Marie Estripeaut-Bourjac

Hagamos las paces


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dilución de su impacto. Con todo, no se puede olvidar que dicha fragmentación expresa también la diversidad de la sociedad y de la nación colombiana y, de alguna forma, contribuye a construir una idea de colectividad. En efecto, dice Todorov, para que las injusticias del pasado sirvan para luchar contra las del presente “[…] es necesario evitar que los hechos permanezcan como singulares e incomparables. La colectividad puede sacar provecho de la experiencia individual únicamente si reconoce lo que ésta tiene en común con otras experiencias” (cit. en CNRR, p. 240).

      Volvemos a encontrar este aspecto esperanzador portado por el arte colombiano actual cuando vemos que no hace sino continuar, con las técnicas de ahora, un camino abierto por Luis Ángel Rengifo, Pedro Alcántara, Juan Antonio Roda, Débora Arango, Carlos Correa y tantos otros. Esta continuidad se dobla de otra, generacional, con Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad, movimiento conformado por los hijos de militantes asesinados en los años ochenta, que convidan a otras generaciones “porque hijos somos todos” y que hacen memoria mediante la ocupación de espacios públicos con performances y prácticas artísticas (murales, grafitis, instalaciones, vídeos, marchas, peregrinaciones). Ellos reivindican:

      […] la incumbencia de la memoria para la sociedad en su conjunto […], la idea de la memoria como problema de la victimización es algo que reformulamos, esos derechos no son solo asuntos de las víctimas, sino de la ciudadanía en general, la posibilidad de asumir esos derechos es para formular procesos de transformación social. (CNRR, p. 209)

      Pregonan así que la transformación social necesariamente tendrá que pasar por el advenimiento de nuevos imaginarios y representaciones: “[…] de la misma manera que las grandes revoluciones religiosas, una revolución simbólica trastorna las estructuras cognitivas y, a veces en cierta medida, unas estructuras sociales” (Bourdieu, 2013, p. 14). Podemos añadir que una construcción siempre conlleva algo positivo, más aún en este caso, porque se trata de la reconstrucción de una ética y de una cultura política.

      5. El libro y sus diversos artículos

      Con las artes convocadas en esta publicación, nos situamos más allá de la controvertida oposición entre “arte popular” y “arte culto”, dado que aquí ambos se encuentran en su propósito: la representación, por medio del arte y de sus mediaciones, del conflicto colombiano y de sus efectos sociales. La diversidad a la cual aludimos anteriormente se encuentra también en este libro, ya que los nueve artículos remiten en su forma a la pluralidad de las prácticas e iniciativas realizadas en Colombia. Los artículos se presentan a modo de testimonio, crónica, desarrollo cronológico, análisis de obras, enfoques jurídicos, reflexión filosófica o política. También los artistas reflejan esta multiplicidad, aun si faltan muchos, como por ejemplo representantes de algunas artes de gran relevancia en Colombia. Así, no figura el teatro, aunque tiene en el país una larga y notoria trayectoria. Precisamente, debido a la calidad y el reconocimiento de que ya goza el teatro colombiano, preferimos dar cabida a iniciativas por parte de víctimas cuya memoria interpela desde el escenario a la sociedad civil, como las que presenta Yolanda Sierra. En su conjunto, este libro quiere poner de realce los diversos ángulos de apreciación y de abordaje que determinados artistas colombianos tienen de su momento político y de cómo intentan, desde el arte, tomar cartas en el asunto. Pero el lector no dejará de notar unos leitmotivs que van armando la trama del texto y que le dan su unidad al conjunto.

      La repartición del conjunto se hace así en función de varios criterios: por un lado, el enfoque que le da cada artista a su momento histórico y de cómo concibe su insersión en su entorno político, así como las modalidades que adopta para su realización. Por otro lado, se tuvo en cuenta la forma misma del artículo, es decir, los aspectos tratados en la obra de uno o de varios artistas o en iniciativas de índole colectiva. Sin embargo, elegimos abrir este volumen por una parte titulada “Las figuras titulares”, cuya denominación remite a esas presencias protectoras, pero también inspiradoras e incitativas. Consideramos que, para este libro, fueron dos. Por una parte, Jesús Martín Barbero, que despertó en algunos de los autores (alumnos y/o admiradores suyos) el interés por lo visual, por los signos, por lo que sirve para designar o significar otra realidad no descifrable de inmediato, es decir, por lo semiótico y lo simbólico. Prueba de ello es la contribucion de Jesús que, como lo veremos, despierta muchos ecos a lo largo de esta publicación. La segunda figura tutelar es la de Débora Arango, cuyo nombre, en seguida, se impone cuando se hace referencia a la expresión artística del período llamado de la Violencia (que padeció Colombia en los años cuarenta y siguientes), y que se plantea como una pionera en tanto mujer y como artista.

