Hector Berlioz

Las tertulias de la orquesta


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y, créeme, pues te hablo desde mi experiencia, es la única venganza que está a tu alcance.

      Te acabo de contar que me hice rico gracias al rey de Francia, más generoso y noble que nuestros soberanos italianos. Me corresponde, como artista que te comprende, te ama y te admira, tomar la iniciativa de ese príncipe sin talento y sin corazón que te ignora. Te envío diez mil coronas. Creo que con esta suma podrás montar dignamente tu drama en música. No pierdas un instante. Que sea en Roma, Nápoles, Milán, Ferrara, en cualquier ciudad, excepto en Florencia. Es fundamental que ni un solo rayo de tu gloria pueda iluminar al Gran Duque. Adiós, querido muchacho. La venganza es bella; por ella podemos estar tentados a morir. Pero el arte es aún más bello. No olvides jamás que, a pesar de todo, es preciso vivir para él.

      Tu amigo,

      Benvenuto Cellini

      ***

      París, 10 de junio de 1557

      Benvenuto Cellini a Alfonso della Viola

      ¿En virtud de qué poderosa pasión has llegado a rebajarte de este modo? ¿La sed de oro? En la actualidad eres más rico que yo. ¿Amor a la fama? Nadie fue nunca tan popular como Alfonso, desde el éxito prodigioso de la tragedia sobre Francesca y el no menos importante de los otros tres dramas líricos que la siguieron. ¿Qué te impidió, además, elegir otra capital para el estreno de tu nuevo triunfo? Ningún soberano te hubiera negado lo que el gran Côme te ha ofrecido. Tus obras son, en todo lugar, amadas y admiradas. Se interpretan a lo largo y ancho de Europa. Se escuchan en ciuda­des, cortes, en el ejército, en la Iglesia… El rey francés las canta continuamente. La misma madame d’Étampes opina que no te falta talento a pesar de ser italiano. La misma justicia se te hace en España. Las mujeres y, sobre todo, los curas profesan generalmente una devoción especial por tu música. Si hubieras querido ofrecer a los romanos la obra que preparas para los toscanos, el gozo del papa, de los cardenales y de toda esa colmena de monsignori, sólo hubiera sido sobrepasado por los arrebatos de locura de sus numerosas rameras.

      No puedo imaginar qué te ha seducido… el orgullo… vanidad… alguno de esos títulos fatuos.

      De cualquier manera, ten esto en mente: has faltado a tu nobleza, has faltado a tu orgullo, has faltado a tu fe. El hombre, el artista y el amigo han caído ante mis ojos. Y yo sólo sabría conceder mi afecto a gente coherente, incapaz de acometer una acción vergonzosa. Tú no eres uno de éstos; mi amistad ya no te pertenece. Te presté dinero y sí, tuviste la intención de devolverlo. Estamos en paz, pues. Parto de París. En un mes atravesaré Florencia. Olvida que me has conocido y no intentes volver a verme porque, aunque nos encontrásemos en tu día de mayor gloria, delante de todo un pueblo, en presencia de príncipes y ante la congregación –para mí mucho más respetable– de tus quinientos artistas, si tú me abordases ese día, te volvería la espalda.

      Benvenuto Cellini

      ***

      Florencia, 23 de junio de 1557

      Alfonso a Benvenuto

      Sí, Cellini, es cierto. Adeudo al Gran Duque una imperdonable humillación, mientras que a ti te debo mi fama, mi fortuna y, posiblemente, mi vida. Juré que habría de vengarme de él y no lo he hecho. Te prometí solemnemente no aceptar jamás trabajos ni honores que vinieran de él y no he mantenido mi palabra. Gracias a ti, se pudo escuchar y aplaudir Francesca, por vez primera, en Ferrara. En Florencia, sin embargo, fue denostada como obra carente de sentido e inspiración. Con todo, no sólo no he correspondido a la ciudad de Ferrara, desde donde recibí otro encargo, sino que rindo homenaje al Gran Duque. Sí, los toscanos, que mostraron otrora su desdén hacia mí, hoy se congratulan de la preferencia que he mostrado por ellos. Están orgullosos de ello. El nivel de fanatismo que muestran por mí supera todo lo que me cuentas del de los franceses.

      En la mayor parte de las villas toscanas se prepara una verdadera emigración. Los pisanos y los sieneses, olvidando sus seculares rencillas, solicitan de los florentinos su hospitalidad para el gran día con mucha antelación. Côme, encantado con el éxito de aquel al que llama su artista, alberga grandes esperanzas en los resultados que pueda obtener de esta renovación de relaciones amistosas entre los tres pueblos rivales, en cuanto a sus ambiciones políticas. Me abruma constantemente con prebendas y adulaciones. Ayer ofreció en el palacio Pitti una magnífica recepción en mi honor, en la que se encontraban reunidas todas las familias nobles de la ciudad. La bella condesa de Vallombrosa me prodigó sus sonrisas más dulces. La Gran Duquesa me hizo el honor de cantar un madrigal conmigo. Della Viola es el hombre del momento, el hombre de Florencia, el hombre del Gran Duque, el protagonista absoluto…

      Soy absolutamente culpable, despreciable, vil, ¿no es cierto? Pues bien, Cellini, si pasas por Florencia el próximo 28 de julio, espérame entre las ocho y las nueve de la tarde ante la puerta del Baptisterio. Yo te iré a buscar. Si con mis primeras palabras no consigo justificarme completamente de todas las acusaciones que me reprochas; si la explicación de mi conducta no te satisface de forma total, entonces redobla tu desprecio, trátame como al último de entre los hombres, encadéname los pies, golpéame con tu látigo, y escúpeme a la cara, porque reconozco de antemano que lo tendré merecido. Hasta entonces, conserva tu amistad por mí. Verás que no habrá sido en vano.

      Con toda mi amistad,

      Alfonso della Viola

      ***

      El 28 de julio, un hombre alto, de aspecto sombrío y taciturno se dirigía, a través de las calles de Florencia, hacia la plaza del Gran Duque. Al pasar ante la estatua en bronce de Perseo, se detuvo y la contempló durante un tiempo con gran detenimiento. Se trataba de Benvenuto. A pesar de que la respuesta y los argumentos de Alfonso apenas habían producido efecto en su corazón, la amistad que le unía al joven compositor desde tiempo atrás era demasiado viva y sincera como para poder deshacerse para siempre en unos pocos días. Por ello, no tuvo valor para negarse a escuchar lo que Della Viola tuviera que alegar en su defensa. En su camino hacia el Baptisterio, donde Alfonso se reuniría con él, Cellini quiso volver a contemplar la obra maestra que en su día le costó tantas penas y fatigas. La plaza y las calles adyacentes estaban desiertas, el silencio más profundo reinaba en este barrio, tan frecuentado y ruidoso de ordinario. El artista contemplaba su obra preguntándose si la mediocridad y una inteligencia común no hubieran sido preferibles a la gloria y el genio.

      —¡Ojalá hubiera sido un boyero de Neptuno o de Porto Anzio! –pensaba–. De igual modo que