Sergey Baksheev

Al filo del dinero


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vez asentí.

      – Una cosa más. – Radkevich decidió regañarme. – Ponte una camisa limpia en la mañana. Eso mejora tu ánimo y el de los que te rodean.

      Que fácil es dar consejos. Si esta receta funcionara me cambiaría la camisa cada hora.

      3

      Temprano en la noche llegué a mi casa y me sentía como un escolar culpable de haber sido reprobado en un examen y sin decirle a los padres. Me movía torpemente, evitaba la mirada directa de mi esposa y simulaba estar cansado. Después del desorden que había el día anterior en la casa, la sala y la cocina resplandecían del arreglo hecho. Katya trabajó excelentemente con las cajas y la envidié: tenía algo a que dedicarse.

      – Por fin llegaste. ¿Por qué tardaste tanto? – me encontró en la cocina y estaba preocupada. Se secó las manos, apartó un mechón de cabellos de su frente y le bajó el volumen al televisor con el control remoto. – Y Yulia está críptica. La he llamado varias veces y ella me envía mensajes. —

      – Que escribe? – pregunté y mi voz falsa me asustó.

      Pero Katya no me oyó. Con una mano tomó el teléfono de la mesa y los dedos de la otra se movieron, negligentemente, hacia la estufa.

      – Yo ya cené. Tú, sírvete lo que quieras. —

      Ella marcó el número de teléfono de nuestra hija, se tensó por la espera y en su frente lisa apareció una arruga de preocupación. Inesperadamente, junto con los timbres de respuesta en su teléfono, ella oyó los repiques en el bolsillo de mis pantalones. Su ceja derecha se movió hacia arriba y su mirada interrogante se clavó en mi rostro avergonzado.

      ¡Mira que idiota! Como se me pudo olvidar quitarle el sonido. Ya no podía hacer nada, bajé la cabeza y puse el celular blanco en la mesa, el cual le habíamos regalado a Yulia hacía poco en su cumpleaños.

      Hubo que confesar:

      – Yulia no puede hablar. Fui yo quien te escribía. —

      Después del trabajo fui de nuevo al hospital. Mi hija había recuperado la conciencia, estaba atiborrada de analgésicos y sus encantadores ojos, los cuales amaban los fotógrafos, habían envejecido diez años. Y lo peor era que en vez de una excitante languidez en ellos lo que había era una oscura desesperación.

      – Quien te hizo eso? – Con un nudo en la garganta le pregunté.

      Ella no podía hablar ni mover la cabeza. Impotente, lo único que pudo hacer fue batir los párpados: no sé. Y lloró. Le apreté la mano y tampoco pude aguantar las lágrimas. No sabía como consolarla, el temblor de mi voz y mi aspecto desolado solo la descompondrían.

      – Aguanta. – le dije, pero enseguida le agradecí a la enfermera que me estaba sacando de la recámara.

      Cuando vio el teléfono de la hija en mis manos, Katya, lentamente, se sentó. Su mirada concentrada me atravesó de tal manera que yo me sentí como una persona desconocida.

      – ¿Qué pasa? – preguntó ella.

      Dolorosamente, escogí las palabras:

      – Todo está en orden. Casi. Lo peor ya pasó. Yulia está en el hospital, pero no te preocupes. —

      – Que sucedió? —

      Me costó mucho trabajo contarle todo y que Katya no se desmayara. Y después me costó más trabajo mantenerla en la casa y tranquilizarla.

      – Ahorita no es el momento, no nos van a dejar entrar. Yulia está durmiendo. Esperemos hasta mañana. – Insistí. Katya lloraba en mi hombro.

      Al día siguiente fuimos juntos al hospital. Katya se dirigió hacia nuestra hija enseguida. A mí me detuvo en el pasillo un preocupado David Guelashvili

      – El cirujano habló en voz baja, pero sin admitir objeciones.

