Sergey Baksheev

Al filo del dinero


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Así. Ahora las sumas en las cuentas coinciden y no hay que hacer ninguna comprobación. —

      – Algo de ese coeficiente como que no entendí. —

      Golikov se sonrió.

      – Yury Andreevich, no seas ingenuo. Para que crees tú que Radkevich puso esos dudosos terminales de «Jupiter pago» si nosotros ya tenemos cajeros automáticos.

      – Expansión del negocio. —

      – Claro. Pero, ¿cuál negocio? – Los ojos de Oleg brillaron con malicia y bajó la voz: – Por los terminales hay una comisión no contabilizada. El presidente me baja el porcentaje apropiado y yo ajusto la contabilidad para que todo salga bonito. —

      – Y por qué a mí no me dijeron nada? —

      – Porque tú eres muy recto y yo soy flexible. – Golikov sonrió condescendiente e hinchó su pecho. – Para que te metiste en eso?, esta no es tu zona. —

      Me agarré la cabeza con ambas manos y, recordando a mi hija, le dije:

      – Déjame tranquilo. —

      – Tuviste una pelea ayer? – Oleg dijo, compasivo. – Sal. Relájate. Tómate un café fuerte. Te puedo dar una aspirina. —

      – No quiero nada! – grité y, entonces agarré la manzana mordida y la lancé al bote de basura.

      Después de ver el lanzamiento, la papelera volcada y la fruta por el suelo, Golikov comentó: – Tú eres un basquetbolista malo. —

      Movió la cabeza y fue a corregir las consecuencias del lanzamiento errado. Yo me quedé solo con mis malos pensamientos sintiéndome peor que nunca. La vida y el trabajo me mostraron, de un trancazo, su lado desagradable. Largo rato estuve sin tocar el teclado y el monitor se apagó. El espejo negro del monitor me mostró mi rostro endurecido y los contornos oscuros de la oficina, como si el mundo y yo hubiéramos caído en la penumbra. Ya fue insoportable mirar esa pantalla negra.

      Golpeé algunas clavijas y en la ventanita que apareció en el monitor puse mi clave y abrí las tablas de movimientos por cuentas. Había que hacer algo para que esas ideas opresivas no me afectaran más. Mi memoria visual recordaba los números perfectamente. Al fin y al cabo, yo soy matemático y no un poeta. El flujo de números que correspondían a cantidades de dinero, me metió en un embudo mental obligándome a compararlas y analizarlas. A la hora yo había encontrado toda una serie de operaciones dudosas.

      – Otros errores. Algo no está bien, – mascullé y copié las sumas de dinero y los números de cuenta en un archivo separado.

      – Que pasó ahora? – Golikov expresó su desagrado y se acercó hacia mí, dudoso.

      Imprimí la hoja y le expliqué:

      – Mira. En las relaciones diarias están las transferencias, pero en el resultado final del mes, no. —

      Oleg empujó su silla con rueditas y se acercó a mí. Su mirada era punzante e irónica. Hizo sonar sus dedos cerca de mis oídos, como si me hubiera quedado dormido, para despertarme.

      – Epa, idealista, despiértate! Piensa: ¿con que estamos trabajando? ¿Débitos-créditos? Esos se manejan fácilmente. Nosotros no somos el Banco Central en quien todo el mundo confía. Radkevich escogió otro nicho para el negocio.

      – Tomar el dinero y hacernos los locos? —

      – Hasta ahí no hemos llegado. Nuestro banco presta servicios de un tipo particular. —

      – Cuales? —

      – En dos palabras: el dinero ilegal hay que lavarlo, los funcionarios corruptos tienen que cobrar los sobornos y ponerlos en cuentas off shore. ¿Hay una necesidad? Habrá una sugerencia. —

      – Cobrar y esconder. —

      – Por fin se comprendió. —

      Me sentí insultado:

      – Hace meses trabajo en programas con obstáculos para ladronzuelos, y ahora esto… —

      – Pero que te pasa? – Oleg empezó a disgustarse. – No eres el mismo de antes. —

      – Algo sucedió. —

      – Que? —

      Yo no quería hablar de mi hija. Para una persona ajena era solo una información curiosa, pero para mí era un dolor constante.

      – Esto sucedió! – Golpeé, con la palma de la mano, la página impresa.

      Con aspecto sombrío, Golikov me miró fijamente, como si me viera por primera vez. Desafiante, le respondí su pregunta silenciosa:

      – Que? ¿No te gusto? —

      – Olvídalo. —

      Oleg tomó de debajo de mi mano la hoja de papel con los números de cuenta, volvió a su mesa y, concentrado, mordió su manzana. Inclusive su espalda expresaba desdén. Tiró el pedazo de manzana como si fuera una colilla de cigarrillo y salió de la oficina.

      «Va a chismear», – pensé, indiferente.

      Pasados veinte minutos, yo me reí de mi perspicacidad: me llamaron desde donde Radkevich.

      El camino a la oficina del director no tomaba mucho tiempo. Solo subir un piso.

      – Ah, eres tú, Yury. Entra. – El propietario del banco me saludo particularmente amistoso.

      Radkevich no me propuso sentarme, él mismo salió de detrás de su mesa para recibirme. Él es un poco mayor que yo. Yo sabía que su primera fortuna la había hecho traficando alcohol clandestino. Ese negocio riesgoso templó su carácter, le dio seguridad, pero le destrozó sus nervios. Estos últimos años Boris Mikhailovich Radkevich se había concentrado en el negocio bancario, menos ganancioso, pero respetable y cómodo. Ahora él podía apartar mucho tiempo para su pasión principal: los caballos de raza. Decían que él tiene unas caballerizas en alguna parte fuera de la ciudad. La expresión de la cara del banquero cambiaba levemente, dependiendo de las situaciones. Estaba acostumbrado a dar órdenes a sus subordinados y expresar un respeto reservado a los más fuertes de su mundo.

      Viendo al presidente, me convencí una vez más, de a quién quiere parecerse Golikov. Trajes, zapatos, reloj, automóvil de marca. Solo que los de Radkevich si eran de verdad, y se actualizaban más frecuentemente.

      En las paredes de la amplia oficina había colgadas, fotografías de caballos. Fotografías de estilo, en blanco y negro, impresas en tela.

      – Bellos animales. – Radkevich se detuvo al lado de uno de los cuadros. – A los caballos los aman y los valoran, les crean condiciones tales, que lo pueden envidiar muchos animales de dos patas. —

      Radkevich se sonrió de su chiste sardónico, pasó su mirada a mi persona y se ensombreció.

      – Pero todo semental, inclusive el más costoso y espléndido, tiene su dueño. Y este decide cual va a montarse y cual va a tirar de una carreta. —

      – Yo no supe que responder. El presidente hizo una pausa y entonces señaló al siguiente cuadro:

      – Mira que trío tan expresivo. Animales mágicos. Se siente la potencia, la velocidad, parecen que fueran una unidad. Y mira esta pequeña cosa al lado del ojo. Es una gríngola. Es una cosa muy útil, el caballo solo ve hacia adelante y no se distrae hacia los lados. Si uno necesita doblar, el jinete le indica la dirección con un golpe de fuete. ¿Tú comprendes a que me refiero?

      Yo ya había entendido, sin embargo, respondí:

      – A mí me gustan más los caballos de fuerza bajo el capot. —

      La mirada de Radkevich se congeló.

      – Tú eres un buen especialista, Yury. Te valoro y te creo buenas condiciones. ¿No es así? —

      Me sentí obligado a asentir. Fue él quien había autorizado mis créditos para la nueva casa y el auto.