segundos considerando una proposición tan atractiva, nadie pudo rechazarla. La invitación le costó a Liszt mil doscientos francos. Lógicamente, no repitieron la experiencia, pero en eso se equivocaron. No hay duda de que en el segundo concierto el público hubiera abarrotado la sala… con la esperanza de cenar.
Fue un ejemplo de aleccionamiento magistral… al alcance de cualquier millonario.
Un día me encontré con uno de nuestros más destacados pianistas-compositores, que venía, decepcionado, de una ciudad portuaria en la que había querido actuar.
—Ni siquiera he visto la posibilidad de dar allí un concierto –me dijo seriamente–. Acababan de llegar los preciados arenques y no se pensaba en otra cosa por toda la ciudad. ¿Cómo voy a competir yo con un banco de arenques?
Comprobará usted, mi querido amigo, que el aleccionamiento no es cosa fácil, sobre todo en las ciudades de segunda categoría. No obstante, una vez que hemos dedicado ya un espacio considerable al sentido crítico de las mayorías, uno debe hacer referencia a una cantidad importante de groseros, obsesionados con importunar y hostigar a este pobre público, desde la soprano al bajo profundo, desde el solista de flageolet hasta el bombardón[7]. El más insignificante rascador de guitarras, el más torpe machacador de teclas, el más grotesco tarareador de melodías insulsas, aspira a adquirir un renombre a base de conciertos. He oído que alguien ha llegado a ofrecer un concierto de guimbarda[8] en París… Sólo así se pueden comprender los verdaderos tormentos, dignos de piedad, a que son sometidos los patrones de los pisos de alquiler. Los patrones de estos virtuosos, revendedores de entradas, son unos abejorros de cuya molesta picadura es inútil prevenirse. Son capaces de emplear todo tipo de subterfugios y de picardías diplomáticas para colocar a la pobre gente rica unos cuantos de esos papeles cuadrados que llamamos entradas de concierto. Sobre todo cuando es a una mujer hermosa a quien se ha encomendado la cruel tarea de revender unas entradas, hay que ver con qué despotismo bárbaro grava su impuesto sobre jóvenes y viejos que hayan tenido la suerte de encontrarla.
—Señor A***, he aquí tres entradas que la señora *** me ha encargado que os dé; debe usted darme treinta francos. Señor B***, todos sabemos que es usted un gran músico; ha conocido usted al preceptor del sobrino de Grètry[9] e incluso vivió en una casa de Montmorency vecina a la del maestro; tengo dos entradas para un maravilloso concierto al que no puede dejar de asistir; sólo tiene que darme veinte francos. Mi querida amiga, el invierno pasado gasté más de mil francos en entradas para los protegidos de tu marido; él no pondrá objeciones si le muestras el precio de estas cinco butacas: son cincuenta francos. ¡Ah, Señor C***! Usted, que es un artista verdadero, seguro que apoya el talento musical y desea asistir a escuchar a este encantador niño (o este interesante joven, o esta buena madre de familia, o este pobre muchacho al que hay que librar del reclutamiento, etc.); aquí tiene dos entradas; me debe un luis y le concedo crédito hasta la noche.
Y así día tras día. Conozco personas que, durante los meses de febrero y marzo, cuando este azote hace verdaderos estragos en París con mayor crueldad, se abstienen de poner un pie en los salones de sociedad por temor a ser desvalijadas. No profundizaré en las inevitables secuelas que derivan de estos famosos conciertos; ese trabajo corresponde a algunos desafortunados críticos y me llevaría demasiado tiempo describirle sus tribulaciones. No obstante, desde hace poco, los críticos no son los únicos que sufren. Puesto que, en la actualidad, todos los virtuosos, arpistas de boca o de otro tipo, que han hecho París (en Francia, en el argot del oficio, se denomina así al hecho de conseguir dar un concierto allí), se creen en la obligación de exportar su arte, importunan a muchas gentes honestas que no han tenido la prudencia de ocultar sus relaciones sociales. Se trata de obtener de estos unas cartas de recomendación; se trata de convencerlos para que escriban a algún inocente banquero, a algún amable embajador, a algún generoso amigo de las artes, informando de que la señorita C*** va a ofrecer conciertos en Copenhague o en Ámsterdam, que tiene un talento especial y que, por tanto, le gustaría que se la promocionase (comprando una buena cantidad de las entradas). Estas tentativas obtienen, en general, los resultados más desoladores para todo el mundo, sobre todo para los virtuosos recomendados. Me contaban en Rusia, el invierno pasado[10], la historia de una cantante de arias y de su marido, que, después de haber hecho sin éxito Petersburgo y Moscú, se creían a pesar de todo lo suficientemente recomendables como para rogar a un rico protector que les introdujera en la corte de un sultán. Había que hacer Constantinopla. Nada menos. Ni siquiera Liszt se había atrevido con semejante viaje. Puesto que Rusia se había mostrado glacial con ellos, quisieron tentar la fortuna bajo unos cielos cuya clemencia es proverbial, y comprobar si, por azar, los turcos pudieran no ser grandes amantes de la música. En consecuencia, he aquí a nuestros esposos, bien recomendados, siguiendo, como los reyes magos, la pérfida estrella que les guiaba hacia Oriente. Llegan a Pera[11]. Sus cartas de recomendación, efectivamente, producen su efecto. El serrallo les es abierto. Madame será admitida para cantar sus arias ante el Guardián de la Sublime Puerta, ante el líder de los creyentes. Me pregunto si merece la pena ser sultán cuando, por obligación, uno tiene que verse expuesto a semejantes contratiempos. Se les permite ofrecer un concierto en la corte. Cuatro esclavos negros cargan con un piano. El esclavo blanco, el marido, carga con el chal y las partituras de la cantante. El inocente sultán, que en absoluto sospecha nada de lo que le espera, toma asiento sobre una pila de almohadones, rodeado por sus principales oficiales y flanqueado por su dragomán principal. Alguien se encarga de encenderle el narguile. Lanza una nube de humo perfumado y la cantante, preparada en su puesto, comienza esta romanza de Panseron:
Je le sais, vous m’avez trahie,
Une autre a mieux su vous charmer.
Pourtant, quand votre coeur m’oublie,
Moi, je veux toujours vous aimer.
Oui, je conserverai sans cesse
L’amour que je vous ai voué;
Et si jamais on vous délaisse,
Appelez-moi, je reviendrai[12].
Aquí el sultán hace un signo al traductor y le dice, con ese laconismo de la lengua turca del que Molière nos dejó tan bellos ejemplos en El burgués gentilhombre:
—¡Naoum!
Y el intérprete:
—Señor, Su Alteza me ordena que le comunique que la señora haga el favor de callarse inmediatamente.
—Pero… si apenas ha comenzado… Sería una mortificación.
Durante este diálogo, la desafortunada cantante continúa, entornando los ojos, vociferando el aria de Panseron:
Si jamais son amour vous quitte,
Faible, si vous la regrettez,
Dites un mot, un seul, et vite
Vous me verrez à vos cotés[13].
Nuevo signo del sultán que, acariciando su barba, lanza por encima del hombro otra palabra al traductor:
—¡Zieck!
El traductor al marido (la mujer canta sin parar el aria de Panseron):
—Señor, el sultán me ordena que le diga que si su esposa no deja de cantar al instante, la hará arrojar al Bósforo.
Esta vez, el atemorizado esposo no duda; tapa con su mano la boca de su mujer interrumpiendo con brusquedad el tierno estribillo.
Appelez-moi, je reviendrai,
Appelez-moi, je…
Gran silencio, interrumpido