una ruina, hay que cambiar las cuerdas continuamente… con la más ligera lluvia, o se rompen o se hinchan hacia la mitad, lo que altera su timbre y las vuelve sordas y discordantes. No tiene usted idea de lo que esto me cuesta.
—¡Ah, mi querido amigo! No se queje tanto. ¡Si usted supiera cuántas cuerdas más caras que las suyas, porque las hay de entre sesenta mil e incluso cien mil francos, se estropean y se rompen a diario en las grandes salas de concierto, para la desesperación de compositores y directores! Las tenemos con un sonido exquisito y potente que, con el accidente más leve, se echan a perder. Un poco de calor, un mínimo de humedad, un… nada, y aparece ese abultamiento hacia la mitad del que usted hablaba, que destruye la pulcritud y el encanto. ¡Cuántas obras no pueden ejecutarse entonces! ¡Cuántos compromisos hay que cancelar! Los gerentes, desesperados, se apresuran en escribir a Nápoles, país de buenas cuerdas, pero casi siempre en vano. Es necesario mucho tiempo y mucha suerte para llegar a reemplazar una prima[5] de primer orden.
—Es posible, señor. Pero sus desastres no me consuelan de mis miserias. Le contaré, para salir de esta embarazosa situación, que acabo de emprender un proyecto que usted, sin duda, aprobará. De dos años a esta parte he alcanzado una verdadera habilidad con mi instrumento, que ahora manejo con virtuosismo. Pienso que puedo hacer buen negocio ofreciendo conciertos en las grandes ciudades francesas e incluso en París.
—¡En París! ¡Conciertos en Francia! ¡Ja, ja, ja! ¡Deje que me ría yo ahora! ¡Ja, ja! ¡Vaya un hombre curioso! No me río de usted. ¡Ja, ja, ja! Es como la risa bienintencionada que le producía mi scherzo.
—Perdone usted, pero no entiendo qué he dicho que le resulte tan gracioso.
—Me dice usted, ¡ja, ja, ja!, que pretende hacerse rico dando conciertos en Francia. Debe de ser el humor de Estiria. Escuche, le diré algo. Para empezar, en Francia… espere un momento… que estoy sofocado. En Francia existe un impuesto que grava a todo aquel que dé un concierto.
—¡Vaya por Dios!
—Hay gente cuyo oficio es el de percibir (es decir, recaudar) un octavo de las ganancias brutas generadas en cada concierto. En ocasiones, si así lo requieren, se les permite hacerse incluso con un cuarto de las ganancias. De este modo, si viene usted a París y organiza por su cuenta y riesgo un concierto o una representación musical, debe pagar por la sala, la iluminación, la calefacción, la publicidad, los copistas y los intérpretes. Como no es usted famoso, dese por satisfecho si consigue una recaudación de ochocientos francos. Los gastos ascenderán, al menos, a seiscientos. Le quedan doscientos de beneficio. Sin embargo no le quedará nada, porque, tal como indica la ley, llegará el recaudador y se los embolsará mientras le saluda, porque ante todo es muy educado. Si, como es más probable, no consigue más que los seiscientos justos para cubrir gastos, el recaudador no renunciará a su octavo, así que, además, se le multará con setenta y cinco francos por haber cometido la insolencia de querer hacerse un hueco en París y pretender vivir allí honestamente del producto de su talento.
—¡No es posible!
—No, verdaderamente es inconcebible, pero así es. Por cortesía le he dicho que podría recaudar usted en taquilla entre seiscientos y ochocientos francos. No creo que siendo desconocido, pobre y arpista, alcanzase siquiera los veinte espectadores. Esa es la verdad. Hasta los virtuosos más grandes y famosos han experimentado en Francia los efectos del capricho y la indiferencia del público. En el vestíbulo de un teatro de Marsella me mostraron un espejo que Paganini había roto, presa de la cólera, al encontrar la sala vacía en uno de sus conciertos.
—¡Paganini!
