Marie Estripeaut-Bourjac

Hagamos las paces


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identidad de las dos economías apuntadas.

      La primera diferencia es la de los nombres (la plaza en oposición al super), los cuales remiten a dos contextos culturales bien distintos, a dos imaginarios y a dos universos de sentido distantes. Esta distancia se ahonda al contraponer las denominaciones que reciben las plazas y los supermercados. Carulla y Ley, las dos grandes cadenas nacionales de supermercados, hablan del apellido de la familia propietaria: los Carulla directamente, los Ley a través de la sigla cuyo desglose es “Luis Eduardo Yepes”. En su pseudoconcreción, el apellido no nombra más que una abstracción: la de una serie, la de la cadena de almacenes. Frente a ese nombre “privado”, las plazas de mercado nombran lugares con historia, fechas memorables, figuras religiosas. Así, en Bogotá, las plazas nombran un lugar, Paloquemao, o los barrios en que se hallan ubicadas y que remiten a fechas de la historia de la independencia del país: Siete de agosto, Doce de octubre, Veinte de julio. En Cali, encontramos La alameda, Siloe, Santa Helena, Santa Isabel. Los nombres de los supermercados denominan, a través de la marca privada, la abstracción mercantil. Los de las plazas trabajan sobre referencia única con clave histórica, geográfica o religiosa.

      Aquellas dos formas de trabajar la significación nos dan la pista para “leer” los dos modos de comercialización en que se inscribe el trabajo. En la plaza, cada vendedor es independiente y, como tal, arrienda un “puesto”. El vendedor es el dueño de los productos que vende, y a veces incluso el productor, ya que los productos provienen (como en el caso de los alimentos y las artesanías) de la cosecha y lo trabajado por la propia familia. Es lo que sucede normalmente en la plaza de mercado campesino: es el productor mismo, o alguien de la familia, el que lleva los productos al mercado.

      La comercialización y la producción no están separadas, están cerca la una de la otra. En esta economía, las relaciones familiares son fundamentales y se hacen visibles directamente en el puesto mismo de trabajo: el vendedor no es el individuo, sino la familia entera, el marido, la esposa y los hijos son los que cargan los productos, los organizan, los publicitan, los reponen y venden. En el supermercado, la relación constitutiva es otra, la inversa: un solo dueño (invisible) y todos los trabajadores asalariados. Se define entonces tanto la relación anónima y abstracta del trabajador con la empresa como también la del vendedor con el comprador, como veremos después. Y a la relación salarial le sigue lógicamente la superespecializada división del trabajo y la jerarquización rígida de las tareas, así como la uniformación y funcionalización máxima de los sujetos.

      Vamos de fuera a dentro. El entorno de la plaza de mercado es un montón de “negocios” no solo de venta, sino de juegos de heterogeneidad complementaria. Este aspecto ubica las relaciones de la plaza con su exterior físico y sobre todo en su rol de lugar articulador de prácticas que, en la cultura burguesa, se producen separadas, pero que, en la cultura popular, están siempre juntas, revueltas, atravesadas unas por otras. La plaza de mercado no es el recinto acotado por unas paredes, es la muchedumbre y el ruido, los desperdicios amontonados o dispersos, todo lo que se siente, se ve y se huele desde mucho antes de entrar en ella. La plaza está en la calle, afectando el tráfico tanto de vehículos como de peatones: los andenes están llenos de gente que vocea loterías, hace y vende fritanga, vende afiches eróticos o estampas religiosas. Vista desde el entorno, la plaza es desorden y barullo, abigarramiento y heterogeneidad, trabajo y, a la vez, no poco de fiesta.

      El entorno del supermercado es también complementario, pero solo en cuanto sistema: otros almacenes cuya diferencia con el supermercado es que son especializados. Complementariedad por tanto uniformada: en el orden, la funcionalidad, la seguridad y la publicidad, y también una masa de carros particulares que circunda y envuelve el supermercado como un cinturón de... identidad y, por tanto, de exclusión. El supermercado también le sale a uno al encuentro, pero no en la calle, sino en la casa: en el mensaje y la repetición publicitaria que nos acosa desde el televisor, la radio y los periódicos. Su entorno verdadero no es, por tanto, el que lo rodea, sino aquel desde el que nos atrae: el imaginario mercantil con el que nos moldea la publicidad. Esa es su forma de “fiesta”, el espectáculo: algo que se da a ver, no a vivir.

