la colina que me separaba del ascenso final estuvo seguida de otra, y esta de otra, y de otra y de otra, y así colina tras colina caminé incontables horas hasta que mi entusiasmo comenzó a disiparse y el día empezó a morir. Noté que el tiempo estaba distorsionado. Había caminado muchas más horas de las que podía haber en un día, y solo hasta ahora comenzaba a caer la noche. Me sentí frustrado. ¿Cómo es posible que haya caminado tanto y lejos de acercarme a la cumbre más bien pareciera alejarme cada vez más de ella? ¿Cuántas colinas más tendría que vencer? Sentí ganas de abandonarlo todo. Sentí ganas de echar a correr hacia atrás, pero recordé el abismo. En esta oscuridad me sería imposible descenderlo. Me sentía cansado. Me gustaría poder descansar y mañana cuando saliera el sol vería qué haría. Por ahora, solo quería refugio. ¡Debí haberles hecho caso a los aldeanos!
Un ruido rompió mis pensamientos. Vi con sorpresa cómo una pequeña figura emergía de la oscuridad y se acercaba a mí. ¿Cómo es posible, otros seres humanos aquí, o serán acaso los demonios de los que hablaba la niña? Con el corazón a punto de reventarme el pecho pregunté a la silueta quién era.
—Soy yo —respondió ella, y en su voz reconocí justamente a la niña de la aldea.
Pero, ¿cómo logró ella llegar hasta aquí? ¿Cómo puede esa mocosa haberme seguido a lo largo de interminables horas de marcha y ascenso? Aun así, me sentí reconfortado.
—Acércate —le pedí, pero cuando así lo hizo, descubrí que su mirada no era la misma. De alguna manera seguía pareciéndome familiar, pero no era la misma mirada con la que me había tocado el corazón la noche anterior.
—Todavía puedes salvarte —me dijo la niña—. Todavía no has tenido que enfrentarte a ninguno de los demonios de la montaña. Olvídate de la cumbre y acuéstate a descansar y mañana, cuando salga el sol, regresa a tu hogar.
—Pero la cumbre me llama, y tú lo sabes —le dije—. Lo que pasa es que estoy cansado y es de noche. Por ahora lo que voy a hacer es quedarme aquí y mañana cuando salga el sol reemprenderé mi camino hacia la cumbre.
—La cumbre —rio la niña—. Haz lo que tú quieras. Por lo pronto haces bien en quedarte aquí. No vayas a confiar en nadie, y no vayas a caminar de noche porque entones te perderás en los laberintos de la montaña. Espera hasta mañana, y cuando salga el sol, cuando puedas verlo todo con claridad, decides lo que vas a hacer.
Dicho esto, la niña se dio media vuelta, tal como lo hizo en la aldea, y sin mirar atrás desapareció en la oscuridad. ¿Cómo es que ella sí puede caminar en la noche y yo no? Bueno, esa gente ha vivido aquí toda su vida. Quizás se conocen esto como la palma de su mano.
Sumido en mis pensamientos acondicioné un espacio al lado del estrecho camino y, como pude, me acosté a descansar. Me sentí agradecido de haber cargado con mi armadura todo el camino, pues ahora esta me protegía del frío de la noche. ¿Dónde estaría la luna llena que me había iluminado ayer todo el camino? Bueno, mejor sería dejar de pensar y descansar para el día de mañana.
La noche fue una mezcla de sueños y despertares. En mis sueños aparecían el rostro de la niña, los ancianos de la aldea, y el largo camino que había recorrido desde el bosque. Me despertaba entre sustos y sudores fríos, pensando que ya era de día y que podría finalmente recomenzar mi ascenso hacia la cumbre, solo para descubrir que el tiempo no había pasado y que seguía sumergido en la más densa oscuridad.
Pasaron las horas. De hecho, pasaron tantas horas que me parece que pasaron días y semanas. Quizás pasaron años y siglos, y nunca amanecía. Y con cada hora que pasaba me hundía cada vez más en mi frustración, mi depresión, mis temores, y con ellos la noche se hacía cada vez más profunda, más espesa.
