Hector Berlioz

Las tertulias de la orquesta


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labios entre otra bocanada de tabaco. El intérprete:

      —Señor, su Alteza me ordena que le diga que desea verle bailar.

      —¿Bailar? ¿Yo?

      —Sí, usted, señor.

      —Pero yo no soy bailarín. Ni siquiera soy artista. Acompaño a mi mujer en sus viajes, llevo sus partituras, su chal, eso es todo… no sabría, verdaderamente…

      —¡Zieck! ¡Boulack!– interrumpe el sultán con sequedad mientras exhala una amenazante nube negra.

      El intérprete se apresura, entonces, a traducir:

      —Señor, Su Alteza me ordena que le diga que si usted no baila inmediatamente, le hará arrojar al Bósforo.

      No había posibilidad de replicar, así que ahí estaba nuestro desdichado marido brincando de la forma más grotesca, hasta el momento en que el sultán, acariciando una vez más su barba, grita con una terrible voz:

      —¡Daioum be boulack Zieck!

      El intérprete:

      —Suficiente, señor. Su Alteza me ordena que le diga que debe usted retirarse con la señora, y no más tarde de mañana, y que si, en alguna ocasión, vuelven ustedes a Constantinopla, les hará arrojar a ambos al Bósforo.

      ¡Sultán sublime! ¡Crítico admirable! ¡Qué magnífico ejemplo nos has dado! ¡Ojalá tuviésemos el Bósforo en París!

      —La crónica ya no indica si la desafortunada pareja continuó viaje hacia China ni si la primorosa cantante obtuvo cartas de recomendación para el Celeste Emperador, jefe supremo del Reino Medio. Es bastante probable, porque no se volvió a oír hablar de ella. El marido, en este caso, o bien habrá encontrado un miserable fin en el río Amarillo, o bien habrá conseguido el puesto de primer bailarín del Hijo del Sol.

      —De todos modos –retomó el arpista–, esta última anécdota no prueba nada contra París.

      —Es muy triste –dijo el arpista, suspirando–. Veo que no daré ningún concierto. Es igual. Iré a París de todas formas.

      —Oh, sí. Venga a París. Nadie se opone a ello. Es más, con toda seguridad obtendrá usted cuantiosas ganancias si pone en práctica el ingenioso sistema que empleó en Viena para hacer pagar por la música a gentes a quienes no les gusta. A este respecto, puedo serle de gran utilidad indicándole una cantidad de ricos que la detestan como nadie. Incluso aunque fuese a tocar al azar ante todas las casas de cierta apariencia, podría estar seguro de tener éxito una vez de cada dos. No obstante, para que no pierda tiempo improvisando, tome nota de estas direcciones cuya infalibilidad puedo garantizarle.

      Primero: rue Rouot, frente al ayuntamiento.

      Segundo: rue Favart, al lado de la rue d´Amboise.

      Tercero: place Ventadour, frente a la rue Monsigny.

      Cuarto: rue Rivoli, no sé el número de la casa, pero cualquiera se lo indicará.

      Quinto: place Vendôme, todos los números son excelentes.

      Hay una multitud de casas estupendas en la rue Caumartin. Infórmese además de las direcciones de nuestros leones más célebres, de nuestros compositores populares, de la mayor parte de los libretistas de ópera, de los principales propietarios de palcos del Conservatorio, de Ópera y de la Ópera italiana. De todo esto puede sacar usted lingotes de oro. No olvide sobre todo la rue Rouot; vaya allí todos los días. Es el cuartel general de sus posibles contribuyentes.

      En ese momento, la campana anunció la salida del convoy. Ofrecí mi mano al arpista ambulante y me dirigí a mi vagón.

      —¡Adiós, amigo! Nos veremos en París. Si se organiza bien y sigue mis instrucciones, hará fortuna allí. Le recuerdo una vez más la rue Rouot.

      —Y yo le recuerdo mi remedio contra el amor doble.

      —¡Sí, adiós!

      —¡Adiós!

      El tren de Praga inició su marcha. Aún durante un tiempo pude ver al estirio soñador que, apoyado en su arpa, me seguía con la mirada. El ruido de los vagones me impedía escucharle, pero por el movimiento de los dedos de su mano izquierda reconocí que estaba tocando el tema de la Reina Mab y, por el de sus labios, adiviné que, en el mismo momento en que yo decía una vez más: «¡Vaya un tipo raro!», él estaba diciendo:

      —¡Vaya una obra rara!

      ***

      Silencio… Los ronquidos del viola y los del bombero, que terminó por seguir su ejemplo, se distinguen entre los académicos contrapuntos del oratorio. De cuando en cuando, el sonido simultáneo del voltear de páginas por parte de los fieles que leen el santo libreto proporciona un agradable efecto de diversidad sobre la monotonía de las voces y los instrumentos.

      —¿Ya ha acabado? Se me ha hecho corto –me pregunta el primer trombón.

      —Es muy amable por su parte, pero es mérito del oratorio que mi narración parezca interesante. La verdad es que sí, ya he acabado. Mis historias no son como esta fuga, que parece que va a durar hasta el día del juicio final: ¡No la pares ahí, pedazo de burro! ¡Continúa siempre con lo mismo! Muy bien. ¡Ahora invierte el sujeto! Podemos decir lo mismo que madame Jourdain dice de su marido: Tan estúpido visto desde atrás como desde delante.

      —¡Paciencia! –dice el trombón–. Sólo quedan seis arias grandes y ocho fugas cortas.

      —A ver quién lo aguanta.

      —Seamos realistas: esto es inaguantable. A dormir todo el mundo.

      —¿Todos? No sería prudente. Como en un barco, alguien debe quedarse de guardia. En dos horas hacemos el relevo.

      Se escoge a tres contrabajistas para hacer la primera guardia y el resto de la orquesta cae como un solo hombre.

      En cuanto a mí, me deshago cuidadosamente de mi violista, que parece haber inhalado un frasco de cloroformo, se lo endoso al muchacho empleado de la orquesta y me escabullo. Llueve a cántaros. Escucho el sonido de los canalones y me dejo embriagar por esta refrescante armonía.