Sergey Baksheev

Al filo del dinero


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carajo, ¡engendro! – gritó el banquero. – Me voy a encargar de que no te contraten en ningún banco. ¡Haz de cuenta de que tienes una etiqueta negra encima! —

      La mención de una etiqueta me golpeó. El VIH es una etiqueta negra con la cual la sociedad estigmatiza a los desgraciados.

      Comencé a retirarme. En el camino cayó en mi mirada la fotografía del trío de caballos la cual utilizó el dueño de la oficina para mostrar las gríngolas útiles para dirigir al caballo. Arranqué el cuadro de la pared y estuve a punto de estrellarlo contra el piso, pero en el último momento me di cuenta de que los caballitos me caían bien. Entonces salí con el bello poster en las manos.

      A mi oficina no volví, me fui de una vez hacia la puerta. En la entrada del banco me detuvo el vigilante. El debía comprobar que el funcionario despedido no se llevaba algo valioso y confidencial. En mis manos solo estaba el poster.

      – No puedes llevártelo, – negó con la cabeza el vigilante.

      – Si claro, yo me salí de la yunta y tú, golpeado con el fuete, recibes tu ración particular de avena. – Le tiré el poster y salí del edificio.

      El vigilante, confundido, olvidó pedirme el pase de entrada.

      5

      «Las desgracias no vienen solas», recordé el infeliz dicho. Se sobreentendía que las desgracias vienen por pares, aunque en mi caso particular, la cuenta continúa. La tragedia con mi hija, mi propia enfermedad, la preocupación y ahora esto: el viejo «Peugeot» no quiere prender. Claro, esto es una tontería en comparación con lo demás, ¿pero es que acaso necesito más contratiempos?

      Oye Dios, siquiera en las cosas pequeñitas, ¡ten piedad! Pero es obvio que el todopoderoso no me escuchaba.

      Le di al arranque hasta que la batería se descargó completamente dejé el carro y me fui al metro. La caminata monótona se correspondía bien con el procedimiento del médico: Inhalar-exhalar, uno-dos, inhalar-exhalar… Solo así pude tranquilizar mis nervios destrozados. No estaba apurado, caminé varias estaciones, de vez en cuando me sentaba y descansaba y llegué tarde a casa.

      En la entrada de nuestro townhouse, al lado del «Volvo» de mi esposa estaba estacionado un «Ford» policial. «Llegó Sasha2, pensé.

      Mi hermanastro, Alexander Gromov, era capitán de la policía y prefería utilizar el automóvil de servicio. Mi mamá se casó primero con el profesor de Física, Grisov. De ahí nací yo. Después se casó con el oficial de policía Gromov. De ahí nació Sasha. Nuestros padres eran tan diferentes que Sasha y yo no nos parecíamos en nada. Yo era el mayor y a mí siempre me tuvieron como un alumno aplicado y tranquilo. Mi mamá se enorgullecía de mis éxitos en la escuela y siempre me ponía de ejemplo para mi hermano. Sasha era tres años menor y no mostraba mucho entusiasmo por la escuela, pero se destacaba por la seguridad en si mismo.

      – Por fin apareciste! ¿Dónde estabas metido? Ni siquiera respondías el teléfono. – Desde el pórtico me regañó mi hermano. – Estábamos preocupados.

      Alexander, su esposa Natasha y Katya se sentaron alrededor de la mesa en la cocina. Las mujeres se veían pálidas y deprimidas. Gromov, como siempre, estaba bullicioso y gesticulando demás. Él llenaba cualquier espacio, sobre todo si estaba bebiendo. Habíamos planificado celebrar nuestra nueva casa, pero la vida nos echó a perder los planes. El encuentro resultó triste.

      – El carro se me accidentó, – me justifiqué.

      – Siéntate, – Gromov golpeó la mesa a su lado y llenó dos copas de vodka. Se tocó el pecho con el puño y dijo: – Tengo un peso en el alma, hermano. Me imagino como estarás tú. Bebe, te hará bien. —

      Él vació la copa de un golpe, con el rabo del ojo vio como Natasha acercaba su copa a los labios y, llevando un poco de choucrute a su boca, señaló con un dedo húmedo hacia la embarazada Katya:

      – A ti, ni se te ocurra. —

      Lentamente, vacié mi copa, pero no sentí ni sabor, ni bienestar. Me apretaba el pecho, como si me pusieran tornillos. No quería comer, ni beber.

