el que se busca satisfacer demandas o necesidades. Propone que los actores se definen unos a otros en la interacción a través de intermediarios que ellos mismos ponen en circulación y que se asignan roles mutuamente. Esos intermediarios son de cuatro tipos: textos, artefactos, habilidades y dinero. En las situaciones concretas, muchos de los intermediarios son híbridos entre dos o más de estos tipos, y pueden ser también híbridos entre humanos y no humanos. Los intermediarios, híbridos o no, humanos o no, asignan roles a los actores participantes y a otros intermediarios. Las redes así configuradas pueden ser leídas en las inscripciones que marcan los intermediarios (Callon, 1991).
Hay entonces una notable convergencia entre el análisis propuesto por los sociólogos de los ECT desde finales de los años ochenta y el de los antropólogos multinaturalistas o de la nueva escuela etnográfica, para describir las redes sociotécnicas o tecnoeconómicas de los primeros y los diferentes mundos que proponen los segundos.
En las páginas que siguen, trataré de mostrar cómo la población del Caribe colombiano, y, hoy en día, especialmente en Cartagena y Barranquilla, ha hecho parte de manera importante de redes socioartefactuales y sociotécnicas festivas y musicales, entre cuyos actores se destacan como cosas poderosas el tambor –hasta comienzos del siglo XX–, vitrolas y radios –en la primera mitad del siglo XX– y especialmente los picós, desde esa época hasta la actualidad. Al considerar dichas redes festivas musicales, la observación y el análisis pueden enfocarse en los géneros musicales, en las organologías específicas, en las trayectorias de músicos particulares, en las transformaciones de las mediaciones tecnológicas y en muchos otros aspectos (Piekut, 2014). Pero si se mira el fenómeno festivo-musical y su importancia en la constitución y reproducción del grupo social, el actor artefactual-musical o tecnológico-musical aparece como objeto poderoso, que determina buena parte de las dinámicas de la red, y cuyas propiedades de localización, agencia e identificación lo hacen un protagonista visible que organiza a su alrededor las acciones de otros actores, humanos, musicales de variado orden, tecnológicos y económicos. De forma interesante, aparece que tambores y aparatos de sonido no son solo potentes artefactos-agentes dentro de redes sociotécnicas a la manera en que lo plantean los investigadores de los ECT, sino que son también agentes cargados de impetuosas valencias sociales, emotivas y afectivas en un sentido análogo al atribuido a los distintos actores no humanos que pueblan los multiversos que han sido señalados dentro del mencionado reciente giro etnográfico.
La red de tambores configuró el Caribe colombiano
La documentación existente señala que en el Caribe colombiano, ya desde el siglo XVIII, entre las clases bajas descendientes de africanos e indígenas, y de los mestizajes entre ellos y los europeos, los acontecimientos sociales más importantes y concurridos eran las fiestas de baile y canto alrededor de los tambores. Desde esa época, son mencionados bailes cantados denominados fandangos, currulaos, bundes, merengues, cumbiembas o cumbiambas, en los que la gente bailaba alrededor de un grupo de músicos de tambores, animados por cantos y palmas, en los que un coro generalmente de mujeres respondía a una solista (Escobar, 1985; González, 1988). A principios del siglo XIX, todavía se reportaban fiestas alrededor de grupos interétnicos de negros con tambores y de indígenas con gaitas (Gosselman, 1981 [1979]; Posada Gutiérrez, 1920-1921; Solano y Bassi, 2004). Ya para finales de ese siglo, esas festividades y bailes eran el núcleo del acontecer festivo a lo largo y ancho de la región caribeña, desde el golfo cenagoso de Urabá hasta la península desértica de La Guajira (González, 1988; 1989).
Si algo delimita la región del Caribe colombiano es la geografía del tambor; lo que marca la extensión espacial de la caribeñidad es el alcance de las celebraciones del tambor, que da la pauta para la danza, el canto, las comparsas y para los carnavales. Lo costeño, lo caribeño, va hasta donde se extiende el tambor; una configuración regional que se formó en los tiempos coloniales, integrando las poblaciones locales subalternas a pesar de las separaciones que la segregación racial y espacial colonial trataba de imponer. La sociabilidad de los dispersos asentamientos por las costas, sabanas, ciénagas, serranías, ríos y desiertos de la heterogénea geografía caribeña estuvo marcada por las festividades, las cuales se articulaban por el tambor o, mejor, por el conjunto de tambores que se extendía performativamente a los músicos con otros instrumentos.1 Hay áreas del Caribe con mayor o menor ancestro y presencia fenotípica indígena, o afro, o mestiza, y hay variaciones intrarregionales en diferentes aspectos, pero todas ellas son parte del entramado de sociabilidad festiva marcada por los tambores.
