Alguien hizo concebir a G*** serias dudas sobre la fidelidad de Vincenza. Desde este momento, le cerró su puerta y se negó obstinadamente a verla. Vincenza, golpeada mortalmente por esta ruptura, cayó en un estado de terrible desesperación. En ocasiones, permanecía durante días enteros en el camino de Pincio, donde esperaba encontrarle, rechazaba todo consuelo y se volvía cada vez más siniestra en sus comentarios y brusca en sus modales. En vano había yo intentado hacer que volviese con ella su obstinado amante. Cuando un día me la encontré, ahogada en llanto y taciturna, no pude más que desviar la mirada y alejarme suspirando. Más tarde volví a encontrarla caminando con una extraordinaria agitación al borde del Tíber, sobre una elevación escarpada a la que llaman paseo de Poussin…
—¡Vincenza! ¿A dónde va? ¡Respóndame! No la dejaré ir más lejos. Temo que cometa alguna locura…
—Déjeme, señor, no me detenga.
—¿Qué hace aquí sola?
—¡Él ya no quiere verme! No me ama, cree que le engaño. ¿Cómo puedo vivir de este modo? Estoy decidida a ahogarme en el Tíber.
En ese momento comenzó a lanzar gritos desesperados. La vi arrojarse al suelo, arrancarse los cabellos, proferir imprecaciones furiosas contra los autores de su mal. Cuando se hubo calmado un poco, le rogué que me prometiera permanecer tranquila hasta el día siguiente. Yo me comprometí a realizar una última tentativa con G***.
—Escúcheme bien, mi querida Vincenza. Le veré esta tarde. Le hablaré de su infelicidad y, para conseguir su perdón, le contaré hasta qué punto me inspira usted piedad. Venga mañana por la mañana a mi casa. Le comunicaré el resultado de mi gestión y lo que debe hacer para terminar de convencerlo. Si no obtengo éxito, no tendré nada mejor que ofrecerle… el Tíber seguirá en su sitio.
—¡Oh, señor! Es usted muy bueno. Haré lo que me diga.
Efectivamente, por la tarde tuve una conversación en privado con G***. Le conté la escena de la que había sido testigo y le supliqué que accediera a recibir a esta desdichada, puesto que era la única forma de salvar su vida.
—Infórmate adecuadamente –le dije al final–. Apostaría mi brazo derecho a que habéis sido víctimas de un error. Y, por si todos mis razonamientos carecieran de fuerza, te puedo asegurar que su desesperación es extraordinaria. Vi una de las escenas más dramáticas que puedan contemplarse. Considérala como objeto artístico.
—Caramba, mi querido Mercurio. Eres un magnífico abogado. Me rindo. En dos horas iré a ver a alguien que puede esclarecer este estúpido asunto. Si me he equivocado, que venga aquí. Dejaré la llave puesta por fuera. Si, por el contrario, la llave no está puesta, será que he adquirido la certeza de que mis suposiciones eran fundadas. Ahora, te lo ruego, no hablemos más de este tema. ¿Cómo encuentras mi nuevo taller?
—Incomparablemente mejor que el antiguo. Pero la vista no es tan hermosa. Yo, en tu lugar, me hubiera quedado con la mansarda, aunque sólo fuera para poder ver San Pedro y la tumba de Adriano.
—Sigues igual que siempre, con la cabeza en las nubes. Hablando de nubes, este es buen momento para encender un buen cigarro. En fin, nos despedimos, pues. Veremos si averiguo algo. Puedes comunicar a tu protegida mi última resolución. Tengo curiosidad por comprobar cuál de los dos está equivocado.
Al día siguiente, Vincenza entró en mi casa bien temprano. Yo dormía aún. Al principio no quería interrumpir mi sueño, pero no pudo resistir su ansiedad. Tomó mi guitarra y tocó tres acordes que me hicieron despertar. Al volverme, la contemplé a la cabecera de mi cama, ansiosa de emoción. ¡Qué hermosa estaba! La esperanza hacía resplandecer su encantadora figura. A pesar del tono cobrizo de su piel, la pasión le otorgaba un bonito rubor. Todos sus miembros temblaban.
