Marie Estripeaut-Bourjac

Hagamos las paces


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       La fotografía: mecanismo de reparación simbólica frente a la desaparición forzada

       Simón Alberto Moratto Bolívar

       Litigio estético: arte, patrimonio cultural y defensa de los derechos humanos

       Yolanda Sierra León

       La guerra que no hemos visto: una experiencia transformadora

       Fernando Grisalez Blanco

       Conclusión

       Mapas del reconocimiento

       Jesús Martín-Barbero

       Los autores

       A Alberto Sierra, quien se marchó a otro espacioen el transcurso de la redacción de este libro.

       Este libro es la prueba del poder de la amistad, ya que,sin el apoyo, el afecto, la complicidad y el entusiasmode sus autores, estas páginas no habrían llegado a felizpublicación. A los participantes de este libro nos unenla pasión por la amistad, la pasión por las artes y lacreencia en la paz.Gracias a Alfredo, Erika, Fernando, Jesús, JuanManuel, Julián, Marina, Marta Elena, Max, Omar,Simón y Yolanda.Una mención especial a mis dos editoras, Emilia ySelma, que aceptaron inmediatamente embarcarse eneste proyecto, y una mención especialísima a Eva, micorrectora de lujo.

       Prólogo

       HACER LAS PACES

      Omar Rincón1

      Colombia es una nación hecha a punta de guerra que ahora no sabe qué hacer con la paz. Los medios de comunicación saben narrar en forma de guerra: dos bandos en lucha. La academia sabe comprender y explicar en forma de guerra: causas estructurales y engendros históricos. El arte ha sabido aprovechar la guerra como matriz creativa: denuncia estética y, parece que ahora, el arte es también una forma particular y potente de hacer las paces. Las elites saben que la guerra beneficia el statu quo, ya que la culpa de los males del país es la guerra y no la injusticia o la desigualdad social. Así mismo, los políticos viven de la guerra, pues ciudadanos con miedo votan de modos súbditos. Los bienpensantes solo pueden ser puros e higiénicos en los horizontes de guerra, porque se saben superiores moralmente tanto a guerreros como a políticos y al sistema, por eso su bondad se hace evidente en la denuncia de todo lo que no se hace siguiendo “su autoridad moral”. Los hippies se lucen en tiempos de guerra, porque su credo de proponer el amor y el buenaondismo es la solución Nueva era para salir de los odios y venganzas. Los jurásicos beben del dolor de la guerra para sobrevivir, ya que el odio y la venganza les da motivos para seguir. En este escenario, la mayoría de los ciudadanos devenimos zombies de la guerra: vivos muertos sin espíritu, súbditos de venganzas y odios que no entendemos.

      Pero la paz, terca como es, llegó. Nunca habíamos estado mejor: menos muertos, menos violencia, mayor estabilidad, mejores políticas en derechos sociales, más diversidad, más países. Pero parece que, cuando desaparece el mal superior (la guerra) y surge ser un “país normal”, no sabemos cómo hacerlo. Y es que, como siempre hemos vivido en la guerra, el odio, la venganza… pues es muy difícil tener imaginación sociológica para ser distintos. Lo perverso es que sean las élites las que fomentan la desazón en tiempos de paz, mientras los ciudadanos del común son los que ponen la sensatez desde lo cotidiano en perspectiva de futuro.

      Tenemos un mejor país. Hacemos más el amor que la guerra, bailamos mucho más que disparar, reímos mejor, porque hay menos violencia estructural. Aunque no lo queramos ver, este es un país que avanza en derechos sociales y humanos; nuestra economía se mantiene en promedios mundiales; las ideas abundan por toda parte en empresarios jóvenes y creadores de alternativas de paz. Somos un mejor país. Nace un nuevo relato de nación. Pero, justo cuando deja de estar la guerra y ha llegado el momento civilizado de “disentir” y “disputar” sentidos conversando, reconociendo verdad en la voz de los otros, construyendo en medianías y no en lógica de guerra (“usted o yo”), justo ahí, cuando nos hemos dejado de matar y claudicamos de venganzas para ser un país de verdad, las élites nos han quedado mal. Y nos quieren sumir en una desazón nacional de que todo anda peor que siempre.

