Rafael Vidal

Los sellos secretos


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sentado, en actitud meditativa, un agradable anciano. Su cabello era muy largo y muy blanco, al igual que sus barbas y bigotes. Parecía ser más viejo que el tiempo mismo, pero en su rostro no se marcaba ni la más pequeña arruga. Su piel era tersa y su expresión era amorosa, compasiva y juguetona.

      Sin mover ni un solo músculo de su cuerpo, el anciano abrió sus ojos, y con una melodiosa voz me invitó a pasar:

      —Ven, guerrero —me dijo—. Entra y siéntate conmigo.

      En silencio le obedecí y caminando pausadamente llegué hasta donde se encontraba el anciano. Lentamente me senté frente a él. El anciano tenía una mirada dulce y penetrante a la vez. Sus ojos eran los ojos de la eternidad, y en ellos volví a encontrar algo familiar, como sucedió con la niña de la aldea, y con el viejo pastor.

      —Me alegra verte, te estaba esperando —me dijo el anciano, con una expresión que me daban ganas de saltar y abrazarlo y decirle sí anciano aquí estoy, he llegado al fin y estamos juntos una vez más, y esta vez para siempre. Pero cómo podía este anciano estarme esperando, si nunca nos habíamos visto antes. Si nadie sabía que yo venía para acá. Si casi ni logro llegar.

      El anciano pareció escuchar mis pensamientos y volvió a dirigirse a mí con su melodiosa y grave voz diciendo:

      —¡Oh! Sí que te estaba esperando. Cuánto que te he esperado. Nuestro encuentro fue acordado desde antes del comienzo del tiempo, e inexorablemente se cumpliría en el momento pautado. Y ya lo ves, aquí estás.

      —¿Quién eres tú? —pregunté.

      —Yo soy el Alto Sacerdote de este templo. Soy el guardián del conocimiento y la sabiduría. Soy el custodio de los misterios de la vida y la muerte. Y desde la eternidad te he estado esperando para iniciarte en los misterios sagrados.

      —¿A mí? —pregunté incrédulo.

      —Sí, a ti —contestó el anciano, abiertamente divertido por mi sorpresa.

      —Pero ¿por qué yo? ¿Por qué yo y no otros? —pregunté un tanto desconcertado.

      —Todos vendrán a mí, querido guerrero. Todos conquistarán la cumbre de la montaña en su momento perfecto. Hay un tiempo para todo en la existencia. Así mismo hay un tiempo para todos en el camino. Todo el que ha partido de mí lo ha hecho para volverse a reunir conmigo. Todo y todos volverán a mí, solo es cuestión de tiempo, y como ya lo habrás aprendido, en la montaña el tiempo no existe.

      »Ahora —prosiguió el Alto Sacerdote— antes de llevar a cabo tu ritual de iniciación quiero decirte algunas cosas. En primer lugar, quiero que sepas que la elección de estar aquí es tuya y solo tuya. Tu libre albedrío es sagrado en este templo, así como lo es tu voluntad.

      »En segundo lugar quiero dejarte bien claro que todo el conocimiento que vas a adquirir en este templo tiene un precio. No, no se trata de un costo en moneda. El dinero, el poder terrenal, la fama y la fortuna no tienen en estos reinos el mismo valor que les has asignado hasta ahora en tu mundo. Ni siquiera se trata del precio de renunciar a tus viejas creencias y conocimientos. Ese precio será alto ciertamente cuando inicies conscientemente tu proceso de autodescubrimiento y autorrealización, pero no se trata de ese precio. Ni tampoco se trata del esfuerzo que exigirán algunas de estas nuevas formas de pensar para consolidarse firmemente en tu ser. En verdad ese cambio a nivel de la esencia de tu ser requerirá de esfuerzo y constancia, pero no se trata de ese precio. No, es algo mucho más alto y costoso que todo esto junto. Se trata de la responsabilidad que adquirirás al recibir este conocimiento. Al conocer los misterios sagrados serás verdaderamente responsable ante el Absoluto por tus pensamientos, tus palabras y tus acciones. El juicio será imparcial y las consecuencias serán inmediatas. ¿Has entendido? ¿Está todo bien claro?

      —Sí —respondí—, comprendo todo bien.

      Aun así, muy dentro de mí me preguntaba si en verdad sabía lo que estaba haciendo y lo que en realidad quería decir este increíble anciano. ¿Por qué yo? me preguntaba en silencio, y el viejo, una vez más pareció escuchar mis pensamientos. Con una sonrisa y un gesto de sus ojos me invitó a expresarme.