La vida pública en el Caribe, en ciudades, poblados y áreas rurales, se configuró entonces, desde los tiempos coloniales, como una red de celebraciones musicales, un calendario festivo marcado por el panteón católico de santos patrones y santas y vírgenes patronas. A esto se sumaban las ritualidades del ciclo vital: bautizos y funerales se marcaban también por la música, el canto y la danza. Después de la independencia, surgieron fiestas de efemérides patrióticas y otras celebraciones cívicas. Este calendario festivo permitió que se decantaran y se refinaran continuamente unos estilos musicales, organológicos y dancísticos, pero todos ellos variaciones de un patrón básico fuertemente relacionado con la organización social local.
En Cartagena, por ejemplo, a finales de la Colonia, en la fiesta de la Candelaria, los cabildos de nación de los afrodescendientes desfilaban en comparsas ida y vuelta hasta el cerro de la Popa (Posada Gutiérrez, 1920-1921; Gutiérrez Sierra, 2000). Después de la Independencia, en Cartagena, que hasta comienzos del siglo XX continuó siendo el principal centro económico y administrativo de la región Caribe, en las fiestas cívicas, especialmente en las de la Independencia del 11 de noviembre, en un comienzo abundaban las danzas y los tambores de la gente negra y mulata que había tenido importante protagonismo en la gesta anticolonial, pero progresivamente las prácticas festivas de los afrodescendientes fueron estigmatizadas por la élite blanca-mestiza como muestras de barbarie y atraso, y fueron retiradas de las celebraciones oficiales. Al margen de la programación gubernamental, en las fiestas desfilaban grupos de danzantes y cantantes al ritmo de tambores, y en los barrios pobres, todos de mayoría afrodescendiente, siguieron existiendo los cabildos, en esta época ya no como asociaciones étnicas, sino como organizaciones carnavalescas de barrio (Gutiérrez, 2000, p. 133).
Emirto de Lima, notable profesor, compositor y director musical, quien estudió en distintos conservatorios europeos y vivió en Barranquilla en la primera mitad del siglo XX, escribió un libro sobre las músicas rurales del Caribe colombiano, basado en un excepcional y extenso trabajo de campo, en las décadas de 1920 y 1930, y señaló la generalización e importancia de las celebraciones musicales con tambores en la región:
En las plazas principales de todas las poblaciones (y esto ocurre hasta en los villorrios más pobres) [...] se reúnen en ardoroso espectáculo [...] grupos del pueblo que, fieles a la tradición, manifiestan su júbilo, a través de las danzas, llamadas Cumbiambas, Porros, Chicha Maya, Puya, Mapalé, Currulao, Merengue, y Bailes de Gaita Indígena. (De Lima, 1942, p. 68)
De entre la multitud de instrumentos musicales africanos de sus pueblos de origen,2 solamente se generalizó, entre los esclavizados de la Nueva Granada, un tipo particular de tambor, de rara ocurrencia en el resto de África, venido de la región aledaña al puerto esclavista de Calabar, en el suroriente de la actual Nigeria y en el occidente del actual Camerún (Pérez, 1986; D’Amico, 2007; 2017; Miller, 2012).
Los africanos esclavizados embarcados en el puerto de Calabar fueron llamados genéricamente carabalíes y conformaron la mayoría de los que llegaron a Cartagena en el último periodo de la trata entre 1740 y 1811 (Colmenares, 1979; Del Castillo, 1982; Nwokeji, 2010; D’Amico, 2017). Dentro de dicha región africana, está el área del río Cross,3 ocupada por numerosos grupos diferentes aunque emparentados cultural y lingüísticamente, en los que está presente la institución de las sociedades del leopardo, compuestas por hombres que comparten conocimientos secretos, las cuales se ocupaban de varios asuntos públicos y de gobierno de las aldeas. En la actualidad, estas sociedades tienen un papel eminentemente ceremonial. En estas poblaciones, son notables los rituales de hombres disfrazados y enmascarados, animados por tambores de cuñas. También existen asociaciones y rituales femeninos que son