      La segunda parte, “Los cronistas”, remite a dos artistas, Beatriz González y Óscar Muñoz, contemporáneos nuestros, que eligieron entre otros abordajes hacer crónicas, lo que significa situarse tanto al filo del momento y de sus noticias como registrar el tiempo que pasa. La tercera parte, “Desenterrar y hablar”, se interesa más bien en las relaciones entre el arte y las políticas de la memoria, es decir, oficiales, y de sus efectos tanto en el campo social como individual. Ahí se aprecian unas propuestas de desmovilización de los espirítus o de desmovilizacion cultural, según el término acuñado por John Horne8. La cuarta parte, “Prácticas culturales alternativas”, se centra en la apropriación de diversas prácticas artísticas por parte de sectores que tradicionalmente no han tenido acceso a ellas y que las hicieron suyas en en el contexto de la situación de urgencia que vivían: masacres, desapariciones forzadas, desplazamiento, necesidad de hacer el duelo o de mantener vivos y en alto el recuerdo y la dignidad.

      Como lo dijimos, elegimos empezar y concluir esta publicación con nuestro admirado y querido maestro Jesús Martín Barbero, cuya primera contribución, “Prácticas de comunicación en la cultura popular”, es al mismo tiempo el primer análisis que publicó en Colombia. Corrían los años setenta y el joven semiólogo se interesó en dos prácticas populares, altamente significativas en la Colombia de entonces: las plazas de mercado y los cementerios. Enseguida, llama la atención el diálogo que se entabla entre aquel estudio y varios de los artículos de este libro, construyendo así uno de los leitmotivs de la trama del conjunto. Por ejemplo, Érika Martínez analiza El Puente, un montaje visual de Óscar Muñoz sobre el Puente Ortiz en Cali, el cual constituye una “[…] emblemática edificación que une el centro con el norte de Cali y que ha funcionado […] como un escenario de usos, ritos y encuentros sociales” (p. 104). Fernando Grisález, por su parte, en su presentación de La guerra que no hemos visto, incluye lo que se podría llamar el “paratexto” de las pinturas de dicha colección. Allí, uno de los pintores menciona esos cuerpos de víctimas que se dejan abanonados dado que la familia tiene que desplazarse: “Ese pobre cuerpo quedó ahí, porque quién lo va a recoger. De una vez, a la familia le dijeron “se van”, y les tocó irse, dejar botado todo” (p. 225). Otro de los pintores describe también el horror de los cuerpos descuartizados: “por aquí no estaban sino las cabezas colgadas en el cerco de la casa, ahí en esa casa. Habían dejado las puras cabezas, el resto del cuerpo no se encontró nada” (p. 230).

      Se puede, así, medir la distancia, no solo temporal sino también política y social, que existe entre la Colombia que encontró Jesús, la cual, si bien padecía violencia desde hacía decenios, no había llegado a los casos extremos que empezaron en los años ochenta para ir crescendo. Cuán lejos están aquellos cementerios analizados por Jesús de lo que afirma Amparo Pérez, una madre de doce hijos cuyo esposo fue asesinado y tirado al río por los paramilitares: “El río Magdalena es el cementerio más grande que tiene Colombia” (CNRR, p. 211). Esta sentencia nos recuerda que, desde hace unas décadas, las mayores arterías fluviales del país se han convertido en fosas comunes de cuerpos sin identificación y que son tantas las tumbas con la sigla N.N. en los cementerios de los pueblos que no hay cifra certera sobre el número de desaparecidos por la guerra9.

      Esta comparación entre la Colombia de entonces y la actual conduce a los trabajos fotográficos de Juan Manuel Echavarría sobre las tumbas de los N.N. en los cementerios colombianos (Réquiem N.N., 2006-2013). Estos trabajos son analizados tanto por Simón Moratto como por mí, así como su largometraje sobre el río Magdalena (2013)10. Allí, los