vez en dicha obra. Suponemos por añadidura que las fuentes documentales de la época no serían especialmente numerosas. No obstante, Berlioz, desde su puesto de bibiliotecario del Conservatorio de París, en que trabajaba desde 1839, gozaba de una posición privilegiada para satisfacer su curiosidad cultural y su iniciativa investigadora. Podemos afirmar con casi total seguridad que en dicha biblioteca dispondría de libertad para consultar algún manual de referencia de historia de la música. En el año 1848, Auguste L. Blondeau había publicado su magna Histoire de la Musique Moderne, Depuis le premier siècle de l’ère chrétiene jusqu’à nos jours. Es más que probable que el compositor conociera bien esta obra y otras similares. En ella, la referencia a Della Viola tiene lugar en el segundo volumen. El hecho de que el autor, Pierre Auguste Louis Blondeau (1784-1865), fuera uno de los miembros de la Academia de Francia en Roma (el premio que marcó la formación de Berlioz en su juventud) no hace más que impulsar la idea de que Berlioz pudo haber mostrado especial interés en su obra.
[2] Histórico. [Nota de Berlioz]
[3] Idem. [Nota de Berlioz]
[4] Histórico. [Nota de Berlioz]
[5] Idem. [Nota de Berlioz]
[6] Se sabe que Cellini profesaba una aversión singular por este instrumento. [Nota de Berlioz]
[7] Berlioz parece complacerse humorísticamente en el hecho de que él mismo fue un flautista de cierta habilidad.
[8] Los efectivos instrumentales y vocales que requerían las primeras representaciones florentinas de drama per musica eran mucho más modestos que los descritos por Berlioz para la obra de Della Viola. Hasta que Monteverdi hizo emplear en su Orfeo de 1607 una formación de veintidós instrumentos de cuerda y dieciocho de viento, apenas podía hablarse de «orquesta» tal como entendemos hoy el término. Un dato acertado por parte de Berlioz es la elección de los florentinos jardines de Boboli como escenario, pues en ellos tuvo lugar en 1600 el estreno real de la primera ópera de la historia, la Eurídice de Peri.
[9] Berlioz fue galardonado con el Premio de Roma en su edición de julio de 1830. Se trata, pues, de una referencia irónica a la mediocridad de todos los aspectos que rodean dicha institución, aspirantes, organización y jurado. En los capítulos 14, 22, 25, 29 y 30 de sus memorias describe, con su característico sentido del humor, todo el procedimiento del concurso.
[10] El presente relato apareció publicado en la Revue Pittoresque en 1843 (tomo primero, pp. 302-305), bajo el título «Un pensionnaire de Rome»
Segunda tertulia
El arpista ambulante, una historia del presente. Interpretación de un oratorio. El sueño de los justos
Día de concierto en el teatro.
El programa comprende únicamente un inmenso oratorio que el público acude a oír como un deber religioso, lo escucha en religioso silencio y los músicos sobreviven a él gracias a una religiosa valentía. Un aburrimiento frío, negro y pesado como los muros de una iglesia protestante se apodera de todos.
El desafortunado bombero, que no toma parte en la obra, se mueve inquieto en su rincón. Es el único que se atreve a hablar con irreverencia de esta música, escrita, según él, por un pobre compositor, tan ignorante de las principales leyes de la orquestación como para no emplear el rey de los instrumentos: el bombo.
Me encuentro al lado de un viola. Durante la primera hora, éste trata de contener el sueño. Pero entrada la segunda, el arco comienza a frotar las cuerdas cada vez con menos peso, hasta que, finalmente, termina cayendo… y yo siento un peso extraño sobre mi hombro izquierdo. Se trata de la cabeza del mártir, que reposa inconsciente. Procuro acercarme para proporcionarle un punto de apoyo más sólido y cómodo. Duerme profundamente. Los píos oyentes más cercanos a la orquesta nos dirigen sus miradas más indignadas. ¡Qué desvergüenza!… Y yo contribuyo al escándalo, sirviendo de almohada al durmiente. Los demás músicos ríen.
—Nos vamos a dormir todos –me dice Moran–, si no hace usted algo para mantenernos despiertos. ¡Cuéntenos alguna anécdota de su último viaje por Alemania! Es un país al que amamos, a pesar de que este oratorio viene de allí. Seguro que ha vivido más de una aventura original. Pero empiece rápido. Los brazos de Morfeo ya se abren para recibirnos.
—Según parece, esta noche soy el encargado de mantener dormidos a algunos y despiertos a los demás. Les contaré una historia, si es necesario, aunque esté un poco recortada por aquí y por allá. Pero cuando la repitan ustedes en otro lugar, no digan a quién se la han escuchado. Eso terminaría de arruinarme ante la opinión de las piadosas personas que en este momento me están fusilando con sus ojos de búho.
—Puede estar tranquilo –responde Corsino, recién salido de prisión–, diré que la historia es sobre mí mismo[1].
EL ARPISTA AMBULANTE. UNA HISTORIA DEL PRESENTE
Durante uno de mis viajes por Austria, cuando llevaba recorrido un tercio de la distancia que separa Viena de Praga, el tren en el que me encontraba se detuvo sin posibilidad de avanzar más. Una inundación se había llevado un viaducto. Un tramo inmenso de la vía estaba cubierto de agua, de tierra y de porquería. Los pasajeros tuvieron que resignarse a dar un largo rodeo en coche para alcanzar el otro lado de la línea interrumpida. No eran muchos los vehículos confortables y yo mismo me consideré afortunado de encontrar el carro de un labrador que llevaba dos brazadas de paja. Gracias a él, pude llegar al lugar de reencuentro del convoy, molido y helado.
Mientras trataba de descongelarme en una de las salas de la estación, vi entrar a uno de esos arpistas ambulantes, que son tan numerosos en el sur de Alemania que, a veces, poseen un talento superior a su modesta condición. Éste se situó en uno de los ángulos del salón, frente a mí. Me estuvo mirando con atención durante unos minutos y después tomó su arpa como para afinar. Ensayó muy suavemente varias veces, como si se tratase de un preludio, los cuatro primeros compases de mi scherzo de la Reina Mab[2]. Mientras esbozaba este pequeño diseño melódico, me examinaba de soslayo. Al principio, atribuí al azar el que esta música apareciese en los dedos del arpista. Para asegurarme, respondí cantando los cuatro compases siguientes, a los cuales, para mi asombro, él replicó terminando la frase con gran exactitud. Entonces, ambos intercambiamos una sonrisa.
—Dove avete inteso questo pezzo? –le dije. Mi primera reacción en los países cuya lengua no domino es siempre la de expresarme en italiano, suponiendo, tal vez, que la gente que no habla francés ha de conocer la única lengua en la que sé decir algunas palabras.
—No hablo italiano, señor. No comprendo lo que ha tenido usted la deferencia de decirme.
—¡Ah! ¡Habla usted francés! Le preguntaba que dónde había usted escuchado esta pieza.
—En Viena. En uno de sus conciertos.
—¿Me reconoce usted?
—¡Oh, sí! Perfectamente.
—Y dígame: ¿Cómo es que estaba usted en ese concierto?
—Una tarde, en un café de Viena, al que iba a tocar con regularidad, presencié una discusión entre dos clientes, a propósito de su música. La discusión era tan violenta