cada frase y cantar únicamente aquellas partes que se mueven en el registro medio. Realiza estragos en las partituras clásicas e impone una insoportable monotonía como condición para la existencia de obras nuevas. Sus admiradores están desconsolados.
Los compositores, poetas o pintores que han perdido su sentido de la belleza y de la verdad; aquellos a quienes la vulgaridad no afecta negativamente; que carecen de fuerza o tesón incluso para perseguir unas ideas que no son capaces de capturar y cuyo único placer consiste en tender trampas a los pies de rivales artísticamente activos y florecientes, están, todos ellos, muertos y bien muertos. Sin embargo, ellos creen que aún viven. Una vaga esperanza sostiene sus ilusiones: confunden agotamiento con fatiga, e impotencia con moderación. No obstante, se trata de la pérdida de uno de los órganos corporales. ¿Quién podría engañarse a sí mismo sobre semejante desgracia, especialmente cuando se arruina una voz maravillosa por su extensión, por su fuerza, por la belleza de sus inflexiones, los matices de su timbre, su expresión dramática y su pureza absoluta? ¡Ah! En ocasiones me he emocionado. He sentido una profunda aflicción por estos desafortunados cantantes y una gran indulgencia por los caprichos, la vanidad, las exigencias, la ambición desmesurada, las pretensiones exorbitantes y los ridículos infinitos de algunos de ellos. Sólo han vivido un día, pero mueren para siempre. Apenas perdura el nombre de los más célebres, pero incluso éstos deben el hecho de ser rescatados del olvido a los compositores ilustres cuyas obras interpretaron algún día, mostrando, con demasiada frecuencia, escaso respeto por ellos. Conocemos a Cafforiello porque cantó algún día en Nápoles el Tito de Gluck. El recuerdo de madame Saint-Huberti y de madame Branchu se ha conservado en Francia porque crearon, entre otros, los roles de Dido, de la Vestal y de Ifigenia en Táuride. ¿Quién, entre nosotros, hubiera oído siquiera mencionar a la diva Faustina, de no haber sido por Marcello, que fue su maestro, y por Hasse, su esposo? Perdonemos, pues, a estos dioses mortales por haber hecho brillar su Olimpo tanto como les fue posible, por haber impuesto largas y duras pruebas a los héroes del arte y por haberse complacido en el sacrificio de las ideas.
Les resulta muy cruel ver cómo la estrella de su fama y fortuna cae irremediablemente sobre el horizonte. ¡Cuán angustiosa es la actuación de su despedida! ¡Cuán abrumado ha de estar el corazón de un gran artista al pisar por última vez la escena y los rincones secretos del teatro del que fue durante mucho tiempo el espíritu protector, el rey y soberano absoluto!
Mientras se arregla en su camerino, se dice:
—Ya no volveré a entrar aquí. Este casco con su brillante penacho, nunca más ornará mi cabeza[8]. Este misterioso joyero no guardará más billetes perfumados de mis bellas admiradoras.
Llaman a la puerta. Es el asistente, que viene a anunciar el comienzo de la obra.
—¡Pobre muchacho! ¡Cuánto has padecido por mi mal carácter! Ya no has de temer más insultos, ni más golpes. No volverás a anunciarme: «Señor, la obertura ha comenzado; señor, se ha alzado el telón; señor, la escena primera ha terminado; señor, a escena; señor, le están esperando». ¡Claro que no! Ahora soy yo quien sólo puede decirte: ¡Santiquet!, borra mi nombre, que aún se lee en esta puerta; ¡Santiquet!, lleva estas flores a Fanny, pero hazlo ahora mismo: mañana ya no las querrá; ¡Santiquet!, bebe este vaso de vino de Madeira y llévate la botella: ya no tendrás que cazar a los niños del coro que me la quieren beber; ¡Santiquet!, guarda en un paquete esas viejas coronas, llévate mi pequeño piano, apaga la lámpara y cierra la puerta. Todo se acabó.
Entre bastidores, el virtuoso camina bajo el peso de estos tristes pensamientos. Allí encuentra al segundo tenor, su enemigo íntimo, su suplente, que llora visiblemente, pero estalla en lágrimas de risa en su interior.
—¡Ah, viejo amigo! –dice el semidiós con una voz doliente–, ¿así que nos abandonas? Todavía te espera un gran triunfo esta noche. Será un momento muy hermoso.
—Sí, para ti –responde el divo con un ademán sombrío. Y volviéndole la espalda–: Delphine –dice a una bonita bailarina a quien ha permitido ser su adoradora–, alcánzame mi bombonera.
—¡Oh! Mi bombonera está vacía –responde la frívola volteándose sobre un pie–. Di todos los caramelos a Víctor.
No obstante, debe reprimir su sufrimiento, su desesperación, su rabia: es preciso sonreír. Hoy debe cantar. El virtuoso sale a escena. Por última vez, representa la obra con la que alcanzó el éxito, el papel que él creó. Dirige una última mirada a los decorados que reflejaron su gloria, sobre los que tantas veces resonaron sus sentimientos de ternura y sus arrebatos de pasión. Contempla el lago en cuya orilla esperaba a Mathilde, en el Grütli, desde donde gritó ¡libertad! bajo el pálido sol que durante tantos años vio alzarse cada noche a las nueve en punto[9]. De buena gana rompería en sollozos, pero es llamado a escena y no debe permitir el más mínimo temblor en su voz ni que los músculos de su rostro muestren más emoción que la que requiere su papel. El público está preparado. Miles de manos están dispuestas a aplaudir al desafortunado ídolo. En el caso de que estas manos permaneciesen inmóviles, ¡oh!, entonces reconocerías que el sufrimiento que acabas de padecer en soledad no es nada comparado con la horrible aflicción causada por la frialdad del público en semejante circunstancia. El público, otrora tu esclavo, hoy tu señor… Por ahora te aplaude, inclínate para saludar… Moriturus salutat.
Verdaderamente,