Marie Estripeaut-Bourjac

Hagamos las paces


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de la empresa más grande de cerveza. Su tumba-monumento está cercada de barrotes de hierro que las gentes saltan para subirse a la estatua y, poniendo los labios en su oído, contarle sus problemas. Y como la gente que quiere contarle sus penas es mucha y hay que pelearse para subir, el rito se desdobla: los que no pueden subir hasta el oído le colocan flores entre los brazos o le hablan en silencio, con la vista fija en la estatua, mientras dejan que los cirios se consuman hasta quemarse los dedos.

      En el lugar de “las almas olvidadas” (la fosa común), muchas mujeres, y especialmente prostitutas, queman entre lo incinerado monedas que deben pertenecer al otro sexo. La moneda quemada se guarda y se trae siete lunes consecutivos para alcanzar la buena suerte en el amor. En la tumba del padre Almanza, el ritual consiste en golpear la tumba mientras se formulan deseos y se rezan oraciones. Se acaricia después la tumba y se va pasando luego la misma mano por el propio cuerpo para implorar la salud.

      Frente a toda esa heterogeneidad expresiva del cementerio popular, el cementerio Jardines del recuerdo ofrece una topografía distinta. En primer lugar, se halla ubicado muy lejos, fuera de la ciudad, aislado, completamente aparte, sin entorno que lo señale fuera de las vallas publicitarias. Las razones, ¿sanitarias?, ¿de higiene?, no pueden ocultar, en todo caso, la proyección simbólica de esa separación. Y esa falta de entorno encuentra su verdadera razón dentro. Un adentro uniformado y simétrico: diseñado en secciones, todas ellas presididas por una estatua similar y con un nombre abstracto como “jardín de la paz”, “jardín de la eternidad”, etc. Dentro de cada sección, hay un número exacto de tumbas, todas iguales, de 3 metros por 1,80 dispuestas simétricamente, a una distancia exacta, con una lápida del mismo tamaño y un florero de bronce.

      Al Jardín se viene los domingos y los días feriados. Se viene de paseo, a hacer turismo. Es un agradable lugar para pasar la tarde del domingo. El trazado de vías asfaltadas que recorren el interior facilita el tránsito. Y la privatización del recuerdo o del descanso... En la capilla, las misas se celebran los domingos o feriados que son los mismos días que está abierta la oficina de información sobre la compra de lotes.

      Más que un lugar de creencia y de oración, los Jardines son un espacio para la afirmación del estatus y la expansión privada. Los domingos, la familia pasa un momento por la tumba familiar, reza brevemente en silencio, y después “se tumba” en el césped a disfrutar del aire, del sol y del paisaje. La tumba familiar acaba siendo muchas de las veces un mero pretexto. De ahí que el nombre esté tan bien puesto: “jardines” en los que cultivar “recuerdos”, porque el pasado aquí no tiene nada que ver con el presente. Otra vez, la separación y la misma clave que oculta el comercio de lo religioso: los dueños del cementerio privado tienen las oficinas lejos de él, en el centro de la ciudad.

       2. Topología

      Comencemos por la pista que nos muestra la última indicación. En el cementerio popular, el comercio de lo religioso, el intercambio de lo económico y lo simbólico está a la vista, es palpable, no se disimula, forma parte constitutiva del ritual. La imbricación de lo económico en lo religioso se ofrece al desnudo, sin disfraces, sin retórica. Es como en ese ritual en el que las monedas son quemadas y así puestas en contacto con la muerte, simbolizando la materialización de la creencia. Y es que, al cementerio popular, la gente no va a cumplir una obligación convencional, la gente va porque cree en la relación de su vida con la “otra vida”, y esa fe es algo fundamental en su vivir. No algo aislado, separable, sino algo que tiene que ver con todo: con el sexo, el dinero, la salud. No hay compartimentos ni separaciones, sino juntura y atravesamiento de unas dimensiones por las otras. Se torna, entonces, significativo que el día escogido para los ritos populares, para que las masas expresen sus creencias y sus relaciones con el “más allá”, sea precisamente un día de trabajo. La muerte no es para las personas un asunto de mero recuerdo, sino el referente cotidiano de la vida. La creencia está integrada al vivir como el lunes en la semana de trabajo y el espacio del cementerio en el espacio profano de la ciudad.