La desesperación se apoderó de mí y poco a poco empecé a perder noción de a qué le tenía miedo y qué buscaba yo en la montaña. En mi desesperación empecé a desear que no amaneciera, empecé a tenerle miedo al sol y al camino por recorrer. Y el tiempo pasó. Solo quería estar ahí acurrucado, paralizado. Hacía tiempo ya que había olvidado la aldea, los ancianos, la niña, y peor aún, la montaña, el camino y la cumbre. Mi vida era la oscuridad. Mi protección era la oscuridad. Empecé a aferrarme a mi armadura, y poco a poco empecé a pensar que la armadura era yo.
Como en un desfile demencial, empezaron a aparecer ante mis ojos terribles seres deformados, monstruos aberrados... los demonios que hacía tanto tiempo habían olvidado. Uno de ellos, lleno de una inexplicable ira, lo golpeaba todo al tiempo que gritaba como un animal herido. Otro de esos repugnantes seres no hacía sino lamentarse y arrastrarse por el suelo, como un despojo inútil y desahuciado. Otro no hacía sino gritar de miedo ante la furia del primer ser, presa de un pánico que parecía responder por igual ante cualquier otra cosa que lo rodeara. Otro no hacía sino arrancarse pedazos de carne sangrante y gritar en un aparente deseo incontenible de autodestrucción.
Estos y muchos otros demonios más me visitaron en la eterna noche de la montaña, todos ellos mostrándome sus horrendas y detestables caras. Quería no mirar, quería no verlos, pero no me daba cuenta de que ellos me desgarraban desde adentro, y todos ellos con los ojos familiares que había visto alguna vez en alguien en esta montaña.
Frente al dantesco espectáculo que se alzaba ante mí yo yacía inerte entre las rocas, paralizado como un muerto, vacío de vida como una vieja y oxidada armadura, y sin embargo me ahogaba de los mismos demonios que danzaban ante mí. En un turbulento torrente de emociones me embargaba, en unos momentos, una incontenible ira, en otros, una profunda depresión, en otros, una insondable culpa, en otros, un insoportable terror. Y yo nada podía hacer sino hundirme más profundamente en mi locura, pensando que era simplemente una delirante armadura llena de demonios. Así, poco a poco, siglo a siglo, me sumí en la más profunda inconsciencia, hasta que en la eternidad oscura los demonios se hicieron mis compañeros. Empecé a pensar que yo era uno de ellos, y fue entonces cuando se cansaron de mí y fueron desapareciendo, no sin antes fundirse en lo más profundo de mi ser con mi esencia, con mi alma. Ahora yo era uno con cada uno de ellos y con todos a la vez.
En esa eterna noche un ruido me despertó. El ruido era como el rumor de mil pies golpeando el suelo. Abrí los ojos y alcé la vista para descubrir ante mí a un anciano. Era un pastor y los mil pies eran los de su rebaño andando por la montaña.
—¿Quién eres? —me preguntó el anciano pastor.
—Una armadura —le respondí.
—¿Qué haces aquí? —inquirió el anciano una vez más.
—Nada —le dije—, solo soy parte de la oscuridad.
—¿Oscuridad, qué oscuridad? —se rio el anciano.
Me di cuenta de que el anciano estaba loco. Solo un loco se movería por estos peligrosos riscos en esta oscuridad. Solo un loco estaría sumergido en un océano de oscuridad y no se daría cuenta. Yo por mi parte, en mi locura sabía que estaba bien cuerdo. Yo sí veía la oscuridad y no pensaba moverme de aquí. Ella y yo estábamos unidos eternamente.
—No me has respondido —insistió el anciano—. Dime de qué oscuridad hablas.
No hubo respuesta de mi parte.
—¿A dónde vas? —insistió el pastor—. Permíteme guiarte.
Seguí sin responderle.
—Ponte de pie —comandó el anciano.
Me mantuve inmóvil, como desde hacía milenios.
—¡Ponte de pie y echa a andar, o es que en verdad crees que eres ese pedazo de latón que recubre tu ser! —dijo el anciano con tono severo.
—Déjame solo, viejo loco. Vete de aquí y déjame solo.
—No, no me voy a ir hasta que no me respondas. ¿Quién es el loco aquí? Temiendo mirar de frente a la vida. Viviendo muerto.
—¿Vida? —¡Ja!, ahora me tocaba el turno de reír a mí—. Aquí no hay vida viejo loco. Esta es la muerte, y tú y yo estamos muertos, y lo mejor que puedes hacer es darte cuenta y aceptarlo.