Rafael Vidal

Los sellos secretos


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repente sus ojos se encendieron como dos estrellas y su mirada penetró dentro de mí, y me di cuenta con sorpresa que estaba mirando los mismísimos ojos con los que me había mirado una niña, en una aldea, en una época remota y perdida en la eternidad.

      Esa mirada familiar me hizo recordar dónde estaba y qué hacía aquí, y el viejo, sabiendo que yo estaba despertando de mi largo sueño, me preguntó qué hacía en la montaña. Yo le conté del viaje a través del bosque, de la aldea y sus habitantes, y del llamado de la montaña. Le conté de mi deseo de conquistar la cumbre de la montaña, y también de cómo, con el paso de las horas, y quizás los días, mi entusiasmo desapareció y me encontré perdido en mis temores y mi frustración, y de los siglos de agonía y desesperación, y de los demonios, y de la eterna oscuridad, y de la muerte, hasta que había visto el fuego de la vida en sus ojos.

      —¿Y por qué quieres alcanzar la cumbre de la montaña? ¿Qué buscas allí? —me preguntó el viejo con un amor como el que nunca antes había sentido.

      —No lo sé —respondí—. Solo estoy respondiendo al llamado incesante que me hace la montaña desde su cumbre. No lo puedo evitar. Ella me llama y yo tengo que ir.

      —Sí caballero, ese llamado es real. Pero tienes que ver que no viene de la montaña, sino de ti mismo.

      —Es verdad. No oigo el llamado, sino que me retumba en la cabeza. Pero de alguna manera, siento que proviene de la cumbre de la montaña y no de mí.

      —Claro. ¿Pero es que acaso no ves que la montaña y tú son uno y el mismo?

      ¿Qué le pasa a este viejo?, pensé muy dentro de mí. ¿Este viejo será un filósofo de la montaña, será un loco, una de las almas atrapadas en ella para la eternidad, o será otro de los demonios que me vienen a engañar y a desviar? ¿Pero desviarme de qué camino, si ya yo lo había abandonado todo? ¿Y qué hay de su mirada, de esos ojos familiares como los de la niña de la aldea, y del amor con que me habla?

      —Si fuéramos uno, no me habría costado tanto avanzar en pro de la cumbre. Si fuéramos uno, no se me habría hecho de noche eternamente. ¿Cómo puedo yo ser uno con algo que está en contra mía, con algo lleno de peligros y de demonios, de los cuales quizás tú mismo eres uno? —contesté como un niño malcriado y asustado.

      —¿Yo, un demonio? No, mi pequeño, yo los conozco muy bien, pero yo no soy uno de ellos. En esta montaña, que eres tú mismo, no puede haber nada que no hayas tú mismo traído. Los demonios de esta montaña son tus propios demonios. La noche de esta montaña es tu propia noche. Te vuelvo a preguntar entonces ¿por qué quieres coronar la cumbre de esta montaña que eres tú mismo?

      —Ya te dije que no lo sé. Solo escucho ese hipnótico llamado y tengo que responder a él.

      —Entonces yo te pregunto ¿cómo puedes llegar a la cumbre si no sabes para qué la quieres conquistar? ¿No te das cuenta de que es tu propio corazón el que te está traicionando? ¿No te das cuenta de que si no sabes qué quieres obtener de algo, no puedes lograr ese algo en su esencia verdadera? Y en la montaña no te puedes engañar con apariencias. En la montaña la cumbre está tan solo a un pensamiento de distancia. Pero solo si sabes qué es lo que quieres y por qué lo quieres.

      —De qué me valdría saber qué es lo que quiero. De cualquier manera, en esta oscuridad no puedo seguir caminando, y en esta noche eterna nunca termina de amanecer. Estoy atrapado.

      —Sí, es verdad, estás atrapado en la montaña. Pero recuerda que la montaña eres tú mismo, así que estás atrapado en ti mismo. Yo te vuelvo a preguntar aquello que te pregunté hace rato. ¿A qué oscuridad te refieres? No te das cuenta de que en esta montaña su oscuridad es tu oscuridad. Y su noche es tu noche. Y su muerte es tu muerte. ¿No te das cuenta acaso que cuando permitiste que tus dudas, tus temores, tu frustración y tu cansancio, cayeran sobre ti, le robaste a la montaña su día y su sol, y su vida misma, y permitiste que la noche y la oscuridad cayeran sobre ella? ¿Cómo pretendes acaso ahora que amanezca si en tu corazón lo único que hay es miedo? Deja de pedir sol y día para vivir la vida. Destierra de tu corazón tus miedos. Quítate de encima esa armadura que cargas pesadamente. Deja de esperar que alguien venga a rescatarte. Rescátate tú mismo. Deja de esperar ayuda exterior, la verdadera ayuda proviene de dentro de ti. ¡Así que arráncate las máscaras y comienza a caminar!