      Entonces, es cuando tiene que aparecer la potencia disruptiva de la creación artística para imaginar narrativas diversas que nos lleven a transformar el estado emocional y político del país. Este libro nos va a contar los modos como el arte se planta en tiempos de paz para intentar otros modos de pensarnos, sentirnos e imaginarnos. Se trata del símbolo, el relato, la disrupción como potencia para imaginar de otras maneras. Pero no es un arte higiénico, ya que el arte es un campo de disputa sobre las estéticas dominantes o insubordinadas, reproducción social o apertura inconclusa, como lo observa Nelly Richard en “Las fracturas de la memoria” (2007). Y es más problemático aún cuando el arte en Colombia se ha convertido en acción pública de “caridad” para el statuo quo, que invita a “donar” dineros vía el arte que se impone en forma de caballos, árboles y mariposas. Allí, el arte no importa, sirve como “mecanismo” para tener caridad con los lisiados de la guerra. En contraposición, este libro se localiza en el arte que incomoda, molesta, pregunta, busca ese nuevo país que surge con la firma de paz: un arte no higiénico, sino político.

      Desde el arte y los diversos modos de lo narrativo, la disrupción propone la radicalidad de desmovilizar la paz como palabra/discurso zombie (un concepto vivo-muerto). Desmovilizar la palabra/realidad paz significa pluralizarla, hacerla más cotidiana, convertirla en experiencia de cada colombiano: sacar a la paz del arte y la mediática de Bogotá para habitar los territorios que buscan ir del dolor a la alegría de la esperanza.

      La propuesta es pasar de la paz del gobierno y los políticos, al hacer las paces entre todos. Cada uno tiene que hacer las paces con su memoria y su futuro, con su comodidad y sobrevivencia. Debemos comenzar por nosotros mismos, nuestro lugar en esta historia de guerra y el futuro de paz que nos tocó en destino. Y ahí aparece una frase muy nuestra, muy de los amigos y de la familia, esa de cuando dos o más se “enemistan”, se “pelean”, se “molestan”. Los demás les decimos “¿y por qué no hacen las paces?”. Uno va y con cariño le dice al otro hagamos las paces” y se pone a conversar, vuelve la alegría y la sonrisa; el afecto renace y nos sentimos alivianados en cuerpo y alma.

      Hacer las paces, porque todos tuvimos existencia en la guerra y todos vamos a tener que participar de la fiesta de la paz, y porque no es una única paz, sino muchas formas de hacer las paces, muchas maneras de amistarnos y gozarnos con el otro y con nosotros mismos. Dejemos el orgullo y hagamos las paces, este es un sentimiento mejor que el odio, más liviano y gozoso que la venganza, y más cercano a lo que somos los colombianos en una tierra de alegría. Más que perdonar, hagamos las paces… comenzando por hacerla con el lenguaje, con uno mismo, con el país, con el amor, con la política, con la justicia, con el Estado. Hagamos las paces como lo sabe hacer el pueblo: narrando y poniendo el cuerpo, porque “quien no cuenta está muerto” y “pobre es quien no baila”. Si reconocemos que somos todos los que hacemos las paces, dejaremos de ser ese zombi en que nos hemos convertido y reviviremos, nos activaremos y nos convertiremos en parte de este nuevo relato y mito fundador de Colombia que nos exige imaginación simbólica, narrativa y emocional.

      Hacer las paces significa pasar de las narrativas del pasado basadas en el odio y la venganza a las narrativas del futuro que se localizan en la alegría y el pasarla mejor. Se trata de diluir el moralismo maniqueo de buenos