      – Te enteraste de algo? – le pregunté a mi hermano, cuando ya había tragado y alargó el brazo hacia la botella.

      – Estamos trabajando en eso. Encuestas, interrogatorios…, todo como se debe. —

      – Y entonces? – me empezaban a fastidiar esos pretextos.

      – Por ahora sin suerte, como siempre en esas taguaras. Aunque el club «Hongkong» es pretencioso y caro, no tienen cámaras en el interior, para no molestar a los visitantes. Solo tienen una en la entrada. La vigilancia no controla lo que toman ni lo que huelen. Si se ponen exigentes, la gente se les va. —

      – Revisaron el bar? —

      – Alcohol puyado no hay, porque muchos se hubieran envenenado. Allá todo es simple y de más grados. – Gromov bebió y arrugó la cara, más por el disgusto que por el vodka.

      – Cuéntame, – le exigí.

      Sasha se inclinó hacia mí, para tratar de hablar en voz baja, pero su susurro fue más bien teatral y lo escuchó todo el mundo en la cocina.

      – Encontramos una botellita de ácido acético bajo el sillón donde estaba Yulia. No tenía huellas digitales. Si hubiera sido ella misma…, habría tenido las de ella.

      – Pero no pudo haber sido ella, – me disgusté. – Quien llevó el ácido? —

      – Justamente, cualquiera puede comprar eso en un supermercado. Y en el club todos andan por todos lados. ¿Tú has estado en lugares así? —

      – Hace un montón de años que no. —

      – Eso es una penumbra, la música a todo volumen, la gente empujándose de un lado a otro, muchos drogados. Tú preguntas, y nadie vio nada, nadie sabe nada. ¿Como cayó Yulia allá? —

      – Sabes… – Me callé.

      Katya se puso a llorar y Natasha se apuró a llevársela. Gromov hizo una mueca y un gesto incomprensible con las manos: como diciendo, los nervios femeninos no son lo mío. Miró la botella de vodka vacía, la puso en el suelo y sacó una nueva de la nevera. Cuando se sentó de nuevo, golpeó con el pie la botella vacía y esta, con ruido, rodó por el piso. Nosotros no intentamos recogerla…, ¡que ruede lo que le dé la gana!

      – ¿Y qué dice Yulia? – preguntó Gromov mientras abría la botella.

      – No puede hablar. Tiene un tubo en la garganta. – respondí, apenas aguantando el disgusto.

      – Que vaina, – Gromov asintió tranquilamente. Bebió, apretó el puño y lo movió, amenazando al espacio: – Encontraremos al bastardo y lo pondremos preso! Lo importante es que tú aguantes y Katya no haga tonterías. Bueno, tú sabes. —

      Después de la siguiente copa, el tenedor recorrió el plato con el resto de la cena y, levantando la voz, el capitán de policía decidió cambiar el pesado tema. Puso una mano en mi hombro, a lo hermano:

      – El «Peugeot» está jodiendo otra vez? Cambia esa carcacha. Cómprate uno bueno. —

      Me sonreí y comencé el listado:

      – Le compré un carro nuevo y seguro a Katya. A crédito. Ella lo necesita. Tenemos veinte años para pagar esta casa. Todavía hay que arreglarla, arriba no tiene divisiones, el niño pronto nacerá y serán más gastos. – Después de eso me sentí molesto, y quité la mano ajena de mi hombro. – No se trata de eso! Yulia está mal, hay que operarla en el exterior. Eso es mucha plata y tú me hablas de un carro nuevo. —

      – Que vaina, – Gromov utilizó su expresión preferida. – Pero tú tienes un trabajo excelente y media vida por delante. Tú eres el jefe de tu sección. ¡Jefe! Y yo apenas soy capitán. A esta edad. Si yo fuera el jefe de sección… —

      – Si,