Hector Berlioz

Las tertulias de la orquesta


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entonces. El escenario se cubre de flores como una tumba recién sellada. Con el pálpito de mil sensaciones contrarias, se retira con pasos lentos, pero enseguida es reclamado con una gran ovación. Se le quiere ver por última vez. ¡Qué angustia, dulce y cruel para él, hay en este postrer clamor de entusiasmo! Se le puede perdonar que prolongue un poco este momento. Su gozo, su gloria, su amor, su genio y su vida se estremecen al extinguirse a la vez. Vuelve, pues, pobre gran artista, meteoro brillante en el fin de tu carrera. Sal a escuchar la expresión suprema de nuestra admiración y nuestro afecto por las alegrías que nos has proporcionado durante tanto tiempo. Ven y saboréalo. Alégrate, muéstrate orgulloso. Recordarás este momento siempre… y nosotros lo habremos olvidado mañana. El tenor avanza dubitativo. Su corazón llora… Una sonora aclamación estalla ante su vista. El pueblo bate sus manos, le lanza los calificativos más bellos y cariñosos. El césar le corona. Pero finalmente el telón desciende, como la fría y pesada hoja de la guillotina. Un abismo separa al triunfador de su carro triunfal. Un abismo infranqueable y agrandado por el tiempo. Todo está consumado. El que era dios, ha dejado de serlo.

      Noche profunda.

      Noche eterna.

      —Convendrán conmigo en que, a pesar de que se trata de un retrato algo benévolo, guarda un parecido prodigioso con el dios-cantante –exclama Corsino–. ¿No se indica el nombre del autor?

      —No.

      —Tiene que ser un músico. El relato es amargo pero cierto. Yo incluso diría que trata de contener su cólera.

      —Es el momento de cumplir nuestra promesa con Kleiner-pequeño, que ha hecho bien su trabajo. Se debe haber quedado ronco.

      —Sí, y también estoy helado.

      —¡Carlo!

      —¿Señor?

      —Ve a buscar para el señor Kleiner una crema bávara con leche bien caliente.

      —Voy corriendo, señor.

      (El asistente de la orquesta sale.) Dimski toma la palabra:

      —Hay que hacer justicia a los instrumentistas: a pesar de algunas excepciones que se podrían citar, son mucho más fieles que los cantantes, más respetuosos con los compositores, mucho mejores en su trabajo y, en consecuencia, están mucho más cercanos a la verdad. ¿Qué opinaríamos si, en un cuarteto de Beethoven, por ejemplo, el primer violín decidiese desarticular las frases, como hacen los cantantes, o cambiase la disposición rítmica y la acentuación? Opinaríamos que el cuarteto es imposible o absurdo. Y tendríamos razón. Sin embargo, esta parte de violín primero es tocada en todas partes por virtuosos de una reputación y un talento inmensos, que se consideran, en música, hombres soberanamente inteligentes, y que lo son, en efecto, mucho más que todos los dioses del canto. Precisamente por ello se guardan de cometer tales errores.

      (El muchacho de la orquesta vuelve:)

      —Señores, es demasiado tarde, no quedan bávaras con leche.

      Risa general.

      (Kleiner, rompiendo el arco de su violonchelo contra el atril:)

      —¡Decididamente, hay una maldición especial de contrariedad predestinada a mi familia! ¡Y he destrozado un arco excelente! ¡Nada! Beberé agua, ¡y no se hable más!

      Abajo el telón.

      Ya nadie se acuerda del tenor. Apenas se aplaudió su último grito. Escena de rabia y desesperación en el postcenio. El semidiós se tira de los pelos. Los músicos, al pasar cerca de él, se encogen de hombros y se alejan.

      Séptima tertulia

      Estudio histórico y filosófico. De viris illustribus urbis romae. Una mujer romana. Vocabulario de la lengua romana

      Hoy representan una ópera italiana moderna muy aburrida.

      Un hombre del público, abonado a la temporada, que, las tardes precedentes, parecía interesarse mucho por las lecturas y los relatos