      —Pero, cómo voy a caminar. Qué camino voy a seguir. No veo nada. Cómo me voy a despojar de mi armadura. Ella es mi protección. Ella es parte de mí.

      —Sí, y mientras no tomes acción vas a seguir viviendo en la eterna oscuridad. Decide qué es lo que quieres, decide por qué es que lo quieres y toma acción. Una vez que enfrentes de esta manera la posibilidad de vivir, la montaña misma te irá llevando hacia y hasta su propia cumbre.

      Dicho esto, el anciano, que se había sentado en una roca a mi lado, mientras yo me recostaba acurrucado contra otra, se puso de pie, y sin decir una palabra más me miró por última vez con esos ojos familiares y llenos de fuego, y se perdió en la asfixiante oscuridad. El temor me invadió aún más profundamente. La posibilidad de conquistar la cumbre era una carga mucho más pesada que el haberme quedado en el letargo eterno en el que me encontraba antes de que llegara el viejo. Para lograrlo tenía que reemprender la marcha y tenía miedo. ¿Qué pasaría si en la oscuridad de la noche me perdía? ¿Qué pasaría si en la oscuridad de la noche enfrentaba una muerte peor aún que la muerte de la oscuridad eterna? ¿Por qué me metí en esto? ¿Qué pensarían los aldeanos de mí? Quizás se burlaban de mí y de todos los que como yo habíamos creído en un sueño imposible.

      Empecé a escuchar aullidos. Lobos, pensé. Si me movía estaría en peligro. Pero si me quedaba allí me encontrarían y sería presa fácil. De pronto me di cuenta de que no eran aullidos de lobos sino los gemidos fantasmales de los hombres y mujeres que, como yo, habían querido conquistar la cumbre y se habían quedado a medio camino en la noche de los tiempos.

      El miedo se convirtió en pánico y como un loco me levanté del sitio que había ocupado durante siglos y corrí. Corrí desesperadamente y a ciegas, gritando y tropezándome con las piedras. Me sentí ahogado, y enloquecido golpeé la cabeza contra una roca, solo para descubrir con desmayo que el casco se me caía y rodaba por un precipicio hacia el fondo sin fin de la noche. Pensé que era la muerte dentro de la muerte. Y cuando estaba al borde de perder el control para siempre, sentí el frío de la noche en mi cara y vi con incredulidad un tenue resplandor que parecía iluminar la cumbre de la montaña.

      ¿Sería posible? ¿Iría a amanecer después de todo? Agudicé mi vista para discernir la cumbre, pero el resplandor había desaparecido. ¿Me lo había imaginado acaso? ¿Sería solo mi deseo que me había llevado a ver una luz que ya no existía?

      De pronto pensé en el viejo. ¿Qué me había querido decir con sus palabras? ¿Sería posible que el camino siguiera allí tan solo esperando a que yo lo retomara? ¿Sería posible que en la montaña la luz no aparece a menos que uno emprenda el camino con entusiasmo? ¿Pero con qué entusiasmo puedo yo emprender un camino que ni siquiera sé la razón por la qué lo estoy recorriendo?

      “La verdadera ayuda proviene de dentro de ti”, había dicho el viejo. Entonces, te pido ayuda, pensé dirigiéndome a mí mismo. Confío en ti, me dije. Muéstrame el camino, me pedí.

      Como una revelación se desplegaron ante mis ojos las escenas del fantástico viaje que realizaba. Volví a ver imágenes del bosque de gigantescos pinos y árboles, y alfombrado de hojas secas, que atravesé antes de llegar a la aldea. En ese momento recordé que me había adentrado en el bosque buscando al árbol de la sabiduría porque quería ser un caballero, un guerrero pleno de éxitos, de fama, de fortuna, y la leyenda decía que el árbol de la sabiduría cumplía los deseos de quienes lo encontraban. Y recordé cuando lo encontré y me postré ante él. La figura de un joven muchacho soñando sueños de grandeza, ante un árbol frondoso de Amor y Sabiduría.

      El árbol miraba al muchacho, me miraba a mí, con dulzura, y sonriendo me dio una armadura, y me dijo:

      —Ahora ya eres un gran guerrero por fuera. Pero para que seas un verdadero guerrero por