      Para el adentro, sigamos con el supermercado. Allí encontraremos un espacio cerrado, centrado y articulado. Se trata de un espacio sin ventanas y, por lo tanto, iluminado artificialmente tanto de noche como de día; un espacio que es, así, separado simbólicamente y no solo por razones de seguridad. Es un espacio centrado, pero no con un solo centro, sino con varios que se articulan en diferentes niveles, complejamente. Los productos se organizan por secciones y subsecciones: alimentos, vestidos, salud, belleza, higiene, juguetes, libros, etc. Al interior de cada sección: subsecciones. Así es, por ejemplo, en la sección de alimentos: carnes, pescados, verduras, sopas, alimentos infantiles, postres, etc. Y al interior de cada subsección: tipos, marcas, tamaños. Una perfecta organización tanto paradigmática como sintagmática. Y, como en cada sintagma pueden hallarse elementos que pertenecen a paradigmas diferentes, encontraremos entonces que, en la sección de alimentos para niños, una señal nos “guía” hacia la pasta dentrífica infantil y de esta a los nuevos lápices de colores y de allí a los guayos de moda, etc.

      Una perfecta red de “marcas” remite todo a todo desde cada sitio. Se trata de una disposición funcional de los objetos que permite el reenvío de unos a otros como en un inmenso juego de espejos. El comprador no tiene más que dejarse llevar... Y para que nada perturbe el silencio y la concentración, una música suave, y funcional también, viene a envolverlo todo apagando los pocos ruidos que puedan producirse, una música que integra y unifica, que homogeniza objetos y sujetos, espacio y tiempo. El espacio sonoro viene a densificar y reforzar la magia del espacio visual. Y, en ese espacio, la decoración no es algo que se añada, sino aquello que verdaderamente configura el supermercado en su potente narcisismo: la decoración-publicidad que envuelve los vegetales o las frutas en la frescura de un rocío artificial dibuja los títulos de las secciones o es empaque de todos y cada uno de los productos. Porque todos los productos se presentan empacados, esto es, rediseñados y embellecidos, ocultados y exhibidos. El comprador no tiene acceso más que al empaque. Ya sea pan o perfume, leche o champú, el empaque viene a mediar, a remultiplicar las mediaciones. El empaque es cada objeto hablando de todos los demás, autonombrándose, pero a través del lenguaje de mercancía.

      El adentro de la plaza de mercado es otro. Incluso en aquellas en las que no se venden más que alimentos o artesanías, la organización-separación de los tipos de productos es violada permanentemente por la práctica. La plaza es un espacio acotado, pero abierto, descentrado y disperso: antifuncional. Los productos se amontonan y se mezclan tanto en la relación de unos puestos a otros como en el interior de cada puesto. No hay articulación, hay amontonamiento y redundancia. Ni la disposición de los productos ni la decoración remiten de uno a otro. Solo están juntos, el uno al lado del otro, y así todos. Aquí es el comprador el que debe ir y buscarlos. Los productos están desnudos, a la vista y la mano, sin empaques, y sin más publicidad que la del grito de su vendedor o esos carteles hechos a mano también por quien vende con su tosca grafía y su sintaxis. La voz o los carteles dictan el lugar de origen del producto, porque el “origen” es garantía de bondad. El espacio sonoro aquí también corresponde plenamente al espacio visual: ninguna unidad, ninguna uniformación, más bien un montón de ruidos (de adentro y de afuera), voces, música salidas del radiotransistor de cada puesto y de cada persona, músicas estridentes, canciones melodramáticas, antifuncionales también.

      La plaza termina siendo un conjunto de puestos, de ahí que sea el adentro de cada puesto el que se hace interesante de observar. El espacio del puesto es un espacio expresivo. Cada vendedor hace allí su vida (trabaja, come, reza, ama), gran parte de su vida. Y la expresa en la disposición que le da al puesto, en su decoración, en las formas de comunicación que establece. Es su puesto y esa relación no asalariada con su trabajo le permite adecuar el espacio a su gusto, tener allí sus cosas, sus chécheres, disponerlo a su acomodo. Frente a la uniformización y el anonimato que domina tanto el espacio como el trabajo en el supermercado, los puestos de la plaza hablan con voz propia, tienen rostro. Están hechos de un entramado simbólico mezcla de imágenes y ritos: junto a la imagen de la mujer desnuda, una virgen del Carmen y, al lado del campeón de boxeo, una cruz de madera pintada de purpurina; y ritos,