Hector Berlioz

Las tertulias de la orquesta


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y una cierta debilidad mental les hacen sentir gozo o pena según la forma en que el aire de una sala haya sido puesto en vibración. El fenómeno físico, independientemente de toda idea de gloria o de oprobio, es suficiente. Estoy seguro de que hay actores lo bastante aprensivos como para sufrir cuando viajan en ferrocarril, a causa del silbido de la locomotora.

      El arte de la claque también reina sobre el arte de la composición musical. Los compositores son impelidos por las numerosas variedades de claqueurs italianos, aficionados o artistas, a concluir sus fragmentos con ese pegote redundante, trivial, ridícu­lo y siempre igual, denominado cabaletta, pequeña cábala, que provoca el aplauso. Con todo, la cabaletta no les basta. Han provocado asimismo la introducción en las orquestas del gran bombo, gran cábala, que está destruyendo en este momento la música y los cantantes. Una vez hastiados del bombo, y decididos a alcanzar el éxito por los viejos métodos, han terminado por exigir a los pobres maestri la composición de dúos, tríos y coros al unísono. En algunos pasajes, llegan incluso a poner al unísono las voces y la orquesta, produciendo así un fragmento de conjunto a una sola parte, con el que parecen preferir una enorme fuerza de emisión a toda armonía, a toda instrumentación y a toda idea musical, únicamente para agradar al público y hacerle creer que la música le ha electrizado.

      Los ejemplos análogos abundan en la confección de obras literarias.

      En lo que respecta a los bailarines, su proceder es muy simple: lo arreglan todo con el empresario. «Usted me da no sé cuántos mil francos al mes, tantas invitaciones[9] por representación y la claque me hará una entrada, una salida y dos salvas en cada uno de mis ecos[10]».

      A través de la claque, los gerentes hacen o deshacen a voluntad lo que ellos denominan éxito. Una sola palabra al jefe del patio de butacas les basta para acabar con un artista que no tenga un talento fuera de serie. Recuerdo haber escuchado decir a Augus­to una noche en la Ópera, mientras pasaba revista a sus tropas antes de levantarse el telón: «¡Nada para el señor Dérivis! ¡Repito: Nada!». Su orden circuló y, efectivamente, Dérivis no obtuvo ni un solo aplauso en toda la noche. El gerente que quiera desem­barazarse de un sujeto por cualquier motivo, emplea este ingenioso medio y, tras dos o tres representaciones en las que no hubo nada para el señor… o para la señora…: «Ya ve usted», dice al artista, «no puedo mantenerle aquí, su talento no complace al público». A veces ocurre, como una especie de venganza, que esta táctica fracasa cuando se emplea con un virtuoso de primer orden. «¡Nada para él!», se indica oficialmente. Sin embargo, el público, sorprendido por el silencio de los romanos, adivina de qué se trata y comienza a funcionar por sí mismo de forma oficiosa, oponiéndose con gran ardor a los hostiles intrigantes. El artista obtiene entonces un éxito excepcional, un éxito circular en el que el centro del patio no toma parte alguna. No me atrevo a afirmar, no obstante, si es mayor su orgullo por este entusiasmo espontáneo del público o su irritación por la inacción de la claque.

      Soñar con desterrar bruscamente semejante institución del mayor de nuestros teatros me parece una idea tan descabellada como pretender abolir de la noche a la mañana una religión. ¿Se imaginan su desarraigo de la Ópera y la desesperación, la melancolía, el marasmo y la depresión en que caería toda su población de bailarines, cantantes, coristas, poetas, pintores y compositores? ¿Pueden figurarse el disgusto vital que se apoderaría de los dioses y semidioses cuando un silencio aterrador sucediera a las cabalettas que no hubieran sido cantadas o danzadas de forma irreprochable? ¿Pueden siquiera soñar con la rabia de los mediocres al ver a los verdaderos talentos ser ovacionados, cuando ellos, a los que antes se aplaudía siempre, no reciban ni unas palmadas? Esto sería reconocer, con una evidencia palpable, el principio de desi­gualdad. ¡Pero vivimos bajo una república! ¡Y la palabra Igualdad está escrita en el frontón de la Ópera! Además, ¿quién llamaría a escena al protagonista tras los actos tercero y quinto? ¿Quién llamaría a saludar a toda la compañía al final de la representación? ¿Quién reiría cuando un personaje dijese una tontería? ¿Quién iba a cubrir con sus aplausos las notas falsas de un bajo o de un tenor, para que el público no las pudiera escuchar? Se estremece uno sólo de pensarlo. Es más, la actividad de la claque forma parte del interés del espectáculo. Es bonito verla operar. Y, por si fuera poco, es cierto que si se expulsase a los claqueurs de algunas representaciones, no quedaría nadie en la sala. No, la supresión de los romanos en Francia es, afortunadamente, un sueño descabellado. Cielo y tierra pasarán, mas Roma es inmortal, y la cla­que no pasará.

