Hector Berlioz

Las tertulias de la orquesta


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suele citar la siguiente memorable anécdota del emperador Sauton con uno de nuestros escritores más espirituales y menos solventes: Al finalizar un cordial almuerzo en el que no escatimaron en cumplidos mutuos, Sauton, ruborizado de emoción y retorciendo su servilleta, encontró finalmente valor para decir sin excesivos balbuceos a su anfitrión:

      —Mi querido D***, necesito pedirle un favor.

      —¿Cuál? Dígame.

      —¿Me permitiría… tutearle… llamarle por su nombre?

      —Por supuesto que sí. Por cierto, Sauton, ¿me prestas mil écus?

      —¡Ah, querido amigo! ¡Me haces feliz! ¡Aquí tienes! –dijo, sacando su cartera.

      No puedo hacer, señores, un retrato de todos los hombres ilustres de la ciudad de Roma. Carezco de tiempo y de datos biográficos. Añadiré solamente, a propósito de los tres héroes que acabo de tener el honor de mencionar, que Augusto, Albert y Sauton, a pesar de ser rivales, mantuvieron siempre su amistad. En absoluto imitaron las guerras y perfidias de aquel triunvirato histórico de Antonio, Octavio y Lépido. Lejos de ello, cuando en la Ópera había una de esas terribles representaciones para las que era absolutamente necesario conseguir una victoria brillante, formidable y épica, que ni Homero ni Píndaro fuesen capaces de cantar, Augusto, cansado de reclutas sin experiencia, ofrecía un papel a sus dos triunviros. Éstos, orgullosos de ponerse en las manos de tan gran hombre, consentían en reconocerle como jefe y le enviaban, Albert, su incontenible falange, y Sauton, su infantería ligera, todos animados por un ardor capaz de alumbrar prodigios y ante el cual nada resiste. Se reunía en un solo ejército a estos tres cuerpos de elite, la víspera de la representación, en el patio de la Ópera. Augusto, con su plan, su libreto, sus notas en mano, organizaba para sus tropas un ensayo laborioso, escuchando en todo momento las observaciones de Antonio y Lépido, que tenían poco que decirle. Con un vistazo rápido y seguro, Augusto penetraba en el enemigo para adivinar sus proyectos, para oponerse a ellos con inteligencia y para no tratar de tentar lo imposible. ¡Qué triunfo entonces al día siguiente! ¡Qué aclamaciones! ¡Qué cantidad de ricos despojos humanos, no para ofrecerlos a Júpiter Stator, sino que eran un regalo enviado por él y por otros veinte dioses!

      Éstos son los servicios sin precio aportados al arte y a los artistas por la nación romana.

      ¿Creerían posible, señores, que se los pudiera expulsar de la Ópera? Varios periódicos anuncian esta reforma, que nunca creeríamos aunque lo viésemos con nuestros propios ojos. La claque, en efecto, ha llegado a ser una necesidad de la época. Bajo todas las formas, bajo todas las máscaras y pretextos, se introduce en todas partes. Ella reina y gobierna en el teatro en los conciertos en la Asamblea Nacional, en los clubes, en las iglesias, en las sociedades industriales, en la prensa y hasta en los salones. Desde el momento en que veinte personas reunidas son llamadas a decidir el valor de algunos hechos, dichos o ideas de un individuo, cualquiera que se presente ante ellas, podemos estar seguros de que, al menos, un cuarto del areópago está situado cerca de los tres restantes para encenderlos, si éstos son «inflamables», o para mostrar su ardor, si no lo son.

      En este último caso, que es excesivamente frecuente, este entusiasmo aislado, aunque sea preacordado, suele ser suficiente para halagar el amor propio de la mayoría de artistas. Algunos llegan a hacerse ilusiones sobre el valor real del apoyo obtenido. Otros no se las hacen, pero se complacen igualmente con el resultado. Éstos han llegado a un punto en que, a falta de hombres a sus órdenes para aplaudirles, estarían felices con los aplausos de una tropa de maniquíes, o incluso con una máquina de aplaudir, de la que ellos mismos harían girar la manivela.

      Los claqueurs de nuestros teatros se han convertido en verdaderos expertos. Su oficio se eleva a la categoría de arte. Con frecuencia se admira, aunque nunca lo suficiente, en mi opinión, el maravilloso talento con el cual Augusto dirigía las grandes obras del repertorio moderno y la excelencia de los consejos que en muchas circunstancias ofrecía a los autores. Asistía, escondido en un palco de la planta baja, a todos los ensayos de los artistas antes de organizar el ensayo de su propio ejército. Entonces, cuando el maestro venía a indicarle: «Aquí ordenará usted tres salvas, allá pedirá un bis», él respondía con una seguridad imperturbable, según cada caso: «Señor, es peligroso», o bien: «Así se hará», o: «Lo pensaré, tengo aún otras ideas. Tenga preparados algunos amateurs para atacar. Si lo consiguen, les seguiré».