      En el cementerio burgués, el comercio de lo religioso es dejado fuera. Ese comercio se produce en la separación que oculta la mascarada mercantil. Mientras el Cementerio Central es propiedad comunal y de servicio, como lo son los cementerios de los pueblos, los Jardines del recuerdo son propiedad de una empresa privada, cuyo único objetivo es el lucro; una empresa que hace negocio con la muerte como otras lo hacen con aviones de guerra o pelucas de señora. En el cementerio, cuyo objetivo no es otro que el negocio, precisamente el negocio es ocultado, disfrazado, retorizado. El adentro viene a tapar un afuera del que vive, pero del que se presenta separado. Esta separación viene a ocultar las condiciones de producción de lo simbólico: esas mismas que se ofrecen sin pudor alguno a la vista y el oído de todos en el cementerio popular.

      Otra señal que es necesario leer en las prácticas del cementerio popular es la ambigüedad radical, la “irracionalidad” de que están hechas y desde la que hablan esas prácticas, y el control de esa ambigüedad por la univocidad y la racionalidad que gobiernan tanto la configuración del espacio como las prácticas en el cementerio burgués. Ni la muerte, ese lugar del sujeto que en todas las culturas constituye la matriz más irreductible de lo simbólico, ha podido escapar a la racionalización y al imaginario mercantil. Una investigación sobre el funcionamiento actual de las loterías nos mostró cómo la racionalidad capitalista ha logrado digerir, recuperar y funcionalizar ese otro reducto de la ambigüedad que era la suerte, el azar. Las loterías no solo se han convertido en “gancho” para atraer clientes a cualquier negocio, sino que, por ejemplo, en los bancos, al cliente se le regalan mensualmente billetes de lotería en número proporcional a la cantidad de sus ahorros. La lotería, que antes era sinónimo de juego y, en cuanto tal, se situaba socialmente en el polo opuesto al del trabajo productivo; la lotería como algo perteneciente al orden del riesgo, de la fiesta, de lo extraordinario, ha sido convertida en un elemento cotidiano de la acumulación de capital.

      De otra parte, la conversión del cementerio en “Jardín” no es, como pudiera aparecer a primera vista, una profanación. Es, más bien, todo lo contrario: una de las cuotas más altas de la sacralización del sistema mercantil. Y ello mediante la producción de un simulacro, mediante la simulación de los ritos de muerte, de su parodia. Porque la muerte no es un hecho “privado”. Todos los pueblos han visto y celebrado en la muerte un enclave fundamental de lo social, de emergencia y expresión de las relaciones que anudan a unos hombres con otros incluso más allá de la tumba. Y eso es lo que es negado en el moderno cementerio, en el que todo lleva y presupone la privatización de la muerte, una muerte convertida en asunto de “familia”, pero de familia-unidad de propiedad.

      Mientras los ritos funerarios y, aún hoy, las prácticas populares en el cementerio son la celebración de un intercambio en el que los objetos (las ofrendas) no son más que un lugar de encuentro y afirmación de los sujetos, en el otro cementerio la racionalidad que domina y modela es la que viene del orden de los objetos, la de la simetría y la equivalencia.

       3. Para que no nos sirva de consuelo

      Miradas desde “arriba”, desde la cultura burguesa, las prácticas populares, sean de trabajo o de comunicación, religiosas o estéticas, son vistas casi siempre como un fenómeno de “mal gusto” (lo chabacano, lo “vulgar”) o como un arcaísmo a superar. La forma más elegante de superarlas es folklorizarlas. Miradas desde una izquierda que enmascara frecuentemente sus gustos de clase tras de etiquetas políticas, esas mismas prácticas son vistas, demasiado a priori, como alienantes y reaccionarias. Y, como ha escrito Lombardi Satriani, la realidad cultural de las clases populares es así mutilada, y el discurso que trata de acercarse a ellas es considerado evasivo “según la óptica deformada por la cual es político —y por lo tanto digno de interés— solamente aquello que se presenta como inmediatamente político” (1978, p. 19).

      Frente a esos a priori, lo que hemos intentado con nuestro relato es acercarnos a esas prácticas y mirarlas de cerca. No para plantear lo popular como lugar de la verdad ni como algo rescatable sin más. La hora del “buen salvaje” pasó hace tiempo, y los diversos populismos han mostrado suficientemente la trampa y el chantaje de que