por las pérdidas anteriores, se apuesta sus caballos y su armadura, el compositor interpreta como respuesta de los oponentes de Robert la expresión ¡lo tenemos!, en lugar de ¡los tenemos!, dando así a las palabras de los sicilianos un aire misterioso y burlón más propio de bribonzuelos que ríen impacientes ante el buen botín que van a hacer al desplumar a un pardillo. Cuando más tarde, el señor Scribe, presente en los primeros ensayos de la puesta en escena, escuchó al coro cantar en voz baja y acentuando cada sílaba este cómico contrasentido: «¡Lo-te-ne-mos! ¡Lo-te-ne-mos!», tras la apuesta de Robert, se cuenta que gritó:
—¿Qué es esto? Mis caballeros tienen la apuesta, pero no a Robert. Los dados no están trucados hasta ese punto. Son caballeros, no jugadores de tugurio. Hay que corregir… esta… pero… un momento… ¡Caramba!... Ahora que lo pienso… No… dejemos el error. ¡Contribuye al efecto dramático! Sí, «Lo tenemos», la idea es divertida, excelente. La gente sensible se enternecerá y dirá:
—¡Pobre Robert! ¡Desvalijadores miserables! Se entienden como uña y carne. Le van a dejar sin nada.
La s no volvió a ser introducida y los caballeros sicilianos permanecen caracterizados como bribones. El contrasentido produce un efecto loco, pero exitoso. Así pues, he ahí nuestros caballeros, deshonrados a la vista de toda Europa, porque el señor Meyerbeer es algo corto de vista.
Otra prueba de que no hay más que felicidad e infelicidad en todo lo que concierne, de cerca o de lejos, al teatro.
Lo mejor del asunto es que el señor Scribe, celoso como un tigre cuando se trata de la invención de cualquier broma afortunada para hacer en público, no ha querido ceder a su colaborador el mérito de este hallazgo, que él ha adoptado borrando la s de su manuscrito y que podemos leer en el libreto impreso de Robert le diable: ese «¡Lo tenemos!» que tanto gusta al público, en lugar de «¡Los tenemos!», más propio del sentido común…
[1] Óperas de Meyerbeer y Bellini, respectivamente. Presentamos los títulos en su forma original, sin traducir (Roberto el diablo, Los puritanos), por ser la costumbre más extendida en estas dos óperas, al contrario que en El cazador furtivo, que tradicionalmente se traduce al castellano.
[2] Ópera de Meyerbeer.
[3] Agustin Eugène Scribe (1791-1861), miembro de la Academia Francesa, como Berlioz, tuvo con éste una relación complicada, fundamentalmente por el proyecto frustrado de la composición de una ópera de ambiente gótico, La nonna sanglante, en 1847.
Sexta tertulia
Estudio astronómico, revolución del tenor alrededor del público. Contrariedad de Kleiner el menor
Hoy representan una ópera alemana moderna muy aburrida.
Conversación general.
—¡Por Dios santo! –grita Kleiner el menor al entrar al foso–. ¿Cómo soportar semejantes contrariedades? ¿Acaso no es bastante intentar sobrevivir a esta ópera, como para que además nos la cante este infernal tenor? ¡Qué voz! ¡Qué estilo! ¡Qué falta de musicalidad y qué pretensiones!
—¡Calla, misántropo! –replica Dervinck, el primer oboe–. Acabarás siendo tan bruto como tu hermano, puesto que coincidís en gustos y en ideas. ¿Acaso no sabes que un tenor es un ser aparte, que ostenta derecho sobre la vida y la muerte de las obras que canta, sobre los compositores y, en consecuencia, sobre nosotros (¡pobres diablos!), los músicos? No es un habitante del mundo, es un mundo en sí. Más aún, los diletantes[1] lo tienen divinizado y él se tiene por un dios hasta el extremo de que habla en todo momento de sus creaciones. Tengo en este librito que acabo de recibir de París la explicación de cómo dicho astro luminoso realiza su revolución alrededor del público. Tú, que andas siempre estudiando el Cosmos de Humboldt, comprenderás bien este fenómeno.
—Léenoslo, Kleiner –dicen casi todos los músicos–. Si lo lees bien, te invitamos a una crema bávara.