—Paganini. Quizás hacía demasiado calor aquel día. Debo decirle que en nuestro país hay algunas circunstancias con las que el genio musical más extraordinario, más brillante y más indiscutible, no podría combatir. Ni en París ni en provincias hay un público que ame tanto la música como para desafiar el calor, la lluvia o la nieve, sólo por escuchar un concierto. Nadie retrasa o adelanta unos minutos la hora de su almuerzo. Se va a la Ópera o a un concierto sólo si esto no causa inconveniente (y si no es caro, por supuesto), y si no se tiene absolutamente nada mejor que hacer. Tengo la firme convicción de que no se encontraría un individuo entre mil que quisiera escuchar al virtuoso más sorprendente tocar la más sublime obra maestra, si tuviera que hacerlo solo y en una sala sin iluminar. No hay una persona entre mil que, dispuesta a pagar por su entrada cincuenta francos como deferencia a un artista, pague veinticinco por una obra maestra si ésta no está de moda. Porque incluso las obras maestras están sometidas al arbitrio de las modas. Nadie sacrifica, por la música, ni una cena, ni un baile, ni un simple paseo; ni mucho menos una carrera de caballos o una sesión en el tribunal de lo penal. Se va a ver una ópera si es nueva y si es interpretada por la diva o el tenor en boga. Se va a un concierto si hay algo curioso o interesante, como una especial rivalidad u hostilidad entre dos virtuosos famosos. No se trata de admirar su talento, sino de saber cuál de los dos será vencido. Es otra especie de carrera de obstáculos o de combate de boxeo. Uno va al teatro a aburrirse durante cuatro horas, o a una sala de conciertos clásicos a aparentar la extenuante tarea de fingir entusiasmo, porque las entradas son muy demandadas y hace bonito detentar un palco propio. Se asiste principalmente a ciertos estrenos, pagando incluso precios desorbitados, si los gerentes o los autores se están jugando esa noche su fortuna o su futuro a todo o nada. En ese caso, el interés es inmenso. Apenas hay preocupación por estudiar la nueva obra, por encontrar sus momentos hermosos y disfrutarlos. Sólo interesa saber si fracasará o no. Según si la suerte es favorable o contraria, dependiendo de si el sentido del movimiento caiga hacia un lado o hacia el otro en virtud de causas ocultas e inexplicables, producidas por algún mínimo incidente, se tomará parte de la noble opinión mayoritaria. Se aplastará al vencido si la obra es condenada y se llevará al autor a hombros si obtiene éxito, sin haber comprendido, para ello, la mínima parte de la obra. En una de estas noches, no importa que haga frío o calor, que granice o que haga viento, que cueste cien francos o cien céntimos: hay que verlo. ¡Es una batalla! A menudo, incluso, una ejecución.
En Francia, mi querido amigo, uno tiene que preparar a su público, del mismo modo que se prepara a un caballo de carreras. Es un arte especial. Hay artistas verdaderos que no consiguen nunca aleccionar al público y otros que, siendo abiertamente mediocres, son verdaderos aleccionadores. ¡Afortunados aquellos que poseen a la vez estas dos infrecuentes cualidades! En ocasiones, incluso los más prodigiosos, según este criterio, encuentran la horma de su zapato en los flemáticos habitantes de ciertas ciudades de costumbres antediluvianas, lugares dormidos que nunca fueron despertados, que, por su indiferencia hacia el arte, viven dedicados al culto a la economía.
Esto me recuerda una vieja anécdota, muy original, de hace unos siete u ocho años, sobre Liszt y Rubini[6] que tal vez usted no conozca. Se habían asociado para acometer un asalto musical contra las ciudades del norte. Verdaderamente, si en alguna ocasión dos de esos aleccionadores que al mismo tiempo son artistas unieron sus fuerzas para domar a un público, éstos son esos dos incomparables virtuosos. Como decía, Rubini y Liszt (entiéndame bien: Liszt y Rubini), llegan a una de esas nuevas Atenas y anuncian su primer concierto. No se les niega nada: ni anuncios publicitarios ingeniosos, ni carteles gigantes, ni un atractivo y variado programa. Pero nada de eso obtiene resultado. Llega la hora del concierto, nuestros dos leones suben al escenario… pero allí no había ni cincuenta personas. Rubini, indignado, se negó a cantar. La cólera le apretaba la garganta.
—Al contrario –le dijo Liszt–. Debes cantar como nunca. Este reducido público es, evidentemente, la elite de los aficionados de esta región y hay que tratarlo en consecuencia. Hoy hay que lucirse. ¡Por nosotros!
—Y dando ejemplo como nadie, toca magníficamente su primera pieza. Rubini canta a continuación, sin interés, en un registro medio, casi con desdén. Vuelve Liszt e interpreta la tercera pieza. Entonces, dirigiéndose al borde del escenario y saludando con donaire a la audiencia, dice:
—Señores y señora –sólo había una–, creo que ya hemos tenido suficiente música por hoy. Preferiría, si son tan amables,