      – Déjela que vaya sola. Usted y yo tenemos que hablar. —

      – Yo la tranquilicé como pude. Tiene siete meses de embarazo y lloró toda la noche. ¿Puede ser que alguien la acompañe? – Traté de desprenderme.

      – Por eso no se preocupe, tenemos personal experimentado. – El médico llamó a una enfermera, le dio instrucciones y a mí me condujo a su oficina. Puso un vaso con agua frente a mí, se sentó al otro lado del escritorio y cruzó las manos. – Le tengo dos noticias. —

      – Una mala y una buena? Primero, la buena, – Me animé a decir, presintiendo algo negativo. – Una mala, usted sabe, después de lo de ayer… —

      – Su hija está estabilizada y no está en peligro de muerte. Pero para el completo restablecimiento del organismo se necesitan donantes de tejido y operaciones muy costosas. Si quiere un consejo, eso es mejor hacerlo en Alemania. Aquí hay buenos cirujanos, no se crea, pero el aspecto jurídico con los donantes de órganos está un poco enredado y quizás haya que esperar mucho tiempo. —

      – Entiendo, entiendo… ¿Y de cuánto dinero estamos hablando? —

      – Yo voy a preparar los documentos médicos necesarios y los enviaré a la clínica alemana. Veremos que responden. —

      – De todos modos. Usted debe tener las cifras. —

      – Desgraciadamente, está lastimado todo el tracto gastrointestinal. Se necesitará más de una operación. Creo que la suma debe estar entre los ciento cincuenta y doscientos mil euros. – El cirujano calló. – En nuestro hospital existe una fundación benéfica. El fondo está limitado y hay muchos que están esperando por trasplantes. Yo, en su lugar, me apuraría. —

      Comprensivo, yo asentí:

      – Si, claro. Yo trabajo en un banco, pediré otro crédito. No veinte, sino treinta años trabajaré para el dueño. —

      Guelashvili apretó los labios y me miró por encima de sus lentes, como si yo hubiera dicho una tontería.

      – Hay otra cosa, – dijo.

      – Una mala noticia? – Recordé el comienzo de la conversación y traté de bromear: – Si un cometa choca contra la tierra… —

      Yo me corté ante la mirada no divertida de Guelashvili.

      – Usted donó sangre ayer. Nosotros la examinamos y … – El médico abrió una carpeta para consultar el resultado del análisis, como si el diagnóstico pudiera cambiar. – A usted se le encontró el virus VIH. —

      Se hizo una pausa larga. Yo no comprendí, inmediatamente, que se trataba de mí. Hasta ahora solo habíamos hablado de la situación de mi hija. Esta desgracia puede repercutir en mi esposa embarazada, pero yo… Yo soy un tipo, yo puedo aguantar. Canas y angustias mentales no molestarán. Lo único importante es que Yulia se recupere y el embarazo de Katya llegue a buen término. ¿De que estamos hablando? ¿Escuché mal?

      – Usted dijo: VIH? —

      – Virus de Inmunodeficiencia Humana, – claro y pausado, dijo el médico.

      – Yo tengo ese VIH? —

      – El virus fue captado en su sangre. Por supuesto, haremos un examen de comprobación, pero yo estaba obligado a advertirle desde ya. —

      – No, no es posible. Yo no soy un drogadicto… Yo soy un padre de familia. – Mis ideas se revolvieron. Yo vine por un problema, ahora me desconciertan con otro, completamente diferente. – No entiendo, no entiendo nada. —

      – Beba agua. —

      Obedientemente vacié el vaso y miré al doctor. Yo no había escuchado mal, esto no era un sueño ni un chiste. Ante mí estaba el mismo médico, en la mesa el resultado del análisis donde estaba mi apellido. Ahí estaba escrito que yo estaba mortalmente enfermo. ¿Cuáles veinte, treinta años? Todos los planes se fueron pál carajo. No llego ni al año que viene. ¿Y cómo voy a vivir yo ahora? Me encogí, me sentía como un monstruo,