Hector Berlioz

Las tertulias de la orquesta


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segundos considerando una proposición tan atractiva, nadie pudo rechazarla. La invitación le costó a Liszt mil doscientos francos. Lógicamente, no repitieron la experiencia, pero en eso se equivocaron. No hay duda de que en el segundo concierto el público hubiera abarrotado la sala… con la esperanza de cenar.

      Fue un ejemplo de aleccionamiento magistral… al alcance de cualquier millonario.

      Un día me encontré con uno de nuestros más destacados pianistas-compositores, que venía, decepcionado, de una ciudad portuaria en la que había querido actuar.

      —Ni siquiera he visto la posibilidad de dar allí un concierto –me dijo seriamente–. Acababan de llegar los preciados arenques y no se pensaba en otra cosa por toda la ciudad. ¿Cómo voy a competir yo con un banco de arenques?

      Je le sais, vous m’avez trahie,

      Une autre a mieux su vous charmer.

      Pourtant, quand votre coeur m’oublie,

      Moi, je veux toujours vous aimer.

      Oui, je conserverai sans cesse

      L’amour que je vous ai voué;

      Et si jamais on vous délaisse,

      Aquí el sultán hace un signo al traductor y le dice, con ese laconismo de la lengua turca del que Molière nos dejó tan bellos ejemplos en El burgués gentilhombre:

      —¡Naoum!

      Y el intérprete:

      —Señor, Su Alteza me ordena que le comunique que la señora haga el favor de callarse inmediatamente.

      —Pero… si apenas ha comenzado… Sería una mortificación.

      Durante este diálogo, la desafortunada cantante continúa, entornando los ojos, vociferando el aria de Panseron:

      Si jamais son amour vous quitte,

      Faible, si vous la regrettez,

      Dites un mot, un seul, et vite

      Nuevo signo del sultán que, acariciando su barba, lanza por encima del hombro otra palabra al traductor:

      —¡Zieck!

      El traductor al marido (la mujer canta sin parar el aria de Panseron):

      —Señor, el sultán me ordena que le diga que si su esposa no deja de cantar al instante, la hará arrojar al Bósforo.

      Esta vez, el atemorizado esposo no duda; tapa con su mano la boca de su mujer interrumpiendo con brusquedad el tierno estribillo.

      Appelez-moi, je reviendrai,

      Appelez-moi, je…

      Gran silencio, interrumpido