—¿En serio?
—En serio.
—Entonces allá va.
EL MOVIMIENTO DE TRASLACIÓN DEL TENOR ALREDEDOR DEL PÚBLICO. ANTES DEL AMANECER
El futuro gran tenor[2] se encuentra en las manos de un profesor competente, dotado de ciencia, paciencia, sensibilidad y buen gusto, quien, con un método consistente, hace de él un hábil lector a primera vista, un buen armonista, y le inicia en las bellezas de las obras de arte. Le forma, en fin, en el gran estilo del canto. En cuanto ha intuido su innata capacidad para emocionar, el tenor ya aspira al trono. Quiere, a pesar de las recomendaciones de su maestro, debutar y reinar: su voz, no obstante, aún no está formada. Un teatro de segunda fila le abre las puertas. Debuta y es silbado. Indignado por este ultraje, el tenor obtiene permiso para romper su contrato y, con el corazón lleno de desprecio hacia sus compatriotas, parte cuanto antes hacia Italia.
Para debutar allí, encuentra terribles impedimentos que termina superando. Llega, incluso, a ser relativamente bien recibido. Su voz se transforma, se vuelve plena, fuerte, mordiente, muy correcta tanto en la expresión de pasiones vivas como en los sentimientos más dulces. El timbre de esta voz gana poco a poco en pureza, en frescura y en un candor delicioso, cualidades estas que constituyen finalmente un talento de primer orden, cuyo efecto es irresistible. Llega el éxito. Los directores italianos, que saben hacer negocios, venden, recompran y revenden al pobre tenor, cuyo modesto sueldo permanece inmutable, a pesar de que cada año enriquezca a dos o tres teatros. Se le explota, se le presiona de mil formas hasta tal punto que vuelve a considerar regresar a la patria. Ya ha perdonado. Confiesa que ésta tenía razón para mostrarse severa en cuanto a sus primeras actuaciones. Sabe que el director de la Ópera de París le ha echado el ojo. En cuanto le llega una propuesta, no duda en aceptarla y vuelve a cruzar los Alpes.
El ascenso heliaco
El tenor debuta de nuevo, pero esta vez lo hace en la Ópera y ante un público condicionado en su favor por sus triunfos en Italia. Su primera melodía es recibida con exclamaciones de sorpresa y placer. Desde este momento, su éxito ya está decidido. No es más que el preludio de las emociones que va a despertar durante la velada. En este pasaje, destacan su sensibilidad y su capacidad técnica, unidas a una emisión de encantadora dulzura. Queda por conocer la expresión dramática, el grito de la pasión. Se presenta un fragmento en el que el audaz artista lanza varias notas agudas, con su voz de pecho, acentuando cada sílaba, con una potencia en la vibración, una expresión desgarrada de dolor y una belleza de sonido de la que, hasta ahora, nadie se había hecho idea. Un silencio de estupor reina en la sala. La gente aguanta la respiración. El asombro y la admiración se confunden en un sentimiento bastante similar al del temor. De hecho, ese temor está justificado mientras dura la extraordinaria frase, pero cuando ésta llega a su triunfante final… hay que ver el entusiasmo del público.
Llega el tercer acto[3]. Un huérfano regresa a la choza del padre. Su corazón carga con el peso de un amor desesperanzado. Sus sentidos, alterados por las escenas sangrientas que la guerra ha puesto ante sus ojos, sucumben abrumados bajo el peso del golpe más desolador: su padre ha muerto. La cabaña está desierta. Reinan el silencio y la calma. La paz y la muerte. El hombro sobre el que en ese momento desearía derramar sus lágrimas filiales, no está allí. Tampoco el corazón junto al que el suyo podría latir con menor dolor. El infinito los separa… Ella nunca le pertenecerá… El compositor refleja dignamente la desgarradora situación. Aquí, el cantante se eleva a una altura que nunca nadie le creyó capaz de alcanzar. Verdaderamente sublime. Dos mil gargantas anhelan lanzar una de esas ovaciones que un artista escucha sólo dos o tres veces en su vida y que por sí solas compensan los sacrificios y las decepciones sufridas.
Es