florines y medio, así que pude satisfacer mi curiosidad.
—¿Y ha sido capaz de memorizar el scherzo?
—Sólo la primera parte y los últimos compases. Nunca he podido acordarme del resto.
—Dígame la verdad: ¿Qué efecto le produjo cuando lo escuchó?
—¡Oh! Un efecto peculiar. Muy peculiar. Me hizo reír, pero de felicidad, sin poder evitarlo. Jamás pensé que los instrumentos conocidos pudieran producir tales sonidos, ni que una orquesta de cien músicos pudiera desenvolverse con tal ligereza. Mi agitación era extrema y no paraba de reír. En los últimos compases, en esa frase rápida en que los violines salen disparados como una flecha, se me escapó tal carcajada que un espectador vecino quiso echarme de allí, pensando que me reía de usted. Sin embargo no era así, sino al contrario, pero no podía evitarlo.
—¡Caramba! Posee usted una manera original de sentir la música. Me pregunto cómo habrá adquirido esa capacidad. Ya que habla usted tan bien en francés y, puesto que el tren no parte hasta dentro de dos horas, podría desayunar conmigo y contármelo.
—Es una historia muy simple, señor. Poco digna de su atención. Pero si usted desea escucharla, soy su servidor.
Nos dispusimos en una mesa, bebimos algunos cuartos del indispensable vino del Rin y he aquí, poco después, los términos en que me narró mi compañero de viaje la historia de su educación musical o, más bien, algunos sucesos de su vida.
La historia del arpista ambulante
Nací en Estiria. Mi padre era músico ambulante, como hoy lo soy yo. Después de haber recorrido Francia durante diez años y de haber ahorrado una pequeña cantidad, volvió a su país, donde se casó. Yo llegué al mundo un año después de su matrimonio y ocho meses más tarde murió mi madre. Mi padre no quiso abandonarme. Se hizo cargo de mí y me crió con el cariño que, en general, sólo las mujeres son capaces de prodigar. Convencido de que, viviendo en Alemania, aprendería alemán con facilidad, tuvo la feliz idea de enseñarme además el francés, lengua que empleaba siempre conmigo. Pronto me enseñó, hasta donde mi fuerza le permitía, el manejo de los dos instrumentos que le eran más familiares: el arpa y la escopeta. Usted sabe que en Estiria nos gustan las armas. También yo alcancé cierta consideración como cazador en nuestro pueblo, algo que enorgullecía a mi padre. Al mismo tiempo iba alcanzando una hermosa destreza al arpa, pero un día mi padre creyó apreciar que mis progresos se habían estancado. Me preguntó el motivo, pero yo, no queriéndoselo decir, le aseguraba que no era culpa mía, puesto que yo seguía trabajando a diario, aunque no encerrado en nuestra pobre casa, donde no me sentía capaz de hacer sonar el instrumento, sino en el campo. La verdad era que ya no trabajaba en absoluto. He aquí la razón: yo tenía una bonita voz blanca, fuerte y bien timbrada. El placer que encontraba en tocar el arpa en el bosque y en los lugares más salvajes de nuestra comarca me animó a cantar mientras me acompañaba. Cantaba a plena voz, desplegando toda la fuerza de mis pulmones. Escuchaba, encantado, mis sonidos perdiéndose en la lejanía de los valles y me exaltaba extraordinariamente. Improvisaba la música y la letra, en la que mezclaba francés y alemán e intentaba representar en ella el vago entusiasmo que me poseía. Mi arpa, sin embargo, no respondía al tipo de acompañamiento que yo deseaba para estos extraños cantos. Probaba veinte maneras diferentes en la disposición de cada acorde, pero el resultado era siempre seco y miserable. Un día, harto e insatisfecho, al final de una estrofa en la que necesitaba un acorde fuerte y resonante, agarré instintivamente mi escopeta, que no me abandonaba jamás, y disparé al aire para obtener la explosión final que el arpa me negaba. Fue incluso peor cuando quise encontrar esos sonidos mantenidos, gimientes y suaves que hacen nacer la ensoñación. El arpa se mostraba aquí aún más incapaz. En la imposibilidad de sacar de ella nada parecido, un día en que me encontraba improvisando con mayor melancolía que de costumbre, dejé de cantar, desanimado, y permanecí allí, en silencio, acostado sobre el brezo, con la cabeza sobre mi instrumento imperfecto. Al cabo de unos instantes, una armonía extraña pero hermosa, velada, misteriosa como un eco de los cánticos del paraíso, pareció elevarse hasta mi oído… Escuché encantado… y percibí que esta armonía, que emanaba de mi arpa sin aparente vibración de las cuerdas, crecía en riqueza e intensidad o disminuía en función de la fuerza del viento. Era el viento, en efecto, quien producía estos extraordinarios acordes de los que jamás había oído hablar.