—Bien, Vincenza. Creo que la recibirá. Si la llave está en la puerta es que la ha perdonado y…
La pobre niña me interrumpe con un grito de alegría, se lanza sobre mi mano y la besa con arrebato cubriéndola de lágrimas, sollozando y gimiendo. Se apresuró entonces en salir de mi habitación dedicándome una sonrisa de agradecimiento que me iluminó como un rayo celestial.
Unas horas más tarde, acababa de vestirme cuando llegó G*** y me dijo con gravedad:
—Tenías razón. He descubierto la verdad, pero ¿por qué no ha venido? La he estado esperando.
—¿Cómo que no ha ido? Salió de aquí esta mañana medio loca con la esperanza que le di. Debe de haber llegado a tu casa en dos o tres minutos.
—No la he visto y, sin embargo, la llave estaba bien visible en la puerta.
—¡Maldición! ¡Olvidé decirle que te habías cambiado de taller! Habrá subido al cuarto piso ignorando que estabas en el primero.
—¡Corramos!
A toda prisa, llegamos al ático. La puerta del estudio estaba cerrada. En la madera se encontraba clavada con fuerza la horquilla de plata que Vincenza portaba en sus cabellos y que G*** reconoció con horror. Él se la había regalado. Corrimos al Trastevere, a su casa, al paseo de Poussin, preguntando a todos los paseantes. Nadie la había visto. Finalmente, escuchamos dos voces que discutían con violencia… Llegamos al lugar de la escena… Dos boyeros se peleaban por el pañuelo blanco de Vincenza, que la infeliz albanesa había desprendido de su cabeza para dejarlo en la orilla antes de precipitarse…
***
El primer violín emitía entre dientes un silbido de desaprobación:
—¡Ssssss! ¡Ssssss! Tu historia es corta y mala. Además, no tiene nada de conmovedora. Ya sabes, flautista sensiblero: mejor dedícate a tus tubos. Prefiero la sensibilidad mucho más original de nuestro timbalero, ese bruto de Kleiner, cuya única ambición es ser el número uno de la ciudad en el trémolo cerrado y en fumar más pipas que nadie. Un día…
—Espera, guarda tu historia para mañana, que la obra ya ha terminado.
—Es muy breve. La escuchamos de un trago. Un día, os decía, me encontré a Kleiner acodado en la barra de un café, solo, como siempre. Tenía un aspecto más sombrío que de costumbre. Me acerco y le digo:
—Pareces triste, Kleiner. ¿Te pasa algo?
—¡Oh! ¡Qué contrariedad!
—¿Contrariedad? ¿Has vuelto a perder once partidas de billar, como la semana pasada? ¿Has roto un par de baquetas nuevas o has vuelto a quemar otra pipa?
—No. He perdido… mi madre…
—Lo siento camarada. Siento no haberte tomado en serio. ¡Qué mala noticia!
—(Kleiner dirigiéndose al camarero:) ¡Camarero! Una crema bávara.
—Ahora mismo, señor.
—(Entonces continúa:) Sí, amigo. Tremenda contrariedad. Mi madre murió anoche, tras una agonía horrible de catorce horas.
—(Vuelve el camarero.) Señor, no quedan cremas bávaras.
—(Kleiner golpea violentamente la mesa con el puño, arrojando al suelo con estrépito dos cucharas y una taza:) ¡Maldición! ¿Es que en esta vida todo son contrariedades?
Eso es sensibilidad en estado puro.
Los músicos rompen a reír de tal manera que el director de la orquesta, que les estaba escuchando, se ve obligado a llamarles la atención y a dirigirles, con un ojo, una mirada enojada. Su otro ojo sonríe, mientras sale sin decir palabra.
[1] Llama poderosamente la atención que la figura de Alfonso della Viola fuese conocida por Berlioz. Se trata de un personaje histórico prácticamente olvidado en la actualidad. Su biografía, no obstante, es en parte accesible en fuentes muy especializadas. Alfonso della Viola (Ferrara, ca. 1508-ca. 1573) fue el compositor más representativo de la ciudad de Ferrara durante varios lustros a mediados del siglo XVI y a él se deben los primeros ejemplos de declamación