      Podría ocurrir que Augusto se resistiera noblemente a un autor que quisiera arrancarle algunos aplausos peligrosos, y le respondiese: «No puedo, señor. Me comprometería usted ante los ojos del público, ante los de los artistas y ante los de mis colegas, que saben bien que esto no puede hacerse. Debo conservar mi reputación y también poseo mi amor propio. Su obra es complicada de dirigir, pondré en ella todo mi celo, pero no me gustaría que se me silbase».

      Junto a los claqueurs profesionales, instruidos, sagaces, prudentes, inspirados y, en verdad, artistas, tenemos los claqueurs ocasionales, por amistad o por interés personal. A éstos no se les echará de la Ópera. Son los amigos ingenuos, que admiran de buena fe todo aquello que salga a escena incluso antes de encenderse las velas[8] (bien es cierto que este tipo de amigos es cada día más escaso, mientras que aquellos que critican antes, durante y después, se multiplican enormemente): los padres, claqueurs por naturaleza; los editores, claqueurs feroces, y, sobre todo, los amantes y los maridos. He aquí por qué las mujeres, entre otras muchas ventajas que poseen sobre los hombres, tienen una posibilidad de éxito más que ellos. En una sala de espectáculos o de conciertos, una mujer apenas puede aplaudir de una forma útil a su marido o amante: siempre tiene alguna otra cosa que hacer; mientras que éstos, si poseen una mínima disposición natural o una noción elemental del arte, podrían procurarse, en menos de tres minutos, mediante un hábil golpe de mano, un éxito de renovación, es decir, un éxito serio capaz de obligar a un director a renovar un contrato. Los maridos, por este tipo de operaciones, son incluso más valiosos que los amantes. Estos últimos suelen mostrar temor al ridículo. También temen in petto que un éxito brillante haga multiplicarse el número de rivales. Además, no tienen mayor interés económico en el triunfo de sus amantes. Sin embargo, el marido, que lleva la bolsa bien atada y sabe lo que pueden aportar un buqué bien lanzado, una salva oportuna, una emoción bien comunicada o una llamada a escena bien conseguida, sólo él se atreve a emplear todas las facultades que posee. Tiene los dones de la ventriloquia y de la ubicuidad. Puede estar aplaudiendo desde el anfiteatro y gritando «¡Brava!» con una voz de tenor en registro de pecho y desde allí precipitarse al pasillo de los primeros palcos para pasar la cabeza por las rendijas de las puertas que quedaron abiertas lanzando un «¡Admirable!» con voz de bajo profundo. Desde allí vuela hasta la tercera planta, desde donde, aún jadeante, hace resonar la sala con sus exclamaciones «¡Maravilloso! ¡Encantador! ¡Oh, Dios, tanto talento hiere!» con voz de soprano, imitando sonidos femeninos ahogados por la emoción. He aquí un esposo modelo, un padre de familia trabajador e inteligente. En cuanto al marido exquisito, reservado, que permanece tranquilamente en su butaca durante todo un acto y que no osa aplaudir ni siquiera los más bellos matices musicales de su media naranja, podemos decir sin temor a equivocarnos que, como marido, o bien está acabado o bien su mujer es un ángel.

      ¿No fue un marido quien inventó el éxito por silbido, el silbido de entusiasmo, el silbido de alta presión? Se emplea de la siguiente manera:

      Si el público se encuentra demasiado familiarizado con el talento de una mujer a la que ve actuar casi a diario y parece caer en la apática indiferencia de la saciedad, se coloca en la sala a un hombre contratado y poco conocido para hacerle despertar. En el momento preciso en que la diva acaba de ofrecer una prueba manifiesta de talento, estando los claqueurs realizando su trabajo en el centro del patio de butacas, se escucha repentinamente desde un rincón oscuro el ruido de un silbido estridente e insultante. El auditorio entero se levanta entonces con indignación y rompe en aplausos vengadores con un frenesí indescriptible. «¡Qué infamia!», se grita desde todas partes. «¡Brava! ¡Bravísima! ¡Encantadora! ¡Delirio!», etc. No obstante, esta audaz artimaña exige una ejecución muy delicada. Pocas mujeres consienten en recibir la afronta ficticia de ser silbadas, por muy efectiva que resulte.

      Así