      ¡Escuchen! Ahí está nuestra prima donna cantando con sentimiento, buen gusto y sencillez la única melodía de cierta calidad que hay en esta condenada ópera. Van a ver cómo no aplaude nadie … ¡Me equivoqué! Sí que se la aplaude, pero fíjense qué mal lo hacen, con qué poco espíritu. No es que falte buena voluntad en el público, pero no saben hacerlo, no hay unidad y, por consiguiente, no consiguen ningún efecto. Si esta mujer hubiera estado a cargo de Albert, la sala se habría arrancado de golpe, e incluso ustedes, que no tienen intención alguna de aplaudir, habrían secundado, de grado o por fuerza, su entusiasmo.

      Señores, aún no les he hecho mi retrato de la mujer romana. Aprovecharé para ello el último acto de nuestra ópera, que comenzará enseguida. De momento, hagamos un breve descanso. Estoy cansado.

      (Los músicos se alejan unos pasos e intercambian sus reflexiones mientras el telón está bajado. Tres golpes de la batuta del director sobre su atril indican que la representación va a continuar, así que mis oyentes vuelven y se agrupan atentamente a mi alrededor.)

      Madame Rosenhain. Otro fragmento de la historia romana

      Hace algunos años, el señor Duponchel[11] encargó una ópera en cinco actos a un compositor francés que ustedes no conocen. Sentado junto a mi chimenea, me puse a pensar, mientras tenían lugar los últimos ensayos, en los sufrimientos que el desgraciado autor debía de estar padeciendo en ese momento. Me imaginaba unos tormentos persistentes de todo tipo de los que, en París, nadie puede escapar en tal situación: ni el grande ni el modesto, ni el paciente ni el irritable, ni el humilde ni el soberbio, ni el alemán ni el francés y ni siquiera el italiano.

      Me imaginaba la lentitud desesperante de los preparativos, en los que todo el mundo se dedica a malgastar el tiempo en tonterías sin importancia, cuando cada hora perdida puede suponer el fracaso de la obra. Imaginaba también los comentarios jocosos del tenor y de la prima donna, que el pobre autor se ve obligado a reír a carcajadas, a pesar de que la muerte posee su alma. Éste se apresura a replicar a sus chistes ridículos con otras estupideces peores para hacer resaltar el supuesto ingenio de los cantantes y hacer que parezca que sobresalen por su agudeza. Podía escuchar la voz del gerente dirigiéndole sus reproches y tratándole como a un empleado que no cumple sus obligaciones; recordándole el honor extremo que se hace a su obra al emplear tanto tiempo en ella; amenazándole con tirar todo por la borda si no estaba todo preparado el día fijado. Yo veía cómo el esclavo unas veces se quedaba helado y otras se sonrojaba ante las reflexiones excéntricas de su maestro (el gerente) sobre la música y los músicos y ante sus teorías fantasiosas sobre la melodía, el ritmo, la instrumentación y el estilo. En la exposición de estas teorías, nuestro querido gerente trataba, como siempre, a los grandes maestros de cretinos y a los cretinos, de grandes maestros. Sin embargo, confundía el Pireo con un nombre de hombre. Después venía a anunciar que la mezzosoprano estaba de permiso laboral y que el bajo estaba enfermo. Proponía reemplazar al artista por un debutante y hacer ensayar el papel principal a un miembro del coro. El compositor se sentía despellejado, pero tenía cuidado de no quejarse. ¡Oh! ¡Qué hermoso es soñar en el calor del hogar con el granizo, la lluvia y el aire glacial, con oscuras tormentas, bosques desnudos que gritan bajo los embates del viento invernal, lodazales en el camino, cunetas tapadas por una engañosa corteza, la obsesión creciente de la fatiga, las punzadas del hambre, los espantos de la soledad y de la noche! Sí, es hermoso imaginarlo, porque aunque el hogar de uno sea tan pequeño como la madriguera de la liebre de la fábula, no hay nada como rendirse al calor de la calma y del ocio. El descanso parece mejor cuando se escucha la tempestad desde la lejanía y cuando uno se repite a sí mismo, acariciándose la barba y cerrando piadosamente los ojos,