      —Sé que ya me lo has explicado, pero lo que aun no comprendo es por qué he sido elegido yo para recibir todo este conocimiento. ¿Qué hay de gente como la de la aldea por la que pasé en mi viaje hacia la montaña? ¿Por qué si los demás en algún momento van a conquistar también la montaña, por qué no hacerlo ahora?

      El viejo se rio como un niño y un padre a la vez.

      —Veo que en verdad estás listo para despertar —me dijo con su dulce voz—. Si algún día van a despertar, ¿por qué no hacerlo ahora, no? ¡Buena pregunta! En verdad, guerrero, si ellos eligieran despertar ahora mismo de inmediato lo harían. Sin embargo, lo que en verdad ellos han elegido es no despertar por ahora. Y eso nos lleva directamente a los primeros misterios que te habré de revelar.

      Dicho esto, el Alto Sacerdote, cerró sus ojos y juntando las palmas de sus manos frente a su cara, pareció sumirse en una profunda oración. El tiempo se detuvo y yo permanecí inmóvil frente al anciano lo que pudo haber sido un segundo o un siglo. De su cuerpo emanaba la misma calidad de luz que emanaba de las paredes del templo, pero ahora noté que se hacía cada vez más intensa. El solitario monje se hizo cada vez más brillante, hasta que alcanzó la intensidad de miles de soles. Pero su luz, intensa como era, lejos de herir mis ojos me llenaba poco a poco de una inmensa y profunda paz, y así fue como comenzó un irreversible cambio en mi interior.

      El Jardín

      —¡Acompáñame! —La voz del anciano me sacó bruscamente de un profundo trance.

      No me había dado cuenta que había cerrado mis ojos también. Pensé que había estado contemplando la luz todo el tiempo, pero en verdad ya no necesitaba de mis ojos para verla. Aún sin mirarla me regodeaba en su intensidad, y en la paz, la serenidad y la armonía de la que esa luz me llenaba.

      —Ven. Ponte de pie y acompáñame —dijo el Alto Sacerdote, quien se encontraba él mismo de pie a mi lado—. Vamos a dar un paseo, que tengo mucho que contarte.

      Me puse de pie y lo seguí hacia una de las trece puertas que había en ese gran salón. Al atravesar su umbral nos encontramos en un amplísimo jardín, tan amplio en verdad que más bien parecía una infinita pradera. El jardín me impactó por su tamaño, pero más aún por su belleza. Era como ver un óleo de infinidad de flores coloridas esparcidas a lo largo y ancho de un mar de césped cuidadosamente cortado, y todo salpicado de árboles de fuertes raíces, robustos troncos y generosas copas.

      El sol bañaba todo de una luz cálida y brillante, o por lo menos así lo pensé al principio. No tardé mucho, sin embargo, en reconocer que esa luz no solo provenía de un sol espectacular que nos parecía acompañar en nuestro paseo, sino que la luz emanaba así mismo de todo cuanto en el jardín había. Los colores parecían saltar de las flores mismas iluminando el jardín con tanta intensidad como el sol. Y lo mismo era con el césped, y con los árboles, y con las piedras, y con todo lo que me rodeaba. Toda esa energía se mezclaba entre sí para brindarme una verdadera sinfonía de luz y de color. Una gran sinfonía de vibraciones. Hasta el aroma de las flores, hasta el olor del rocío, hasta el zumbido de los juguetones insectos se fundían en una infinita orquesta de vida. Todos en armonía. Todos en perfecta sincronización.

      —A ti te preocupa el por qué tú has sido elegido para conquistar la cumbre de la montaña, para iniciarte en los misterios de la vida y la muerte, para despertar del sueño del yo, para iluminarte, y yo te digo que mires a todos quienes has dejado atrás y veas cómo ellos se preocupan de por qué han sido ellos escogidos por el destino para sufrir de enfermedades, de hambre, de pobreza, de pérdidas, de tristeza, de dolor y de muerte. Porque lo primero que tienes que descubrir en ti es que ni tú has sido escogido por mí ni aquellos han sido escogidos por el destino para vivir lo que tienen que vivir.

      Las palabras del Alto Sacerdote seguían teniendo la suavidad y la dulzura de antes, pero estaban investidas también de una gran firmeza. Una firmeza congruente con su caminar pausado pero seguro. Y mientras continuamos