—¿No conocía las arpas eólicas?
—No, señor. Creía haber hecho un verdadero descubrimiento. Me apasioné por él y, desde ese momento, en lugar de ejercitarme en el mecanismo de mi instrumento, no hice más que entregarme a unas experiencias que me absorbieron por completo. Probaba afinaciones de todo tipo para evitar la confusión producida por la vibración de tantas cuerdas diferentes, hasta que convine, tras largas investigaciones, en afinar el mayor número posible a la octava y al unísono, suprimiendo todas las demás. Sólo entonces obtuve series de acordes verdaderamente mágicas que satisfacían mi ideal; armonías celestes sobre las que cantaba himnos sin cesar, que unas veces me transportaban a palacios de cristal, entre millones de ángeles de alas blancas y coronas de estrellas, que cantaban conmigo en una lengua desconocida; y otras veces me sumergían en una profunda tristeza que me hacía ver, en las nubes, pálidas muchachas de ojos azules, cubiertas con sus largas cabelleras rubias, más hermosas que serafines, que sonreían entre lágrimas, y emitían armoniosos gemidos que la tormenta arrastraba con ellas hasta los confines del horizonte. En otra ocasión imaginé ver a Napoleón, cuya asombrosa historia, mi padre me contaba tan a menudo. Creí estar en la isla en la que murió. Vi su guardia inmóvil alrededor de él. Otras veces vi a la Santísima Virgen, a la Magdalena y a Nuestro Señor Jesucristo en una iglesia enorme, el día de Pascua. También me imaginaba en ocasiones flotando aislado en el aire, sintiendo que el mundo había desaparecido. Sufrí, incluso, horribles padecimientos, como si hubiese perdido a mis seres más queridos; me arrancaba los cabellos y sollozaba arrojándome al suelo… No puedo expresar ni la centésima parte de lo que experimentaba. Un día, durante una de estas escenas de poética desesperación, fui encontrado por unos cazadores de la zona. Al ver mis lágrimas, mi aspecto enajenado y algunas cuerdas de mi arpa sueltas, me creyeron loco, y mal que bien, me llevaron a casa de mi padre. Éste no dio crédito a esta idea, pues desde hacía tiempo sospechaba, por mi comportamiento y mi inexplicable exaltación, que me había dado al aguardiente (que yo debía robar porque no tenía con qué pagar). Convencido de que había ido a emborracharme a algún lado, me molió a palos y me encerró dos días a pan y agua. Soporté este injusto castigo sin querer decir una palabra para disculparme. Sentía que nadie hubiera creído ni comprendido la verdad. Además, no podía compartir este secreto con nadie. Había descubierto un mundo ideal y sagrado y no quería desvelarlo. El señor cura, un buen hombre del que todavía no le he hablado, tenía otra interpretación de mis ataques extáticos:
—En mi opinión, deben de ser algún tipo de visiones divinas. Este muchacho, sin duda, está llamado a alcanzar la santidad.
La época de mi primera comunión llegó y mis visiones se volvieron más frecuentes e intensas. Mi padre comenzó entonces a perder la mala opinión que se había forjado de mí y, como los demás, empezó a creer que estaba loco. El señor cura, por el contrario, insistiendo en su hipótesis, me preguntó si nunca había soñado con ser sacerdote.
—No, señor –respondí–. Pero ahora sí que lo pienso y creo que me gustaría abrazar ese santo sacramento.
—Bien, muchacho. Piénsalo bien. Reflexiona y ya hablaremos.
Poco después, mi padre murió tras una corta enfermedad. Yo tenía catorce años. Sentí una gran pena, porque tan sólo en alguna ocasión me había pegado y le estaba muy agradecido por haberme enseñado tres cosas: francés, arpa y a disparar mi escopeta. Estaba solo en el mundo. El señor cura me acogió en su casa y pronto le aseguré que mi vocación era verdadera, por lo que comenzó a proporcionarme los conocimientos necesarios para la carrera eclesiástica. Transcurrieron así cinco años en los que aprendí latín y, estaba a punto de emprender los estudios de teología, cuando repentinamente me enamoré, pero ¡de dos muchachas a la vez! ¡Y lócamente! Tal vez no lo crea usted posible, señor.
—¿Cómo